Nayib Bukele dice tener línea directa con el pueblo. Al cabo de cuatro años en la presidencia de El Salvador, el mandatario ya no oculta que su intención es la de perpetuarse en el poder. O, por lo menos, permanecer amarrado a él el todo el tiempo posible.
Para conseguir su objetivo se votó enmendar la Constitución en un parlamento cuyos miembros de su partido, Ideas Nuevas, tienen mayoría. Con 57 votos a favor y 3 en contra, se aprobó la reelección presidencial indefinida, ampliar el mandato de 5 a 6 años y eliminar la segunda vuelta electoral. O sea, Bukele, que ganó las elecciones en 2019, ya se ve instalado de modo permanente y, al menos hasta ahora, el grueso de la sociedad salvadoreña no ve peligro alguno porque su prioridad es que se mantenga la seguridad que el gobernante impone con medidas severas que vulneran el Estado de derecho.
Aunque la mejora de la economía en el país centroamericano todavía es una asignatura pendiente del actual presidente, los electores están dispuestos a ignorar los abusos de derechos humanos que denuncian organizaciones como Human Rights Watch si a cambio hay control en las calles. Ciertamente, la mano dura del gobierno, con una mega cárcel, el CECOT, que hoy alberga a cientos de presuntos criminales, ha obtenido los resultados que ansiaba una población atemorizada por el crimen organizado.
Bukele sabe que goza de popularidad y hasta algunos gobiernos de la región quisieran emularlo para combatir el crimen que los azota. Por eso no ha dudado en lanzar el órdago de la reelección indefinida, una tentación, por cierto, que no es nueva en América Latina: en su día lo consiguió Hugo Chávez en Venezuela y en Nicaragua también se las agenció Daniel Ortega para atornillarse al poder hasta el día de hoy. No solo en la izquierda surge esta pretensión mesiánica.
Al presidente salvadoreño le ha salido bien una jugada que ya contemplaba cuando ganó hace seis años y ahora se burla de las advertencias de organizaciones de derechos humanos. Bukele le resta importancia y afirma que sus detractores lo atacan por tener prejuicios contra “un país pequeño y pobre”. Sin embargo, las voces de alarma suenan ante una deriva cada vez más autoritaria que le da carta blanca para hacer y deshacer a su antojo.
La prepotencia de Bukele se multiplica por el respaldo que tiene de su homólogo estadounidense. Donald Trump y el salvadoreño se admiran mutuamente. Ambos creen en la fórmula de la mano dura y arbitraria. Los dos manejan el discurso populista y no se arredran a la hora de moldear la realidad a sus intereses. El Despacho Oval está abierto para él, porque a cambio hace de cancerbero de las personas que Estados Unidos deporta y deposita como fardos en el temido CECOT, sin importarle a la administración Trump si las expulsiones cumplen mínimamente con las leyes internacionales, ya que ni siquiera acata los dictámenes de los jueces estadounidenses. Su socio salvadoreño lo hace cobrando y hasta ofrece su enorme prisión al mejor postor.
Cuando Nayib Bukele irrumpió en el panorama político con el lema de “Ideas Nuevas”, lo que más ocupaba su ambición era convertirse en el “dictador más cool”. En aquel momento lo dijo medio en broma, pero ahora va en serio. No hay nada “cool” en su última embestida.
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