La agro-bioindustria, ese complejo que abarca desde los insumos hasta la transformación de productos agrícolas y ganaderos, es el corazón productivo de provincias como Córdoba, Santa Fe y tantas otras en el interior argentino. Sin embargo, mientras Brasil celebra un récord histórico con el 27% de su población ocupada en este sector, Argentina parece atrapada en un debate estéril que frena su potencial.
En Brasil, a pesar de una contracción general del empleo en el último año, la agro-bioindustria no solo resistió, sino que creció. Este sector, que incluye desde la producción de granos hasta la industrialización y los servicios asociados, se ha consolidado como un pilar económico. ¿El secreto? La ausencia de una “mochila de piedras” como las retenciones que, en Argentina, asfixian al campo.
Mientras Brasil duplicó su producción de granos en los últimos 15 años, transformándolos en carne, aceites y productos de valor agregado, Argentina sigue estancada en la misma cosecha de hace una década y media. El resultado: Brasil ha creado gigantes multinacionales agroindustriales, mientras nosotros nos debatimos en un «requetismo» que no nos lleva a ningún lado.
El contraste es evidente. En Argentina, las retenciones no solo limitan la capacidad de inversión del sector, sino que impiden que crezca la masa productiva necesaria para impulsar industrias transformadoras. Economistas argentinos se dividen: unos sostienen que el país no puede vivir solo de la agroindustria y defienden proteger industrias tradicionales que venden caro y no escalan; otros, en cambio, argumentan que liberar al campo, sumado a sectores como la minería, la energía o la pesca, desataría un potencial inmenso. Brasil parece darnos la razón a los segundos.
Pero el problema no es solo económico, es político. Hoy, mientras gobernadores y legisladores piden bajar retenciones, también exigen más gasto público. ¿Cómo se compatibiliza esto con un Estado que lucha por mantener el equilibrio fiscal para evitar más inflación? Es un dilema que la política argentina no logra resolver, incapaz de trazar un programa de largo plazo que priorice el desarrollo productivo.
Sin embargo, hay ejemplos locales que muestran el camino. En Mendoza, la industria vitivinícola; en Rosario, la transformación de soja; o en localidades cordobesas como General Deheza o santafesinas como Sunchales, vemos cómo, cuando se permite al agro crecer, florecen industrias y servicios asociados. No se trata solo de producir granos o criar vacas: surgen empleos en comercio exterior, ingeniería, administración, servicios logísticos y más. En Brasil, las estadísticas lo confirman: el crecimiento no está en la ganadería o el agro primarios, sino en los sectores industriales y de servicios que demandan mano de obra calificada y pagan mejores salarios.
Argentina tiene el potencial, pero no la decisión. Mientras sigamos cargando al campo con retenciones y restricciones, estaremos renunciando a un modelo de desarrollo que Brasil ya abrazó con éxito.