Mientras una investigación del MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) advierte que el uso habitual de ChatGPT puede afectar la memoria, la autonomía intelectual y la capacidad de retener lo leído, en una escuela pública del conurbano bonaerense una docente presta su único celular con conexión para que sus alumnos puedan realizar una actividad.
¿Cómo seguir el ritmo de las innovaciones tecnológicas sin profundizar desigualdades ya existentes? ¿Y cómo fomentar pensamiento crítico en un entorno donde lo más fácil es pedirle la respuesta a una máquina?
Educadores, investigadores y tecnólogos de distintos puntos del país analizan los desafíos y oportunidades que plantea la llegada inevitable de la IA a las aulas argentinas.
Legado educativo y presente fragmentado
Durante buena parte del siglo pasado, Argentina fue un modelo en alfabetización, cobertura escolar e instrucción docente. Hoy, esa imagen persiste más por inercia cultural que por datos.
La continuidad educativa también está comprometida: apenas el 45% finaliza la primaria en tiempo y forma. “La situación es más grave en sectores más vulnerables, donde uno de cada cinco chicos no puede leer un texto simple”, cuentan desde Argentinos por la Educación. En secundaria, solo el 13% termina sin haber repetido y en el plazo esperado.
La desigualdad se agrava entre escuelas públicas y privadas. Estas últimas concentran estudiantes de sectores más acomodados y muestran mejores resultados. “Argentina es el único país en el que se amplió la segregación entre escuelas públicas y escuelas privadas”, señala Sol Alzú, analista de datos de la organización. “Es decir, ambos sectores cada vez se diferencian más en lo que respecta al nivel socioeconómico de los alumnos”.
Las brechas también existen a nivel de acceso a la red, entre los distintos segmentos socioeconómicos y los diferentes distritos. “Provincias como Catamarca, tienen menos del 25% de los centros educativos que disponen de conectividad. En otras, como Chaco, el número está entre el 25% y el 50%”, remata la especialista.
La paradoja digital: IA en contextos desiguales
“La inteligencia artificial no va a pedir permiso para ingresar”, advierte Viviana Postay, historiadora y formadora docente. “La clave está en las condiciones: con qué lógica se la incorpora, intenciones y recursos”.

En varios países, los celulares han sido restringidos en el aula por afectar la concentración. Pero en muchas escuelas argentinas sin bibliotecas, manuales ni computadoras, ese teléfono es lo único que queda. Los maestros lo usan para proyectar actividades; los estudiantes se lo turnan para consultar buscadores o resolver consignas generadas por IA.
“Ese celular forma parte de una pedagogía de la pobreza”, señala Postay. “No es una decisión didáctica: es lo que quedó cuando se retiraron todos los demás recursos. En escuelas con libros, campus virtual y dispositivos, prohibirlo es viable. En las que no tienen nada, no. Y quitarlo sin ofrecer una alternativa solo agranda la brecha”.
Hablar de inclusión digital sin infraestructura, concluye, es “construir sobre vacío”. “Si no queremos que los educadores trabajen con lo que tienen a mano, hay que ofrecer algo más. Eso implica inversión sostenida, formación real y una discusión pedagógica honesta”.
Cuando el aula se vuelve laboratorio: IA con sentido pedagógico
Ni panacea, ni amenaza: para muchos, la clave está en introducir la IA con propósito y sensatez. Una de ellas es Mariana Ferrarelli, licenciada en Comunicación y referente en educación y tecnología.
Una manera concreta de empezar, sugiere, es llevar al aula una definición, un cuento o una reflexión generada por IA y trabajarla en grupo. “La leemos con atención y la desarmamos: ¿está bien formulada? ¿Qué le falta? ¿Qué cambiarías?”
El foco está en el camino más que en el producto: qué instrucciones se le da a la herramienta, cómo se ajusta, qué distancia hay entre lo pedido y lo que la IA entregó. Más que una habilidad técnica, plantea un ejercicio colectivo.

“La IA no improvisa, no contiene, no alienta. Puede ordenar materiales o automatizar tareas mecánicas, pero no puede entusiasmar ni acompañar procesos subjetivos”, advierte.
El problema no es que los estudiantes usen IA, sino que lo hagan sin guía, como si ya no pudieran pensar por sí mismos. Por eso defiende una pedagogía híbrida, que aproveche lo digital sin desplazar lo esencial: leer en voz alta, escribir a mano, equivocarse y corregir.
Ferrarelli rescata el reciente encuentro organizado por la UEPC (Unión de Educadores de la Provincia de Córdoba), donde cientos de colegas debatieron cómo integrar IA sin resignar su rol. “Fue muy potente ver cómo se preguntaban no solo cómo usarla, sino cuándo, para qué y con qué límites. La discusión ya empezó. Falta respaldo, pero sobra lucidez”.
Proyectos que suman
En paralelo, hay experiencias que muestran cómo la IA puede ser un apoyo concreto, cuando se aplica con planificación, capacitación y políticas públicas.
Desde el CAETI (Centro de Altos Estudios en Tecnología Informática), el ingeniero Gonzalo Zabala lidera desde hace dos décadas un laboratorio de robótica educativa. Allí desarrollan herramientas accesibles y adaptadas al aula real: robots programables por grupos, elementos de bajo costo, entornos intuitivos y secuencias didácticas progresivas.

“La robótica no puede limitarse a la compra de kits. Tiene que ser parte de una dinámica educativa evaluable y sostenida. Si no, todo termina en la foto del acto inaugural”, señala Zabala.
Entre sus logros, menciona el programa “Todos a la Robótica” de San Luis –que impulsó el interés por carreras técnicas desde la primaria– y la Roboliga, una competencia nacional donde miles de estudiantes presentan proyectos, algunos premiados a nivel internacional.
Recientemente, su equipo lanzó una plataforma abierta con tutoriales y desafíos, para que educadores de todo el territorio puedan acceder a la robótica sin depender de equipamiento costoso.

Termina con una metáfora: “En educación, los cambios no son instantáneos. La cantidad de actores, variables, la misma complejidad de esas variables obligan a que los proyectos tengan marchas y contramarchas, evaluaciones permanentes. Debe alcanzar a todos los estudiantes. Y no por una cuestión moral, sino meramente pragmática. La única forma de que el bienestar individual sea robusto es que esté construido sobre el bienestar general. Si no, la olla siempre tiene una grieta por donde escapa la presión”.
Un ejemplo complementario es el de Lidia Zapiola, programadora chaqueña, que creó I.D.E. (Inclusión Digital Educativa), una app basada en IA generativa para adaptar contenidos a estudiantes con discapacidad o neurodivergencias. Ajusta estímulos, combina accesibilidad auditiva y visual, y genera informes automáticos.
“Al tener TDAH (Trastorno por déficit de atención con hiperactividad), sé lo importante que es contar con herramientas adecuadas para cada tipo de cerebro”, menciona. Vio de cerca lo difícil que es adaptar materiales y supo que podría contribuir: “no desde el asistencialismo, sino desde una idea de justicia educativa”, explica.
En las escuelas donde se usó, la app mejoró la experiencia: más independencia, más curiosidad, menos frustración. “Es como si la escuela, por fin, hablara el idioma de los estudiantes”. Actualmente, está desarrollando una versión offline para zonas sin conectividad. “La IA puede hacer mucho, pero no obra milagros. Si queda en manos del mercado, volvemos a perder los de siempre”.
¿Solución o espejismo?
Para que la integración de la IA en la educación sea eficiente y positiva, hacen falta políticas sostenidas, inversión pública, formación ética y un debate profundo.
“Los sistemas que hacen posible la inteligencia artificial están en galpones que consumen enormes cantidades de energía, agua y litio. Cada vez que generamos veinte imágenes para una actividad escolar, dejamos una huella ambiental real. Y después les pedimos a esos mismos chicos que cierren la canilla”, dice Postay.
Reducir la capacitación a lo técnico –aprender a hacer buenos prompts– es, para ella, un error de diagnóstico. “Hay que entender quién diseñó la herramienta, con qué sesgos, para qué intereses”.
Como Ferrarelli, insiste en resguardar los espacios no delegables. “Leer despacio, escribir a mano, debatir, equivocarse: no es romanticismo. Son territorios de resistencia cultural: espacios donde aún se elabora, se crea lo propio”, se explaya Postay.
Calificar en tiempos de IA
El uso creciente de IA en las aulas obliga a revisar también cómo se corrige. ¿Qué se califica cuando un texto lo generó una máquina?
“Hace rato nos enfrentamos a trabajos que no son genuinos”, subraya Postay. “Antes era copiar y pegar. Ahora es texto generado. Mutó la forma, no el problema: si no hay producción real, no hay aprendizaje”.
Por eso, muchas escuelas recuperan formatos presenciales: escritos a mano, actividades orales, ejercicios colaborativos. No como castigo, sino para valorar lo compartido, lo humano.
Evaluar hoy ya no es solo poner una nota. Es tomar una decisión política: proteger el aula como espacio de saberes situados, comunitarios y no automatizable.
IA en la universidad: ¿aceptar o prohibir?
La IA entró a la Universidad de Buenos Aires. Silvia Andreoli, especialista en tecnología educativa y directora del Centro de Innovación en Tecnología y Pedagogía (Citep), alega que que integrar inteligencia artificial en las facultades exige repensar, desde cada contexto, cómo se enseña, se aprende y se produce conocimiento.
“El riesgo es que homogeneice la práctica académica, reduciendo la complejidad de las disciplinas a respuestas automáticas o superficiales. Pero también puede ser una oportunidad si se incorpora a partir de experiencias que hagan visibles sus supuestos, sus límites y su lugar en cada campo”.
¿Su intención? Abrir el aula a nuevas formas de exploración integral. Andreoli observa que algunas cátedras optan por prohibir su uso, dejando a los estudiantes sin el respaldo necesario para comprenderlas con responsabilidad y criterio académico.
Desde el Citep promueven propuestas que priorizan el trabajo conjunto entre docentes y alumnos, con foco en el análisis contextual y la apropiación consciente de estas tecnologías. En lugar de replicar modelos externos o caer en vetos tajantes, apuntan a comprender cómo funciona la IA, qué efectos genera y qué implicancias tiene para cada disciplina.
“Lo importante es no perder de vista qué tipo de educación queremos defender y qué formas de conocimiento estamos dispuestos a cuidar”, sintetiza.
La escuela como territorio irrenunciable
En 1849, Sarmiento publicó Educación popular, donde condensó una visión educativa que articulaba alfabetización, desarrollo económico y organización social. Formado en el exilio y tras recorrer Europa y Estados Unidos, supo leer los sistemas educativos como parte de un proyecto de país.

Hoy, cuando la Argentina enfrenta nuevas desigualdades y la enseñanza tradicional está en duda, su mirada estructural puede ofrecer claves. No para replicarla, sino para recuperar algo de su ambición: pensar la educación con mirada holística y global, como política y como posibilidad.
Viviana Postay cita al investigador Fernando Peirone: tras tres mil años de cultura logocéntrica –basada en la palabra, el diálogo, la escritura–, una sola generación bastó para fracturar ese modelo con interfaces, imágenes y respuestas automáticas.
“Frente a eso, no podemos renunciar a enseñar a leer, escribir y debatir. Si desaparecen esos espacios, lo que se erosiona no es solo la escuela: es la autonomía intelectual. Es nuestra capacidad de discernimiento sin depender de un sistema que decide por nosotros”.
La inteligencia artificial no es enemiga ni salvación mágica. Puede ser un instrumento poderoso. Y, como tal, será tan justo como el sistema que la rodea.
Para Sol Alzú, de Argentinos por la Educación, la inteligencia artificial también podría ser una aliada fuera del aula, especialmente en el terreno de la gestión. Desde generar propuestas personalizadas hasta facilitar la planificación, su uso bien orientado permitiría optimizar tiempos y recursos.
También podría analizar datos, detectar problemas y focalizar intervenciones con mayor precisión.
Lo que está en juego no es cuánta inteligencia artificial entra a la escuela, sino cómo se cuida la inteligencia humana. Y qué políticas públicas se impulsan para acompañar a docentes, estudiantes y desarrolladores. Para que ninguna institución tenga que elegir entre un algoritmo y una silla.