Cuando hablamos de inversión extranjera en América Latina, a menudo nos topamos con un espejo que refleja no solo cifras y porcentajes, sino también el alma de una región compleja y, a veces, paradójica. Los informes de la ONU y la CEPAL suenan la alarma: la inversión extranjera directa (IED) está en caída libre. Se nos presentan las razones con la seriedad de un parte médico: tensiones geopolíticas, incertidumbre financiera, inestabilidad política, baja capacidad de crecimiento. Una lista que parece sacada de un manual para economistas de Wall Street, pero que, si rascamos un poco la superficie, nos revela una trama mucho más profunda, un subtexto que muchos prefieren ignorar.
La palabra clave, la que resuena en cada renglón de este diagnóstico, es confianza. Y aquí reside la primera gran ironía. Se nos dice que la incertidumbre global, las guerras comerciales y las altas tasas de interés en Estados Unidos desvían el capital hacia puertos más seguros. ¿Pero qué es la seguridad, si no una construcción de confianza? Es curioso cómo el capital, ese ente etéreo y desterritorializado, busca refugio en lo que percibe como «estable», mientras que, en el mismo aliento, se lamenta la falta de audacia para invertir en países en desarrollo. Es como si el inversionista global, con su maleta llena de dólares y euros, mirara a América Latina como un campo minado, cuando en realidad, gran parte de esas minas han sido sembradas por la propia dinámica del sistema financiero global.
Pensemos en la inestabilidad política de la que tanto se habla. Es cierto, los cambios de gobierno, las protestas sociales y las crisis institucionales son una constante en nuestra región. Pero, ¿hasta qué punto esta inestabilidad es un factor puramente interno y no una respuesta a décadas de políticas económicas impuestas desde afuera, o a la extracción desmedida de recursos que poco beneficio ha dejado en las arcas nacionales? Se critica la debilidad institucional, la falta de estado de derecho, la poca protección de la propiedad. Pero, ¿no es una ironía que se exija un marco legal robusto para la inversión, mientras que se hacen la vista gorda ante prácticas empresariales que, en sus países de origen, serían severamente sancionadas? La confianza es una calle de doble sentido, y si el inversor espera un terreno fértil y predecible, también debería estar dispuesto a sembrar con un sentido de responsabilidad y no solo de extracción.
Y qué decir de la vulnerabilidad a acontecimientos externos. Nos quejamos de que la región es sensible a los vaivenes de la economía global y a los precios de las materias primas. ¡Claro que lo es! Llevamos siglos siendo proveedores de recursos naturales. Desde la plata del Potosí hasta el litio de los Andes, nuestra economía ha sido históricamente moldeada por la demanda de los centros de poder. Y ahora, cuando los precios bajan, cuando la demanda global se enfría, se nos señala como los vulnerables, como si tuviéramos la opción de desprendernos de un modelo productivo que se nos impuso y que, durante mucho tiempo, ha beneficiado a otros más que a nosotros mismos. Es una contradicción flagrante: se nos exige diversificar, pero las inversiones siguen llegando mayormente a los mismos sectores extractivos, dejando a un lado la inversión en industrias de valor agregado que podrían realmente blindar nuestras economías. La «disminución de inversiones en el sector de recursos naturales» es un síntoma, no solo una causa, de un modelo que empieza a mostrar sus límites.
La baja capacidad para crecer y la elevada desigualdad son la médula de este asunto. La CEPAL habla de «trampas de desarrollo», y es difícil no ver la trampa. ¿Cómo pedir a una población que confíe en un sistema que la excluye, que perpetúa la pobreza y que concentra la riqueza en unas pocas manos? La inversión, para ser sostenible y generar confianza real, necesita arraigo, necesita sentirse parte de un proyecto de país, no solo de un proyecto de rentabilidad. Cuando la desigualdad es tan rampante, cuando el desarrollo no es inclusivo, el riesgo social aumenta, y con él, la supuesta «inestabilidad política» que tanto asusta a los capitales foráneos. Es un círculo vicioso: la falta de inversión de calidad agrava la desigualdad, y la desigualdad alimenta la inestabilidad que ahuyenta la inversión.
Y luego está el tema de las políticas públicas y el marco regulatorio. Se dice que se han eliminado barreras, pero que aún hay desafíos en la infraestructura y el desarrollo de capacidades. ¿Acaso no es el papel del Estado crear esas condiciones? Aquí la ironía es doble. Por un lado, se exige a los gobiernos que sean facilitadores de la inversión, que creen entornos amigables para los negocios. Por otro lado, cualquier intento de regulación o de establecimiento de condiciones para la inversión es visto con recelo, como una intervención excesiva o una amenaza al libre mercado. Parece que la «mano invisible» es bienvenida solo cuando le conviene al inversor, pero cuando se trata de equilibrar la balanza, entonces se prefiere que la mano del Estado se mantenga lejos.
El subtexto de todo esto es una profunda asimetría de poder. Se nos exige que seamos «mercados emergentes» maduros y predecibles, pero se nos trata como periferias en constante riesgo. Se nos habla de «salida de rentas superior a la entrada de IED», lo que, en términos sencillos, significa que las empresas extranjeras se llevan más dinero del que invierten. Esto no es solo un dato económico; es una grieta en la confianza. ¿Cómo construir un futuro próspero si la balanza de beneficios siempre se inclina hacia un solo lado? Es una ironía cruel: la inversión viene a buscar oportunidades, pero al mismo tiempo drena recursos que podrían ser reinvertidos localmente para generar un desarrollo más autónomo y sostenible.
La narrativa de las «excepciones y oportunidades» como México con el nearshoring o la estabilidad en Centroamérica y el Caribe, es un destello de luz, sí, pero también una advertencia. Estas excepciones demuestran que la confianza puede construirse, pero no solo a base de promesas o de marcos legales. Se construye con estabilidad real, con políticas claras, y, sobre todo, con la percepción de que la inversión es una asociación a largo plazo, no una mera incursión para extraer valor y marcharse.
En última instancia, la caída de la inversión extranjera en América Latina no es solo un problema de números. Es un problema de narrativa y de confianza, una historia donde los actores principales, los inversores globales, a menudo exigen lo que ellos mismos no están dispuestos a ofrecer: una apuesta genuina por el desarrollo a largo plazo, más allá de la rentabilidad a corto plazo, y un reconocimiento de que la confianza se construye con reciprocidad, no solo con exigencias. Hasta que esa trama profunda no se aborde, seguiremos lamentando las caídas mientras el subtexto de las contradicciones siga murmurando en el oído de una región que, a pesar de todo, sigue buscando su propio camino.
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