Buenos Aires, 1950. Dalila Puzzovio tiene 8 años y se levanta de la cama de un salto, como casi todas las mañanas, para ponerse a dibujar.
Dalila es la menor de la primera generación argentina de una familia llegada de Lecce, sur de Italia. El abuelo es paisajista. Armando, el papá, un ingeniero que despliega planos hasta en la mesa de la cocina. Eva, la mamá, ama de casa, cose por placer. Se viste distinta a cualquier otra madre. “Siempre divina”, piensa Dalila.
Hay días en los que un par de visitas revolucionan la casa: cuando van los marinos italianos a llevar muestrarios de telas nuevas y cuando llega el sastre y saca diseños como conejos de una galera. Es un ritual feliz, como los cumpleaños. Para Dalila, otra fiesta.
Eva y Armando no tienen problemas con que Dalila quiera ser artista. No la van a dejar abandonar el colegio Nuestra Señora de la Misericordia del barrio de Belgrano pero le comprarán un caballete. Y no se van a inmutar cuando ella, que siempre usó con el uniforme almidonado, se calce botitas de boxeador que comprará cerca del Luna Park.

El arte de las cosas
Dalila estudia con el pintor surrealista Juan Battle Planas y el creador conceptual Jaime Davidovich. En 1961 expone por primera vez pintura informalista: manchas, texturas, materiales poco explorados, adoración por lo (supuestamente) espontáneo: el gesto.
Mientras tanto, Armando la ayuda a llevarse yesos que tiran en el Hospital Italiano para su primera instalación, Cáscaras, pionera entre otras obras y artistas, del “arte de las cosas”.

Esa definición, «el arte de las cosas», es Rafael Squirru, fundador del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, y hermano de la pareja de toda la vida de Dalila, el artista Charlie Squirru.

Con los yesos, Dalila creará coronas mortuorias y corsés. Lo siniestro pop. Pero serán las sandalias de plataforma que diseñará y que fabricarán los Grimoldi las que se convertirán en uno de sus mayores emblemas y del Instituto Di Tella, el gran semillero de vanguardias.
Vidrieras
La obra Dalila. Doble Plataforma (1964) incluye pares flúo, exhibidos en una estantería de acrílico y, en simultáneo, en vidrieras de Grimoldi: “arte-consumo, consumo-arte”. Además, “ayudé a las chicas bajas”, dijo ella alguna vez.

El otro ícono de Dalila es Autorretrato (1966), una imagen monumental con su cara y el cuerpo de la modelo alemana Verushka (la de la clave aparición en Blow up, de Michelangelo Antonioni, sobre un gran cuento de Cortázar), lamparitas de camarín, almohadones de plástico y un «poema» con textos de la revista Vogue.

Dalila hizo de todo: vestuarios para Gasalla y Libertad Le Blanc (“le iba a probar una pulsera y se desnudaba”), delantales de cocina realizados por artesanos del Teatro Colón para Pinky y sombreros para Dior. Y sigue la lista.
Hasta febrero el Moderno le dedica una muestra, Dalila Puzzovio. Autorretrato , en la que exhibe hits y materiales inéditos. Y hasta propone una playlist con temas de los dorados 60 del Di Tella.
Una remera no es una remera
Cuerpo, moda, identidad y consumo son los temas de Dalila. Y siempre los aborda con calidez; a veces, sarcasmo y siempre, profundidad.
Uno sabe que una remera no es solo algodón: puede ser el eco de una adolescencia, una canción, un error. Una pieza de tu archivo afectivo. Un documento de época, sin canonizar. Y uno sonríe y se ríe con Dalila. Pero todo conduce a más.
No hay que ser Marcel Duchamp (el del mingitorio como obra de arte) para entender que lo común y corriente no tiene por qué ser banal. Ni que lo banal puede ser, es, político.
JS