A veces, en verano, si camino por el bosque y percibo olor a resina o a hinojo, me acuerdo de cuando era un chaval de pelo largo, enamoradizo y solitario. Justo después de comer, indiferente al sol que caía a plomo, me iba en bicicleta o en vespino hasta las ruinas de Ullastret, a pocos kilómetros de La Bisbal, mi pueblo. La formidable ciudad ibérica, levantada en un cerro sobre una laguna que fue desecada en el siglo XIX, había sido excavada por el doctor Oliva y Prat, pero seguía expuesta al abandono. Podía pasear libremente por las callejuelas de las arcaicas casas de los indigetes, admiraba silos y cisternas y subía al Puig de Sant Andreu.
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