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domingo, julio 13, 2025

Inventando un álbum familiar de las disidencias sexuales en América Latina

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¿Cómo llenar la ausencia de una memoria colectiva que casi no dejó huellas?

Un intento ya fue hecho por Hugh Nini y Neal Treadwell, quienes reunieron más de 300 fotografías de amor entre hombres entre 1850 y 1950, imágenes que dan cuenta de las relaciones homoeróticas en Estados Unidos, Europa, Rusia y hasta Japón por el oriente. Sin embargo, además del sesgo de género, el mapa trazado por dicha acumulación de retratos no alcanzó el sur del mundo, ya sea por desinterés de los autores o -la razón más plausible- la ausencia de imágenes que muestren relaciones entre personas de un mismo género en América latina.

Otras fotografías nos llegan desde fines de siglo XIX, en donde aparecen fugaces imágenes de amor entre hombres con los retratos de Fred Holland Day en Boston y Wilhelm von Gloeden, en las costas sicilianas de Taormina. El primero fue hijo único de un matrimonio de industriales, en tanto que von Gloeden, además de una herencia familiar contó con el apoyo de duques y empresarios, que financiaban sus fotografías homoeróticas de jóvenes pescadores y campesinos sicilianos. Además de los límites geográficos, raciales y de clase de esas imágenes, también debieron sufrir la censura de su época. El archivo de von Gloeden, mantenido desde su muerte por Il Moro, uno de sus efebos fotografiados, fue incautado por la policía fascista de Mussolini, perdiéndose más de la mitad de las 3.100 placas originales.

En el sur del mundo, particularmente en América latina, no se conocen trabajos similares en la misma época. Una ausencia en el álbum fotográfico de las diversas sociedades, que además de las limitaciones de clase y raciales para poder producir una fotografía, acechaban nubarrones de sanciones morales ante la expresión de cariñosos afectos homoafectivos.

Sin embargo, una forma de resistencia es inventar esas imágenes. A falta de un archivo visual, un gesto político es crearlo. Y para hacerlo, el artista visual Felipe Rivas San Martín, tensionó las configuraciones de la Inteligencia Artificial, con sus correspondientes sesgos, para producir imágenes de hombres racializados y de clase trabajadora besando, abrazando, acariciando, sonriendo con otros hombres; así como también mujeres indígenas juntando la punta de la nariz, uniendo sus labios o con sus manos entrelazadas.

Las imágenes cuajaron en el libro ‘Un Archivo Inexistente’ (Écfrasis ediciones, 2024), un ejercicio retrofuturista, según lo define Felipe Rivas, quien se afanó en explotar hasta el límite los sesgos raciales de los almacenes de datos (datasets), para lograr producir así un archivo de 108 fotografías de parejas homoafectivas latinoamericanas de principios del siglo XX.

Con imperfecciones, claro está.

Son imágenes que pueden enternecer, pero al mismo tiempo son presencias que perturban, ya sea por la irrealidad de su presentación o por hacer patente su exilio del atesorado álbum familiar. Sebastián Valenzuela, curador e investigador de arte, plantea en un texto introductorio que “al posicionarnos desde el sur global, aquellos imaginarios aun siendo inclusivos bajo una perspectiva de género, resultan distantes y ajenos, profundizando todavía más la sensación de pérdida y falta de pertenencia”. Eduardo Carrera Rivadeneira, curador e historiador del arte, dice que se trata de un “ejercicio retrofuturista”, como si fuese “una suerte de nostalgia artificial”. Lo relaciona con la idea del fracaso queer, colocado por el académico Jack Halberstam, como un modo de resistencia ante el énfasis de la sociedad dominante en el éxito y la prosperidad. Mariairis Flores Leiva, curadora y teórica del arte, comenta que se trata de “un archivo inconcebible”, pero que de alguna manera permite “imaginar un pasado”.

Hace años conocimos a Felipe Rivas como activista del Colectivo Universitario de Disidencia Sexual (CUDS), quienes a comienzos de siglo tensionaron las políticas de identidad sexual promovidas por el movimiento gay chileno. En una época en que circulaba el Manifiesto Contrasexual de Beatriz hoy Paul Preciado, Hija de Perra hacía sus primeras presentaciones en el Club Bizarro y fulguraba en la constelación marica chilena la figura de Pedro Lemebel. Mientras movimientos como el Movilh o el Mums apostaban por la integración, los del CUDS desordenaban los márgenes de las luchas de la diversidad sexual, convocando a las disidencias.

Han pasado varios años y el activista sexo-disidente culminó su carrera de artista visual, se doctoró en Arte en la Universitat Politècnica de València (UPV) y ha construido una obra en la intersección entre la crítica queer (dígalo con la lengua afuera, explicó en una de sus obras), el archivo, la tecnología y la decolonialidad. Ha expuesto en varios eventos de arte latinoamericano contemporáneo, participando recientemente en la feria de arte Zsonamaco, realizada en México. También ha publicado libros a partir de sus obras, como ‘Internet, mon amour: infecciones queer/cuir entre digital y material’ (Écfrasis ediciones, 2019), es co-autor de ‘La Biblia Artificial’ (Estudio San Martín, 2023); y sus reflexiones, en ‘Estatutos de la disidencia’ (2020).

-¿Qué te motivó a inventar ese archivo de parejas que nunca fueron?

– La motivación surge directamente del activismo y del arte, de mi participación en el Colectivo Universitario de Disidencia Sexual (CUDS), donde confrontamos la violencia del archivo hegemónico. En proyectos como aquel videoperformance en la Plaza de Armas -donde performeamos las descripciones homófobas del diario Clarín sobre la primera manifestación homosexual de Chile en 1973- o en la exposición «Multitud Marica»(MSSA, 2017), percibimos ese vacío: los pocos documentos existentes sobre disidencias sexuales eran relatos de criminalización, redactados por policías, jueces o psiquiatras. Eran archivos que nos narraban desde la mirada heterosexual, reduciendo nuestras existencias a «casos de inmoralidad» o «desviaciones». Lo que llamamos “archivo queer” muchas veces es realmente un archivo de la violencia heterosexual.

-Te afanaste en crear un archivo

– En CUDS aprendimos que «archivo» no son solo papeles: es la política de memoria de la nación, el repertorio cultural que legitima quiénes merecen ser recordados o incluso qué es lo que puede ser imaginado. Así, un archivo inexistente es una operación contra-arqueológica. Si el Estado y la sociedad civil borraron nuestras existencias positivas, yo usaría la IA para especular con esos documentos que nunca existieron, pero debieron existir. No como ficción escapista, sino como un acto de justicia epistemológica y de reparación técnica: restituir la posibilidad de un pasado donde el amor homosexual pudiera mirarse sin vergüenza, en la luz pública de un parque o de un taller popular. Era, en el fondo, responder a la violencia del archivo heteronormativo con la insurgencia de la imaginación política.

-¿Podrías contarnos cómo trabajaste? ¿Cómo fuiste modelando el algoritmo?

– Trabajé con Stable Diffusion, que es un modelo con datasets preexistentes cargados de sesgos hegemónicos propios de su configuración algorítmica y el universo limitado de imágenes de entrenamiento. Mi intervención fue bastante simple, básicamente a través de prompts, sin reentrenar la IA sino utilizando la herramienta tal como venía prefigurada. Por lo tanto el principal desafío fue lograr el resultado esperado a partir de esa intervención tan mínima en el proceso que es la elaboración del prompt.

-¿Y qué problemas te fueron apareciendo al comenzar a manipular los prompts?

– Ese proceso consistió en un ensayo y error constante para esquivar las respuestas normativas o hegemónicas o para decirlo en términos más técnicos, los resultados que respondían a la probabilidad más alta de acuerdo al criterio del sistema: al principio el algoritmo generaba parejas blancas y burguesas. Eso se debe a que un prompt del tipo “fotografía de 1920 de dos hombres tomados de la mano”, asociaba fuertemente la categoría “hombre” con la blanquitud y la fecha “1920” con imágenes de personas de clase alta que fueron las que mayor acceso tuvieron a la técnica fotográfica en el pasado. Si lo pensamos bien, el resultado inicial era sesgado, pero a la vez correcto, porque es muy probable que una fotografía real de 1920 de dos hombres tomados de la mano sea así, justamente de hombres blancos y de clase alta. Esos sesgos son la respuesta más probable, el reflejo matemático de las violencias y desigualdades históricas. Por lo tanto, el desarrollo del prompt para este proyecto fue un ejercicio de torcer la herramienta hacia sus bordes, buscar el resultado menos probable. Para hackearlo, desarrollé la estrategia del «prompt minoritario»: una semántica de resistencia que forzaba a la IA a salir de lo probable.

POTENCIAL POLÍTICO DEL ERROR

-En un texto de libro se cita al filósofo Juan Martín Prada respecto de la IA: “Si puedes decirlo, ahora puedes verlo” ¿Qué te provoca esa frase?

– Esa frase de Juan Martín la veo como una ironía, porque condensa la promesa y el riesgo de la IA, también el abismo entre lo que se imagina, lo que se pone en palabras y la imagen resultante. En este y otros proyectos, esa capacidad de hacer visible lo nombrado fue liberadora: permitió esbozar afectos homosexuales en espacios públicos latinoamericanos jamás documentados. O en otros proyectos me permitió explorar visualidades más abstractas para producir pinturas. Pero por otro lado, la frase oculta un peligro: asume que «decirlo» garantiza una representación justa, cuando en realidad el algoritmo distorsiona lo enunciado según sus sesgos. Por eso creo que la verdadera potencia está en usar la IA no para ilustrar lo decible, sino para desestabilizar lo visible hegemónico. La IA puede ser usada para repetir el mundo o para imaginar contra él. Y sobre el abismo de la representación, creo que la frase devela un juego interesante y fascinante en la relación humano-máquina porque desde la imagen mental con la que se inicia el proceso hasta la imagen-resultado que entrega el sistema, pasando por la traducción textual del prompt, hay una serie de procesos mentales y maquinales que están fuera de nuestro control.

-Las imágenes del libro denotan su condición artificial en los errores o deformaciones ya sea en las manos, el tamaño de los cuerpos, algunos brazos extraños. ¿Por qué esa elección por la imperfección y cómo lo conectas con lo que mencionas del fracaso queer?

– Las imperfecciones -manos de ocho dedos, cuerpos fusionados- no fueron solicitadas, sino que emergieron de los límites y desajustes técnicos de la IA al procesar información. Inicialmente quise corregirlas, pero descubrí su potencial político: militar en ese error desnaturaliza la «objetividad» tecnológica y encarna la epistemología queer del fracaso de una manera muy profunda. Estas distorsiones recuerdan la extrañeza que generan tanto la IA como las corporalidades disidentes para la mirada normativa. Pero además para mí funcionan como límite ético y político: al evitar el realismo pulcro, impiden que las imágenes borren la violencia histórica que hizo imposible esos archivos (como el riesgo de ficciones tipo Bridgerton que edulcoran el pasado). El error, así, sabotea la credibilidad ilusoria y mantiene viva la herida de lo que nunca pudo ser.

DEL CÓDIGO QR A LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL

-Si bien, pese a que hay ausencias, podríamos pensar obras anteriores tuyas en las que trabajaste con informática, que fueron delineando un camino hasta la IA. Pienso por ejemplo en el proyecto “Queer codes’ (2011) en los que exploraste el código QR

– Sí, claro, Queer Codes fue una serie que inicié en 2011 y que de alguna manera prefigura muchas de las preocupaciones que más adelante desarrollé con la inteligencia artificial. En ese momento me interesaba mucho el código QR, no sólo como tecnología “emergente” sino también como imagen, como signo raro, misterioso. Lo veía en la calle y me fascinaba lo que generaba: ese “¿y esos cuadraditos negros qué son?”, que escuchaba en el Metro, era casi una metáfora del tipo de interrogación que me interesa en el arte y que resuena tan intensamente con lo queer, la rareza y el extrañamiento.

-¿Cuéntanos un poco de qué trató Queer Codes?

– Con Queer Codes lo que hice fue apropiarme de esa tecnología de los códigos QR, que para mí venía de la publicidad y de la lógica de mercado (pero que originalmente había surgido de la industria automotriz japonesa), y desviarla hacia la obra artística. Empecé a pintar esos códigos como si fueran abstracciones geométricas, pero en realidad eran códigos que se podían escanear con un celular y te llevaban a otros contenidos: videos, poemas, performances, algunos míos, otros también de archivo. Es decir, una obra te podía llevar a otra, creando una especie de laberinto queer de enlaces y que además era una forma de encriptar mensajes disidentes en una apariencia “neutral” o abstracta, como si fuesen caballos de Troya.

– El código QR como una puerta.

– Me interesaba mucho ese juego entre lo material pictórico y lo material electrónico digital, entre lo visible y lo que está más allá de la imagen, y también lo político de eso: por ejemplo, algunos QR llevaban a sitios porno, otros a definiciones de neoliberalismo, otros a performances disidentes. También hubo una reflexión sobre el acceso y una especia de premonición aceleracionista sudaca: en 2011 sólo un 30% de la población en Chile tenía smartphones, entonces mucha gente no podía “leer” esos códigos, lo que abría preguntas sobre la tecnología, la exclusión, y la experiencia estética mediada. Hoy en Chile el promedio es de 1,4 smartphones por persona. Y bueno, en perspectiva, creo que ese proyecto ya contenía muchas de las preguntas que hoy trabajo con la IA: el código como forma de producción de sentido, la relación entre tecnología y subjetividad, los dispositivos que nos leen y a los que también intentamos leer. En ese momento era el QR, ahora es el algoritmo, pero la pregunta sobre el código sigue siendo central.

– En 2015 volviste a ‘El Huaso y la Lavandera’ de Mauricio Rugendas. ¿En qué búsqueda andabas en aquella época?

– Hay ciertas imágenes sobre las que vuelvo recurrentemente, que son muy pregnantes en mi trabajo. Una de ellas es el cuadro “El huaso y la lavandera” de Rugendas. Se pintó en 1835 aproximadamente y corresponde a una imagen costumbrista que contribuyó a crear el imaginario visual de la nación en el proceso de formación de la república posterior a la independencia del reino de España. De hecho, varios países latinoamericanos contrataron a Rugendas para realizar el mismo trabajo. Ese es un primer dato importante: Rugendas era alemán, por lo que el imaginario nacional (el paisaje, las costumbres y la gente) de Chile y de Latinoamérica se describió desde el ojo de un europeo. Ese pequeño cuadro en concreto, que está en la colección del Museo de Bellas Artes, es una escena heteronormativa y de roles de género muy definidos con el huaso a caballo arriba de la imagen y la mujer abajo lavando en el río. En 2010 para el bicentenario nacional y en un circuito de Disidencia Sexual en ARCIS, realicé un performance que se llamaba “Labandera” y consistió en lavar la bandera chilena con cloro y con la proyección del cuadro. Tenía algo medio ochentero el gesto, hasta quedar con las manos llenas de llagas por las quemaduras del cloro. El video de esa acción se subió a Internet e hice una bandera chilena con un código QR que reemplazaba a la estrella y enlazaba a esa acción. En 2014 la bandera se hizo material, confeccionada en tela. La imagen a la que te refieres es de una serie que prestaba atención al signo de reconocimiento biométrico que me parecía muy disruptivo como señal que interrumpe la imagen con su gráfica fría y a la vez es una especie de síntoma del devenir algorítmico de la imagen que hoy es ya una condición hegemónica.

– En España salió tu obra ‘Errores de Goya’ (2022), respecto de la que hablas de la IA usada como una “prótesis de la imaginación”. Si nos puedes contar más sobre ese proyecto…

– «Errores de Goya» (2022) es una serie de pinturas al óleo que empecé a desarrollar a raíz de mi curiosidad por usar la Inteligencia Artificial como parte de procesos creativos en pintura, que es un medio al que vuelvo constantemente con la estrategia de confrontar viejos y nuevos medios. Así ocurre por ejemplo con las “Pinturas de Interfaz” que son cuadros de capturas de pantalla web hechos en óleo y acrílico sobre tela. En 2022 aparecieron los modelos generativos en un formato más accesible al público, y yo los comencé a explorar para producir un imaginario más abstracto que sirviera como bocetos digitales de futuros cuadros, porque me interesaba explorar un tipo de pintura enfocada en lo material y gestual pictórico. Tenía muy en mente a Francis Bacon y en general a la neofiguración de la segunda mitad del siglo XX, que es un periodo de la pintura que me fascina; también en Chile a Enrique Zañartu cuya obra conocí en el taller de restauración de Alejandro Rogazy. En esas primeras experimentaciones con la IA generativa surgió la idea de que podía entenderse como una especie de prótesis de la imaginación, en el sentido literal de una “prótesis” expansiva porque en este caso la IA expande la capacidad de imaginación visual.

– La Inteligencia Artificial como una prótesis…

– También es como un ejercicio de posthumanismo precario porque es muy simple en términos técnicos, pero expone un tipo de relación humano-máquina que elude las fantasías de superación de lo humano por la técnica. En esos casos comienzo de una idea conceptual y tecno-poética, que no alcanza a ser una imagen mental sino una especie de intuición. Eso se escribe en la forma de un prompt que se introduce a un modelo generativo para generar una imagen, que a su vez sirve como boceto para un cuadro. Si te fijas en este caso la IA es parte de un sistema generativo, una prótesis para expandir la capacidad de generar imágenes. Cuando le comenté de estos trabajos a Valentina Montero ella estaba justo preparando la curaduría de la muestra «Se escucha pixelado» en Factoría Santa Rosa, donde exploraba el error tecnológico y fue ella quien me sugirió vincular la idea con la pintura de Goya, porque es un autor muy complejo con periodos contrapuestos y que fue muy criticado en su época justamente por su técnica supuestamente “defectuosa”. Me puse a jugar con modelos de IA generadores de imágenes, usando un prompt que indicaba representar el concepto de error y de glitch en la pintura de Goya. Bueno, la IA me devolvió estas imágenes fascinantes y extrañas de personajes monstruosos y fantasmales que son el resultado de un procesamiento del data set que probablemente mezcla imágenes del Goya de los retratos a la nobleza europea con el Goya de las obsesiones con la muerte, intensificados por el peso estadístico y visual de palabras como “error” y “glitch”. Tomé esas creaciones algorítmicas y las traduje a óleo sobre tela, No son copias fieles, sino mi interpretación material, física y gestual de esos «errores» generados por máquina. Al final, el proyecto se convirtió en un circuito: un diálogo entre la historia del arte (con Goya como punto de partida), la informática (con sus IA y glitches) y mi propia mano pintando.

– En relación a esa obra anterior se pueden apreciar tanto continuidades como discontinuidades en ‘Un archivo inexistente’, ¿o también podría ser un cierre de ciclo?

– Creo que en esta época expansiva y aceleracionista de la técnica, tiene más sentido que nunca insistir en el archivo y en medios tradicionales y “lentos” como la pintura por ejemplo. En ese sentido he experimentado este momento de la IA como una posibilidad de retorno a elementos que han estado siempre presentes y que movilizan mi deseo. En el fondo estos coqueteos con la novedad tecnológica son una excusa para retornar a lo mismo, una y otra vez. El concepto de “retrofuturismo” condensa un poco eso. Y en una dimensión más política, la palabra “tecnología” refiere no sólo a los dispositivos técnicos, sino que también es un concepto recurrente del pensamiento crítico contemporáneo y activista. Hay muchas metáforas tecnológicas que se usan para analizar el poder: máquina, dispositivo, ensamblaje, cyborg. Y esa dimensión crítica y conceptual de lo tecnológico, como clave para analizar el poder, también atraviesa todo mi trabajo.

Por Mauricio Becerra R.

El Ciudadano

Redacción

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