Una libertad más, una vergüenza menos
“Hombres de una república libre, acabamos de romper la última cadena que en pleno siglo XX nos ataba a la antigua dominación monárquica y monástica. Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que nos quedan son las libertades que nos faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana.”
Cada vez que vuelvo a leer el Manifiesto Liminar me pasa lo mismo: se me vienen imágenes y sonidos a la cabeza. Puedo pensar en los fríos pasillos de la Universidad Nacional de Córdoba. Un grupo de estudiantes se amontona en una esquina. Uno de ellos tiene un periódico en la mano, la Gaceta Universitaria, el órgano oficial de la Federación Universitaria. Es el 21 de junio de 1918 y uno de ellos lee en voz alta la cita que encabeza este artículo. El resto se contagia con las palabras, se identifica con la gesta, se cruzan miradas, se recarga el valor. Es un hecho que los trasciende. Que pese a las presiones de la Corda Frates y de un asfixiante clima conservador que inunda a la Córdoba decimonónica, terrateniente, eclesiástica, los hace sentirse parte de algo mayor. De un viento que llega impuro de Rusia, pero también de México, y que anticipa una nueva etapa en la política argentina y americana.
Aquel Manifiesto podría haber pasado inadvertido. Podría haber moderado su alcance. Cuando a uno le dicen “Reforma Universitaria” podría esperar encontrarse con algún discurso técnico, ligado a programas de estudio, concursos docentes, cosas por el estilo. Pero lo que estalla en Córdoba en 1918 fue mucho más que eso. Tal vez la “radicalización” de la Reforma queda expresada allí. Tal vez el eco de aquel documento fue parte del proceso de radicalización de aquella movilización estudiantil que empezó como un movimiento corporativo, local, limitado para auto percibirse como una “revolución”.
Tal vez la palabra queda grande, pero las palabras importan. Durante mucho tiempo se la quiso presentar como una renovación generacional, un conflicto entre jóvenes modernos y viejas estructuras. Algo así como ocurrió años más tarde con el Mayo Francés. Como si jóvenes o estudiantes haciendo política debiesen ser evaluados primero por su edad, por sus “ideales”, desde una visión paternalista, antes que por su acción concreta, efectiva y consciente. Antes que por su rol en la lucha de clases y en un contexto determinado. Ni hablar de aquellas interpretaciones que la metieron dentro del paquete de reformas “progresistas”, asociándola al radicalismo, como si solo unos años después el sucesor de Yrigoyen, Marcelo T. de Alvear, no hubiese colocado todas sus energías en encabezar la “contrarreforma”. Aquellas interpretaciones ocultan, borran o desdibujan lo más importante: el espíritu subversivo que recorrió a la Reforma Universitaria de punta a punta.
La Reforma fue hija del siglo XIX liberal, sí, pero también de la década revolucionaria que comenzó con la Revolución Mexicana, que vivió la masacre de la Primera Guerra Mundial y se encendió con la Revolución Rusa en 1917. En ese mundo agitado, la revuelta cordobesa fue parte de una ola de luchas que atravesó el continente. Por eso no sorprende que los estudiantes no hayan cantado el himno argentino, sino La Marsellesa, ni que su lucha se mezclara con las demandas obreras, ni que eligieran palabras tan cargadas como “vergüenza”, “libertad” y “revolución”.
Todo comenzó con reclamos muy concretos. A fines de 1917, el Centro de Estudiantes de Medicina le escribió al ministro de Instrucción Pública para denunciar el estado de la enseñanza en la Universidad Nacional de Córdoba. Protestaban por la supresión del régimen de internado en el Hospital de Clínicas, por los concursos amañados, por el poder absoluto de una camarilla clerical que manejaba la universidad como si fuera un monasterio. Al principio, los pedidos eran tímidos. Se trataba de poner a Córdoba “a la altura” de las universidades de Buenos Aires y La Plata. Pero el proceso ya estaba en marcha, y no iba a detenerse fácilmente.
La ciudad fue ganando temperatura. Un día antes del inicio de clases, los estudiantes organizaron un acto en el principal teatro de Córdoba. Hablaron dirigentes de Buenos Aires, se leyó la declaración de huelga general y al finalizar la asamblea, la columna estudiantil marchó por las calles mientras entonaban La Marsellesa. A su paso, las beatas se persignaban con horror y las clases altas mascullaban su indignación. La Reforma había dejado de ser un problema interno de la universidad: ahora se jugaba en las calles, en los barrios, en los cafés. El conflicto empezaba a desbordar lo académico.
El intento de descomprimir el movimiento mediante una elección que venía a “democratizar” daba la impresión, inicialmente, que iba a imponerse. La victoria de los reformistas parecía segura. Pero los votos a Centeno se volcaron, a último momento, a Nores. Los profesores liberales no soportaron la presión de la Iglesia. La reacción había ganado, y eso encendió la mecha de la verdadera Reforma. Los estudiantes se radicalizaron. En agosto, un grupo derribó la estatua de un viejo profesor conservador. En su lugar dejaron un cartel: “En Córdoba sobran ídolos”. Luego, ocuparon la universidad y se hicieron cargo de su gobierno. Nombraron profesores interinos y garantizaron el dictado de clases. No era una toma: era un nuevo modo de pensar la institución.
La Reforma no fue sólo estudiantil. Uno de sus rasgos más potentes fue la alianza obrero-estudiantil, que marcaría una tradición en la historia argentina y que estallaría, años después, en el Cordobazo. Ya en 1917, en Córdoba funcionaba una Universidad Popular que daba clases de economía, derecho y moral a obreros. Deodoro Roca —autor del Manifiesto— decía con claridad que toda reforma universitaria era limitada mientras persistiera la “odiosa división de clases”. Luego, hablaría de lo “monstruoso” del “universitario puro”, de la idea de un movimiento estudiantil solo preocupado por si mismo, sin pensar en el “afuera”. La universidad no fue ni es una isla y el momento inaugural de las mejores páginas en la historia del movimiento estudiantil lo dejó claro.
Durante los meses más intensos del conflicto, la Federación Universitaria de Córdoba pidió solidaridad a sindicatos y partidos de izquierda. La Federación Obrera Local respondió al llamado, y los vínculos se consolidaron a través de dirigentes como Miguel Contreras, uno de los fundadores del Partido Socialista Internacional (que más tarde sería el Partido Comunista). En sus memorias, Contreras recuerda cómo, incluso antes de 1918, los estudiantes frecuentaban la sede proletaria de la calle Ituzaingó. Los nombres de Barros, Roca y Bordabehere eran conocidos y respetados entre los trabajadores. Era una alianza forjada con paciencia, con una confianza ganada al calor de luchas compartidas. Todavía no estamos hablando de la universidad actual, donde hay muchos hijos de obreros, sino de una universidad más clasista, donde forjar esa alianza implicaba achicar distancias, pulir prejuicios, y evidenciar voluntades con hechos.
Cuando los molineros, los tranviarios o los municipales fueron a huelga, la Federación Universitaria estuvo ahí. Cuando los estudiantes fueron reprimidos, también lo fueron por matones católicos armados al servicio del orden reaccionario. En noviembre de 1918, Enrique Barros —presidente de la FUC— fue brutalmente golpeado con fierros mientras cumplía su guardia médica. Las clases dominantes no temían tanto a la protesta como a la unidad. A esa gran unidad.
Con el tiempo, la Reforma se convirtió en doctrina. Se consagraron principios como la autonomía universitaria, el cogobierno, la periodicidad en la renovación de las cátedras, los concursos docentes y la extensión universitaria. Pero lo que estaba en juego iba más allá de esos puntos. Las derivas y problemas que dejó planteado el reformismo, sin embargo, serían ante todo un “legado en disputa”. El antiimperialismo, la alianza obrero- estudiantil, el vínculo con los partidos políticos, la relación entre el “adentro y el afuera”, fueron todos temas que se prestaron a debate, a interpretación y disputas de sentido en las décadas posteriores, tallando incluso en los años 60 y 70. Tampoco debemos olvidar que estos debates encendieron la llama en toda América Latina, dando lugar a partidos, experiencias y dirigentes que hicieron su propia interpretación de la Reforma, desde José Carlos Mariátegui y Antonio Mella hasta Haya de la Torre y el APRA peruano.
Ya en el siglo XXI, en un contexto muy distinto, ¿algo de ese espíritu sigue latiendo? Las universidades se masificaron. Hace poco releí un texto de Portantiero de los años 70, que comenté aquí, donde sostenía que la etapa reformista, que surgió como un instrumento de ascenso social para las clases medias que vieron en ella una vía de movilidad y democratización en contextos de regímenes oligárquicos cerrados, estaba agotada. Según él, en el capitalismo dependiente y tardío que predomina en la región (en su época, pero podríamos extenderla a la nuestra), esa función entra en crisis: la masificación de la educación superior ha generado una sobreoferta de fuerza de trabajo calificada, desbordando las capacidades del sistema productivo para absorberla, desvalorizando los títulos universitarios como pasaporte al ascenso social. La universidad ya no logra cumplir su promesa de movilidad, lo que genera un profundo descontento estudiantil y pone en cuestión su papel dentro del sistema.
Creo que Portantiero tiene razón en que aquella vocación “democratizadora” está agotada como fin en sí mismo, si no está ligada a ese cuestionamiento más general de la Universidad de clases, sus límites, y sus contradicciones sistémicas. Pero creo que subestima el carácter subversivo, el aspecto de lucha callejera, de lucha obrera, de vínculos con la izquierda y de radicalización que expresó la reforma.
La composición social del estudiantado cambió, y muchas veces estudiantes y trabajadores son la misma persona. Ya no hay tanta distancia entre ambos mundos. Pero esa doble condición —estudiante y laburante— es también una oportunidad: permite que el movimiento estudiantil se convierta más fácilmente en “caja de resonancia” (usando libremente la referencia de Trotsky) de las luchas sociales más amplias, que haga propio el conflicto por otra sociedad. Lo vimos en Chile en 2011 y en 2019, en las calles de México con el “Yo soy 132”, en las universidades francesas en la lucha contra los recortes a las jubilaciones, en la lucha contra Temer en Brasil, y lo vemos en muchas universidades del mundo (incluso las de elite de Estados Unidos) con el gran movimiento contra el genocidio en Gaza. En Argentina, el año pasado vimos a millones en las calles en defensa de la educación pública, gratuita y de calidad contra la ofensiva neoliberal del gobierno de Milei, que además buscó demonizar y acusar de “adoctrinadores marxistas” a los docentes universitarios mientras atacó como nunca su salario. Muchos de los que se movilizaron también hoy están con los jubilados, otras fueron las pibas de la marea verde, y otros son hijos de laburantes fabriles en las universidades del conurbano bonaerense.
Esa articulación, si tiene un norte estratégico, si cuestiona a la universidad de clases para desde ahí cuestionar a la sociedad de clases, tiene un potencial subversivo enorme. Y si aquello ocurre, sin dudas, el Manifiesto Liminar y la Reforma Universitaria, resonarán como un lejano preámbulo, como un intento primitivo pero potente desde el cual apoyarse para no empezar de cero.
Acerca del autor
Gabriel Piro es doctor en Historia por la Universidad de Buenos, ha escrito diversos trabajos sobre la historia obrera y de las izquierdas, se desempeña como docente en distintos ámbitos educativos, y es editor de la revista Armas de la Crítica.
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