Traspasas la puerta giratoria y entras en otro planeta, en un mundo más amable que recibe al visitante con un abrazo fresquito de cinco estrellas. El aire acondicionado a todo plan alivia tanto a los huéspedes como a los maleteros y botones que atienden en la entrada del hotel Ritz… Perdón, el Palace. A los barceloneses nos cuesta mucho desterrar el nombre de Ritz, aun cuando el establecimiento perdió el marchamo de la marca en 2005 tras un largo litigio entre la cadena Husa y los herederos de los antiguos propietarios, la familia Muñoz Ramonet. Hubo que cambiar la vajilla, los papeles con membrete, un lío al cabo, pero la casa no ha perdido ese regusto old style ni el privilegio de constituir tal vez el hotel con más solera de Barcelona, cuajado de fantasmas e historias excitantes.
Tanto los ujieres como el resto del personal del hotel tienen por lema el ver, oír y callar
Detrás del mostrador de roble, Francisco Racero, jefe de conserjería, da la bienvenida con una sonrisa acogedora, enfundado en su levita, confeccionada en Londres, con tres cintas doradas en la bocamanga. El Palace es el único hotel en la ciudad con ujier las 24 horas y llaveros a la antigua, que pesan lo suyo. Con 42 años de oficio a las espaldas, Racero ha terminado por desarrollar una especie de escáner en la mirada: así un cliente atraviesa el umbral, podría aventurar la nacionalidad e incluso sus gustos. Los caza al vuelo. Pasa una joven de piernas larguísimas: rusa. Pasa un matrimonio anciano: judíos neoyorquinos, a buen seguro (ella se da un aire a la escritora Vivian Gornick). Entra un grupito en pantalones cortos y chanclas: cruceristas norteamericanos.
Un truco de observación infalible se lo inculcó su primer jefe, Emilio Vidal, quien había entrado a trabajar en 1944, cuando Bernard Hilda (el violinista espía que salvó a tantos judíos), su orquesta y su swing melódico amenizaban las veladas en La Parrilla del Ritz, el gran salón de baile de la posguerra. Le dijo: «Si entra un individuo que no te da muy buena espina, que te hace dudar, obsérvale los zapatos». El calzado delata al mangui y al impostor, no tanto por el lustre, que también, sino por el desgaste del tacón.
Pupilas como taladros. Aunque la máxima de los bedeles y de todo el personal pasa por la reserva del ver, oír y callar, en algún caso no fue así. Se da la circunstancia de que, durante la segunda guerra mundial, un conserje llamado Ubaldo de la Fuente Ramos trabajó de agente doble para los servicios de información nazi y para los aliados desde su puesto vigía. Ese será el papel de quien suscribe en la próxima semana: jugar a los espías y contar hasta donde se pueda y nos dejen.
Racero ha vivido situaciones de lo más variopinto, como la de una pareja que dejó de hablarse durante una estancia y ella terminó durmiendo en otra habitación. “Puede que lo comentes entre los compañeros, pero de cara al público sigues como si nada, mirando hacia otro lado”. ¿La petición más extravagante? Un cliente japonés cuyo vuelo había aterrizado con retraso llamó desesperado, exigiéndole “que se parase el partido entre el Barça y el Chelsea. ¡Ni que yo fuera Guardiola!”. El percance más desagradable, un intento de suicidio. Lo contamos en la próxima entrega.
Xavier Cugat, ‘Cugui’, un huésped fijo
Racero tenía 16 años cuando entró a trabajar al Ritz como ordenanza, con un uniforme rojo al que un antiguo director añadió un sombrerito como el del Botones Sacarino. De esa guisa tenía que sacar a pasear a los dos perros de Xavier Cugat, dos samoyedo blanquísimos (luego tuvo chihuahuas).

La caricatura dedica por Xavier Cugat
LIBRO DE FIRMAS DE HOTEL PALACE
El director de orquesta, que pasó en el hotel los últimos años de su vida, dejaba aparcado en la acera su Rolls Royce de color champán. Como no andaba boyante, a veces pagaba con dibujos, parecidos al que trazó en el libro de firmas en 1978