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sábado, julio 12, 2025

¿Por qué en América Latina no hay armas nucleares?

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Una mezcla de geopolítica y compromiso científico condujo a la creación de la primera zona desnuclearizada del planeta.

En un mundo donde los conflictos entre potencias nucleares constituyen siempre una inquietante posibilidad, América Latina destaca por haberse erigido en la primera región del mundo que apostó por declararse territorio libre de armas atómicas.

Ello ocurrió en 1967 con la firma del Tratado de Tlatelolco, suscrito por los gobiernos de Antigua y Barbuda, Argentina, Bahamas, Barbados, Belice, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, El Salvador, Granada, Guatemala, Guyana, Haití, Honduras, Jamaica, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Trinidad y Tobago, San Cristóbal y Nieves, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, Surinam, Uruguay y Venezuela.

En el texto se consagra el compromiso de las naciones “a utilizar exclusivamente con fines pacíficos el material y las instalaciones nucleares sometidos a su jurisdicción”, así como la prohibición de prácticas relacionadas de algún modo con el uso bélico de la energía atómica, en una lista que incluye ensayos, fabricación, producción o adquisición de armas nucleares, así como cualquier forma de asentamiento de esta clase de armamento.

Del mismo modo, los países latinoamericanos y caribeños firmantes del acuerdo se obligaron a sí mismos a no participar, ni siquiera indirectamente, en cualquier procedimiento vinculado con la industria bélica nuclear.

Los suscriptores del pacto se encargaron asimismo de precisar una definición de armas nucleares que no estuviera atada a lo que existía para la época y, en su lugar, optaron por enfocarse en sus efectos, lo que dotó al instrumento legal de un carácter atemporal, poco sensible a modificaciones futuras debidas a cambios de aires políticos.

“Para los efectos del presente Tratado, se entiende por ‘arma nuclear’ todo artefacto que sea susceptible de liberar energía nuclear en forma no controlada y que tenga un conjunto de características propias del empleo con fines bélicos. El instrumento que pueda utilizarse para el transporte o la propulsión del artefacto no queda comprendido en esta definición si es separable del artefacto y no parte indivisible del mismo”, se lee en el artículo 5 del Tratado.

Sin embargo, el Tratado de Tlatelolco constituye la cúspide de otras iniciativas dirigidas a crear zonas no nucleares en el mundo, que fue posible gracias al compromiso de sus especialistas, quienes vieron en la ciencia atómica una oportunidad para mejorar la vida de la gente, y de una responsabilidad con la paz mundial desde América Latina.

El camino a Tlatelolco

“La idea de una zona libre de armas nucleares surgió inicialmente en la década de los 50 [del siglo XX]. El primer éxito, que se obtuvo en los espacios deshabitados de la Antártida, consistió en la prohibición de las armas, explosiones nucleares y evacuación de desechos radiactivos en la región”, se aviene en recordar José Martínez Cobo, quien ejerció como secretario general del Organismo para la Proscripción de Armas Nucleares en América Latina (OPANAL) entre 1981 y 1985.

El experto y diplomático ecuatoriano precisa que si bien este pacto “no afectaba a ninguna población”, dado que el continente helado no tiene asentamientos permanentes, sí abrió el compás para la firma de otros acuerdos como el Tratado de Moscú (1963), donde “se prohiben los ensayos con armas nucleares en la atmósfera, el espacio extraterrestre y debajo del agua”, y el tratado que impide emplazar armas nucleares en los fondos marinos y en el subsuelo.

Empero, explica Martínez Cobo, ninguna de esas iniciativas parecía afectar directamente a las poblaciones humanas. En su lugar, en su día se pensó que “irían seguidos por el establecimiento de zonas libres de armas nucleares en varias regiones habitadas del planeta”, que es lo que acabó sucediendo con el Tratado de Tlatelolco.

Desde otro costado, asuntos como la Crisis de los Misiles de 1962, que pusieron al mundo al borde de una catástrofe nuclear, también sirvieron de impulso para emprender caminos diplomáticos orientados a mantener a la región fuera de la amenaza que implicaría un enfrentamiento directo entre EE.UU. y su rival de entonces, la Unión Soviética.

A este respecto resultó decisivo el trabajo del mexicano Antonio García Robles. Abogado y diplomático, presidió a inicios de la década de 1960 la Comisión Preparatoria para la Desnuclearización de América Latina, cuyo resultado fue la firma del Tratado de Tlatelolco.

Su carrera inició en 1939 como funcionario de la Embajada mexicana en Suecia. Luego, tras cumplir labores en la cancillería de su país, participó de hechos trascendentes como las conferencias internacionales que dieron lugar a la formación de las Naciones Unidas (ONU) y la Organización de Estados Americanos (OEA).

En la década de 1970 fue nombrado canciller y desde esa posición continuó trabajando en pos del desarme nuclear, lo que le valió ser distinguido por la academia sueca con el Nobel de la Paz en 1982, convirtiéndose en el primer mexicano galardonado con esa distinción.

Redacción

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