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martes, julio 22, 2025

Murió Jorge Aulicino, ante todo «un titán de la poesía y el periodismo cultural»

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La sonrisa de Jorge Aulicino implicaba más que nada a sus ojos; aparecían unas rayitas al costado y se le estiraban un poco las cejas; en el medio surgía una arruga con forma de comilla simple. Era la mirada lo que más cambiaba. Se ablandaba. De lejos podía parecer a veces que siempre iba con gesto serio, tal vez hosco. Los ojos más negros, sin rayitas al costado, la comilla en bold. Tuve el privilegio de haber estado un poco cerca. De recibir ese gesto de ternura recia y, modestia aparte, hasta de arrancarle alguna carcajada.

Auli fue ante todo poeta. Un gran poeta, referente absoluto, además de impecable y Premio Nacional en 2015. Auli fue ante todo traductor. Uno enorme, que entre otros hitos trajo al español La divina comedia, de Dante Alighieri. Auli fue ante todo periodista cultural. Uno de trayectoria rutilante, que incluye por ejemplo, así como quien no quiere la cosa, haber sido uno de los impulsores y columnistas principales de la Revista Ñ y colaborador frecuente de Diario de poesía.

En realidad, todo lo hizo ante todo. Con un compromiso inmenso. Riguroso y exigente, por amor a eso que hacía. Porque también fue, ante todo, amigo de sus amigos, tío prestado de la generación de poetas del 90, pieza clave de la literatura como autor, y lector, y reseñista crítico. La comilla de su entrecejo estaba ahí porque siempre tenía algo en mente.

Lo de siempre

Barrio porteño de Almagro, café cortado en jarrito, la pipa. El mozo de Sánchez & Sánchez, en Sánchez de Bustamante y Rivadavia, que le decía “te traigo lo de siempre” al verlo llegar. Mesita afuera para fumar. A veces el Dambleé, un restaurante justo enfrente, “que funciona como bar y es más fresco en verano”.

Jorge Aulicino, traductor de La Divina Comedia. Foto: Hernán G. Rojas
Jorge Aulicino, traductor de La Divina Comedia. Foto: Hernán G. Rojas

Eso me avisó en enero de 2023, cuando le pedí de juntarnos a charlar sobre Irene Gruss, para escribir la biografía de su gran amiga de toda la vida, desde sus inicios antes de los 20 años en el mítico taller literario Mario Jorge De Lellis, a inicios de los 70.

“¿Es posible que ya nos conociéramos? Por andanzas periodísticas”, preguntó cuando lo contacté, como respuesta a mi presentación demasiado formal, temerosa. Al instante Auli desarmaba cualquier prurito con calidez. “Es un poco más caro, te invito yo”, avisó después.

Fuimos a ambos. Distintos días. Hablamos de Irene, pero también de chismes del mundo de la poesía, de redacciones, de cómo fumar bien en pipa, del barrio y todo fue fácil. Divertido. Cariñoso.

Para mí, Aulicino siempre fue un titán de la poesía y el periodismo cultural, dos áreas en las que trabajo, buceo, exploro. Se lo dije. Dio una cachetada al aire, la mano bajó en el aire italianamente, desestimando el rótulo, pero los ojos se pusieron blanditos al recibir el elogio. Ahora viene esa imagen. El 11 de agosto iba a cumplir 76 años. Hace tres días estuve hablando de él con un amigo común. Un poco antes le había chateado algo cariñoso, que nunca vio. Hace un tiempo supe que estaba enfermo, así que me aliviaba cada vez que lo veía aparecer en Facebook, con algún post. El último fue el 3 de junio.

Jorge Aulicino, traductor de La Divina Comedia. Foto: Hernán G. Rojas Jorge Aulicino, traductor de La Divina Comedia. Foto: Hernán G. Rojas

Tristeza inmensa

Igual me deja helada su muerte. La esperaba, pero no quiero creerlo. ¿Auli es ahora un recuerdo? Que tristeza inmensa. ¿Qué se dice? Algo entre el periodismo y la poesía. ¿De qué forma se escribe? Un poco hosco, repleto de ternura. ¿Cómo se logra? “Camina la materia/ antes que la energía de cada uno./ Una especie de estado intermedio/ entre lo sólido y el gas./Lo estrictamente humano es un vacío/ en donde atruena el río”. Ese el inicio de un poema breve, que está en su libro Mar de Chukotka. Es contundente y preciso, como él. Así se hace, tal vez.

Cuando presentamos El corazón del asunto le pedí a Aulicino que dijera unas palabras. Otra vez sentí ese miedo. A ser desubicada, más que nada. De nuevo fue adorable. Me mandó un mail largo, con una devolución detallada y generosa —incluye un elogio que me tatuaría en el brazo con el que escribo, “usaste las armas del periodismo y de la literatura”, y un consejo que intento llevar como bandera y advertencia: “No sé por qué tu generación no mantiene la congruencia de los tiempos verbales cuando usa el subjuntivo”— y después vino al evento con la mirada blanda, la comilla simple en itálica.

En el retrato biográfico sobre Irene juego por momentos a que ella es un fantasma y charlamos sobre el proceso de escritura. Fue un ejercicio lúdico basado en hechos reales, porque hablo de verdad cada tanto con doña Gruss, la escucho a veces. Ahora la veo tomando café, fumando su puchito, saludando con la mano desde la mesita de la vereda de Sánchez & Sánchez a Auli, que llega con su pipa, se sienta, pide su cortado. La energía de cada uno, y un vacío.

Redacción

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