De niño solía jugar con la harina mientras su padre preparaba el pan. Ninguno de sus tres hermanos destilaba esa querencia por el negocio familiar, así que era lógico que fuera él quien asumiera las riendas del Forn de Sarrià, abierto en 1904 en el número 100 de Major de Sarrià. Hoy a sus 56 años, y muy a pesar suyo, Blas Aranda cerrará para siempre la persiana de este comercio de toda la vida. Y así, de un día para el otro, el barrio perderá su última panadería artesanal, toda una contradicción, y una evidencia de los nuevos tiempos, en una calle que en poco más de 500 metros acumula hasta 11 locales en los que también se vende pan.
Blas cierra antes de Sant Joan porque ha llegado al límite de sus fuerzas. No solo las franquicias han podido con su negocio, también la misión imposible de encontrar un relevo, un panadero, o alguien con ganas de aprender el oficio. El último se le marchó hace dos años, y el que hace la bollería lo tiene de bajo también desde hace año y medio. Esta situación le ha obligado a trabajar de sol a sol, o mejor dicho, de luna a luna, durante todo este tiempo. “Estoy agotado, he perdido más de 20 kilos de musculatura y no me veo capaz de aguantar las 40 horas seguidas que son necesarias para cubrir la verbena, entre el pan y las cocas”.

Blas, con algunos de los panes de su tienda, el pasado miércoles
Àlex Garcia
Con pasar una hora cerca del horno, con un diámetro de cinco metros, basta para darse cuenta de la crudeza de esta profesión. “Los jóvenes no tienen ningún interés. Uno me dijo que solo lo haría por 3.000 euros al mes. A otro le hice una semana de prueba, luego le contraté y a las dos semanas se fue a trabajar como repartidor nocturno. Es una pena, pero este es un oficio en peligro de extinción”, lamenta.
Los jóvenes no tienen ningún interés; es una pena, pero este es un oficio que va camino de la extinción”
El negocio lo abrió en 1904 la familia Brufau, que lo pasó a los Riera, que a su vez lo cedió a los Aranda a finales de los años 70. su padre, don Francisco, había llegado a Barcelona desde Jaén en el famoso tren que traía a los andaluces a Catalunya, conocido como el sevillano . Era la quinta generación de panaderos. Blas, la sexta. El patriarca trabajó primero en una panadería de Les Corts, en la plaza de la Concordia,. Siempre con la idea de ahorrar para cumplir el sueño de regentar su propio local. Y así fue: cuando tuvo el dinero suficiente, salió la oportunidad del cercano Sarrià.

Algunos de los panes, dentro del horno, listos para pasar a la tienda
Àlex Garcia
El local consta de zona comercial, horno y vivienda en la parte superior. Pero era muy distinto al llegar. La cocina estaba detrás de la zona en la que se atienden a los clientes, y en el piso de arriba estaban las habitaciones. Es decir, los fogones quedaban entre la tienda y el horno, como una zona intermedia, de paso obligado. Los Aranda le dieron la vuelta, dejando todo el bajo para el negocio y la primera altura, para la residencia. Ahora, al bajar la persiana, Blas también tendrá que abandonar la finca, en la que vive con sus dos hijos. Con el elevado alquiler que paga, su idea es irse antes del 1 de julio. En estos 10 días deberá vaciar su casa e intentar vender las máquinas. O tirarlas, porque tiene devolver las llaves con el local limpio.
El último ‘sprint’
Blas dispone de 10 días para vaciar su casa y vender o tirar las máquinas; tiene que devolver las llaves con el local limpio
A la ausencia de relevo se han sumado otros factores catastróficos. Por un lado, la enfermedad de su hermana, que también trabaja en la panadería. Por el otro, la pandemia, que hirió de muerte el negocio, no solo por la ausencia de demanda, también porque “ha generado un cambio en la manera de comprar, más por internet, un tren al que no he querido sumarme porque nos gusta estar en contacto con los vecinos”.

La panadería, el miércoles, en sus últimos días de servicio
Ana Jiménez
Le parte el alma tener que cerrar, pero ha llegado un punto, y sus hijos y su madre le dan todo su apoyo, en el que la salud tenía que pasar por delante. Lleva dos años durmiendo cuatro horas y trabajando entre 12 y 16 horas diarias. “Mi cuerpo no aguante más. Llevo demasiado tiempo en el que solo vivo para trabajar. Y eso no es vida”, concluye. Ahora empezará una nueva vida en Terrassa, donde vive su pareja. Se tomará un breve descanso, pero no puede relajarse mucho porque tiene que hacerse cargo de las indemnizaciones de los trabajadores, que le dejarán casi seco. Admite que a pesar de las estrecheces de los últimos tiempos, este trabajo le encanta. Ha sido su vida. Así que quién sabe, quizás en el Vallès aparece alguna oportunidad; un pequeño pueblo en el que se jubile un panadero de toda la vida, o se traspase un horno. Y así, aunque lejos de los orígenes, podrá mantener viva la sexta generación de los Aranda panaderos.