En un vistazo a la historia reciente de Iberoamérica, desde la primera cumbre de Guadalajara en 1991, resulta inevitable observar un desgaste paralelo del consenso democrático y de la capacidad de interlocución del principal foro regional. Tan inevitable es esa observación como la evidencia de que las dos crisis, la de la democracia y la del iberoamericanismo, están relacionadas con el ascenso de gobiernos o coaliciones de gobierno, de izquierda o derecha, que han desafiado el carácter referencial de las transiciones democráticas de España y Portugal para América Latina.
Que aquellas transiciones, que iniciaron con la Revolución de los Claveles en Portugal en 1974, la muerte de Francisco Franco en 1975, el inicio del Gobierno de Adolfo Suárez en 1976 y la Constitución de 1978, tuvieron un efecto favorable sobre los procesos de democratización de las últimas dictaduras militares de derecha en América Latina es fácilmente demostrable. Los ejemplos de España y Portugal fueron aprovechados por actores fundamentales de las transiciones latinoamericanas durante todos los años 80 y 90 del siglo XX.
El liderazgo regional de dirigentes españoles y portugueses en las últimas décadas del siglo XX podría ilustrarse con los vínculos cercanos de Felipe González, Aníbal Cavaco Silva y Antonio Guterres con Raúl Alfonsín, José Sarney, Fernando Henrique Cardoso, Carlos Andrés Pérez, Ricardo Lagos y otros protagonistas de las transiciones de fin de siglo. Pero más allá de las amistades políticas, aquel vínculo se reflejó en la relevancia de América Latina y el Caribe, sin excluir a Cuba y Nicaragua, en la política exterior de los socialistas españoles y portugueses.
Aquella conexión, que tuvo su mayor rendimiento en las cumbres iberoamericanas y la Secretaría General Iberoamericana, entre 1991 y 2014, se ha estado agrietando en la última década. Las explicaciones son múltiples y tienen que ver con la reorientación comercial y financiera de Sudamérica a favor de China y de Centroamérica y México a favor de Estados Unidos, además del impulso a los BRICS que han dado los gobiernos de Lula da Silva y Dilma Roussef en Brasil. Pero también tienen que ver con el protagonismo de alternativas de izquierda o derecha (Vox y Podemos, Bolsonaro y Milei, Chávez y Maduro, la Alianza Bolivariana y el Grupo de Puebla, Morena y López Obrador en México) que impugnan tanto el marco iberoamericano como el paradigma constitucional de la democracia y los derechos humanos.
Andrea Rizzi ha descrito muy bien ese revisionismo discursivo y práctico en su libro La era de la revancha (Anagrama, 2025). La premisa básica de la impugnación parte de que la soberanía de los estados, y no la democracia o los derechos humanos, es el eje rector de las relaciones internacionales en el siglo XXI. La crisis del iberoamericanismo democrático responde al hecho de que no son pocos los gobiernos latinoamericanos que comparten dicho revisionismo, que rechazan España, Portugal y la Unión Europea, a la que ambos países peninsulares pertenecen.
El avance del revisionismo internacional en Iberoamérica no puede entenderse sin la diversificación de los autoritarismos en esa zona y en todo el mundo. Los tiempos en que el desprecio de la democracia podía ilustrarse solo con los casos de Venezuela, Nicaragua y Cuba han quedado atrás. Nuevas formas de autoritarismo han surgido entre gobiernos de derecha, como los de Dina Boluarte en Perú, Nayib Bukele en El Salvador, Daniel Noboa en Ecuador y Javier Milei en Argentina. En México, un país donde la transición fue más tardía pero no menos central en el marco iberoamericano, la erosión democrática se ha reflejado de varias maneras, pero sobre todo por medio de la elección directa del poder judicial, que resta autonomía y contrapeso a la división de poderes en el país.
Desde luego que la erosión democrática tampoco podría entenderse sin las deudas o costos sociales de las transiciones de fines del siglo XX. En casi todos los gobiernos iberoamericanos las políticas neoliberales acentuaron las desigualdades, aumentaron la pobreza y relegaron a la población de menores ingresos. Pero al cabo de dos ciclos de gobiernos de izquierda, en el siglo XXI, las políticas sociales incluyentes han vuelto a revertirse y en no pocos países, incluidos Venezuela, Nicaragua y Cuba, se han aplicado ajustes y medidas de austeridad que aumentan la pobreza y la desigualdad.
La diversificación de los autoritarismos y la adopción del neoliberalismo por parte de gobiernos de izquierda obliga a cambiar dos enfoques simultáneamente, ya rebasados: el de que en Iberoamérica solo hay dictaduras izquierdistas y el de que las políticas neoliberales son patrimonio de las derechas. El abandono de esos dos tópicos es indispensable para el relanzamiento, por cualquier vía, del iberoamericanismo al término del primer cuarto del siglo XXI. El lenguaje diplomático regional está obligado a cambiar si quiere reflejar la nueva realidad de una región dividida y disgregada.
La erosión democrática avanza transversalmente en el espacio iberoamericano. Ese avance tiene un efecto depresor sobre la permanencia o el desarrollo de las estrategias iberoamericanas. Reinstalar el consenso democrático en los foros de interlocución diplomática y en las agendas bilaterales de España y Portugal con los gobiernos latinoamericanos no será fácil y, tal vez, ni siquiera deba ser la prioridad en este momento. La polarización ideológica y política de la región conspira contra ese empeño. En todo caso, cualquier esfuerzo de la recuperación de la plataforma iberoamericana deberá tomar en cuenta que las políticas exteriores de los gobiernos latinoamericanos y caribeños se hallan en un momento de revisión profunda de los consensos heredados de las transiciones democráticas que tuvieron lugar a finales de la Guerra Fría. Otro es nuestro tiempo y otras sus exigencias.
