Nada en este barrio parece fuera de lo normal. Estamos en el Palomar, ciudad de Salto. Es un martes tibio de agosto, ya se acerca la hora de la siesta y la calle se mece en una calma imperturbable. A mitad de cuadra, en una casa sencilla, la más sencilla que uno podría describir, está oculto Juan José Sant’Anna, el exsacerdote uruguayo denunciado por abusar sexualmente de treinta niños que tenía bajo su cuidado en un internado de Bolivia. Sant’Anna lleva más de 17 años prófugo de la Justicia de ese país. No lo han detenido, a pesar de que encontrarlo no es ningún misterio. Siempre ha estado en el mismo lugar. En el más evidente de todos. Se esconde en la casa de sus padres.
Durante todo este tiempo, ha intentado convertirse en un hombre invisible. Pasa el día encerrado. A veces, cuando cae el sol, algún vecino lo ve dar una vuelta a la manzana. Y después vuelve a su cueva.
En Salto, una ciudad donde las personas suelen conocerse entre sí, en especial quienes integran la comunidad católica, nadie parece saber quién es él, ni el secreto que arrastra.
—Acá sinceramente si usted pregunta no le sabrán decir quién es —asegura el sacerdote José García, a cargo de la Catedral de Salto desde 2009.
Ni siquiera él lo conoce, dice.
Pero sí ha leído lo que se publica desde hace años en la prensa extranjera y ocasionalmente en la local. Es que la gravedad de los delitos de los que fue denunciado, la polémica actuación de la Iglesia Católica de Bolivia, la sospecha de una fuga orquestada, la posterior inacción de la Justicia y la impunidad de la que goza Sant’Anna volvieron a este caso una cita obligada cada vez que ocurre en Bolivia una nueva denuncia contra un religioso, un hecho dolorosamente frecuente.

Foto: Erick Ortega.
Visto así, Sant’Anna parece el habilidoso ejecutor de un crimen perfecto. Pero no lo es. Quien busque encontrará su domicilio, incluso en internet. Un tiempo atrás, dos periodistas fueron a golpear su puerta. Primero, lo sorprendió Diego Guillermo Fernández del diario La República. En abril de 2010, publicó una breve conversación en la que Sant’Anna admitía las acusaciones. “Son ciertas. Es lo que te puedo decir…; sabés una cosa, estoy muerto”, cita el artículo.
Según reconstruyó El País, una fuente policial le había advertido a Fernández de un inusual pedido de Interpol a la Jefatura de Salto: debían vigilar a un cura que habría cometido delitos de pederastia en Bolivia mientras se concretaba su extradición. Pero eso no pasó.
Varios años después, en 2023, otro periodista vino a buscarlo. Erick Ortega llegó desde Bolivia determinado a averiguar por qué nunca se había ejecutado la orden de aprehensión en su contra y, para su sorpresa, encontró a Sant’Anna con la guardia baja.
El exsacerdote le dijo que estaba “recontra arrepentido”. Que no leía lo que se publicaba de él. “Ni siquiera he querido informarme de lo que pasa, de lo que dicen de mí. Hay cosas que serán verdad y las que no (…)”. Que se pregunta qué le pasó allá. “Yo me pregunto qué me pasó para terminar así, para desbarrancarme de esa manera, no sé no, no lo sé, no lo sé. Aún hoy me sigo preguntando no sé qué me pasó. Y frente a este terrible drama yo solo puedo mirar a mi familia.” Que no lo supera. Que dejó de vivir después de que pasó eso. “Es a lo que alcanzo a hacer: mirar a mi familia y pensar que mañana voy a seguir con ellos acá. Mis padres, los dos son mayores y, ¿te imaginás si me llega a pasar algo a mí cómo va a repercutir en ellos?”. Que la culpa le pesa. “Toda mi familia me ha contenido. Lo han sufrido conmigo y yo lo he sufrido con ellos, lo seguimos sufriendo hasta hoy y tratamos de apuntar día a día como podemos porque es una herida que no cierra nunca, no, no cierra nunca; pero bueno.”
No le preguntó por las víctimas.
Nunca les pidió perdón.

Foto: M. Solomita.
Unos días atrás, después de varios meses rastreando los pasos que llevaron a Sant’Anna a Bolivia y lo que allí sucedió, El País fue hasta su casa. Es posible que le hubieran avisado, que entre todos los consultados alguno le haya advertido que se prepare. Tal vez por eso, su primer impulso fue evitarnos. Uno de sus hermanos, avergonzado, dice que no está. Más tarde, su padre termina la conversación con un portazo. Pero al tercer intento, el excura da la cara.
Luce débil, aunque apenas pasa los 50. Camina lento hasta el portón. Da las buenas tardes, intenta sonreír. Usa pantuflas. Guarda las manos en los bolsillos de un gastado pantalón deportivo. Los ojos claros encapotados en una nebulosa. La voz es un hilo que se rompe.
Escucha.
Titubea.
Empieza así:
—Yo no sé qué decirles… Preferiría no decir nada. Y con todo el tiempo que ya pasó, con más razón todavía, ¿no?
Juanjo, el tímido.
No fue fácil para Sant’Anna convertirse en sacerdote, al menos cuando lo intentó en Uruguay. El único vínculo que se le conoce con la Iglesia Católica uruguaya comenzó en 1989 cuando ingresó al aspirantado de la Congregación Salesiana. Según información a la que accedió El País, los comentarios que figuran en el archivo sobre su comportamiento en los primeros años hablan sobre todo de “dificultades para la vida en comunidad”.
Era demasiado tímido.
“Juanjo era una persona muy para adentro. Como que estaba en la suya. Era un tipo cero complicado en la convivencia, pero como que no comunicaba, muy introvertido, solitario. Hacíamos comidas compartidas y a él como que le costaba. Iba y se quedaba callado”, cuenta un antiguo compañero del seminario que pide mantenerse en el anonimato.
Su forma de ser se contraponía a la energía festiva y sociable de los salesianos, eso era evidente en instancias como las de corrección fraterna, en las que Sant’Anna “tomaba mate y se quedaba ahí, sin participar de las conversaciones”.
En todo caso se refugiaba detrás de la cámara, sacando fotos de los encuentros a pedido de sus formadores. “Es que tenía una beta creativa en la que era brillante”, apunta el que fue su compañero. Le gustaba escribir historias y pintar, pintaba cruces y a Jesucristo crucificado. Y era, recuerdan distintos consultados, un buen jugador de fútbol: una habilidad que en el futuro usaría a su favor.

Foto: Matías Rocha.
En la generación de Sant’Anna también estaba Leonel Burone, sacerdote convertido en asesor del Ministerio de Desarrollo Social. Burone recuerda que “cumplía en lo que es estudio y lo más académico, así como las prácticas comunitarias, pero en el vínculo era más bien callado y por eso mismo terminó desvinculándose de los salesianos, donde lo vincular es lo más característico nuestro”.
A Juan José, la congregación terminó cerrándole la puerta, pero antes tuvo algunos comportamientos que, cuando pasó lo de Bolivia, resonaron en la memoria de los que lo habían conocido.
La otra cara.
Entre 1995 y 1996 Sant’Anna cursó el período de “tirocinio”, es decir las prácticas que realizó primero en el Colegio Maturana y después en Talleres Don Bosco. Los comentarios que figuran en su archivo respecto a su desempeño en esta etapa van en la misma línea, “se menciona su dificultad para el trabajo y los vínculos en equipo”, informan desde la Inspectoría Salesiana.
De este período, El País recopiló relatos —de compañeros de estudio que fueron “animadores” junto a él, y también de alumnos— que opacan el perfil bajo, inofensivo, del joven Sant’Anna.
Empecemos por Don Bosco.
Sin revelar su nombre, un estudiante del seminario que realizó la práctica con Sant’Anna cuenta: “Vimos que tenía cierta preferencia por algunos alumnos en el vínculo, como que tenía sus preferidos, cuando nos formaban justamente en el sentido contrario, de que no había que dejar a ninguno en banda”. “En el trabajo pastoral, muchas veces era como que se concentraba con uno o con dos, varones, y lo jodíamos a veces, tomándole el pelo. No sé si éramos boludos o ingenuos, pero le decíamos algo así como ‘Juanjo, ¡tenés tus pollitos!’”.
Algo similar pasaba los fines de semana, cuando la clase visitaba barrios humildes. “Él ponía el foco en unas familias. Se preocupaba más por esos gurises y como que por los otros, no”.
En el Maturana, en tanto, Sant’Anna mostró una personalidad renovada.
Así lo recuerda un exalumno que junto a un grupito de cuatro o cinco liceales solían pasar tiempo con él: “Para nosotros él era Juanjo. Tendríamos, 12, 13, 14 y él nos llevaría unos 10 años. Era muy buen futbolista, para arrancar. Todo el mundo lo admiraba por eso. Estábamos todo el tiempo jugando con él. Había otros animadores pero eran más serios, o más tímidos, pero Juanjo no: él era todo lo contrario”.
Para los chicos, “era uno más”. “Juanjo siempre estaba ahí en la vuelta”. Pronto a estos estudiantes se les hizo rutina quedarse después de clase en el colegio para jugar al fútbol con el animador. “A veces nos facilitaba el ingreso a lugares”, continúa la fuente, por ejemplo los invitaba a usar la codiciada sala de serigrafía. Después, Sant’Anna instaló una nueva movida: “Una vez por semana nos invitaba a un salón del colegio a ver películas con él”.

Foto: M. Rocha.
“Nunca pasó nada, y vimos decenas de películas juntos, pero después, leyendo todo lo que pasó en Bolivia, nos saltó esto de las películas, porque lo convirtió en una especie de modus operandi”, plantea este exalumno.
En Bolivia, los niños contaron que Sant’Anna los invitaba a ver videos en su cuarto, cerraba la puerta con llave y entonces abusaba de ellos.
Entre el aspirante a cura y esos alumnos adolescentes la relación se afianzó aún más. Juanjo empezó a acompañar a los chicos a sus casas, cuando finalmente todos se marchaban del colegio. Vivían a pocas cuadras de distancia de la institución, y entre sí. “De repente, con uno de nosotros, el que vivía más lejos, empezó a pasar que subía a su apartamento acompañado por Juanjo, y él lo esperaba mientras nuestro amigo se bañaba o se cambiaba de ropa, y después se iban a otro lado”.
Enterados estos padres de la situación, alertaron a los otros del grupo. “Me dijeron que tuviera cuidado, que era raro que estuviéramos solos con él en una casa. Y entonces pasó otra cosa. Una tarde, después de la tradicional recorrida por las casas, Juanjo invitó a uno de mis amigos a ver el atardecer y él le dijo que no. No nos gustó. Y ahí cambiamos completamente nuestro vínculo. Poco tiempo después, no lo vimos más”.
En el archivo de la congregación no figura nada al respecto de estos episodios. Incluso, según la cronología proporcionada para este informe, luego de su pasaje por el Maturana, Sant’Anna realizó la práctica en Don Bosco. El País consultó a las autoridades del colegio si tenían algún conocimiento de estos relatos, pero no obtuvo respuesta.
Como sea, un tiempo después, durante la etapa de estudio de la Teología, Sant’Anna abandonó la congregación. “Lo hizo tras una serie de valoraciones críticas por parte de sus formadores que apuntaban a que no fuera a ser ordenado sacerdote en los salesianos, en la línea ya mencionada de dificultades para la vida comunitaria”, aclara el actual inspector Francisco Lezama.
Por aquella época, el cardenal y arzobispo de Montevideo Daniel Sturla era formador en el seminario. Lo conoció a Sant’Anna. Consultado sobre su salida, dice: “Hasta donde yo sé no fue admitido a continuar y dejó la congregación (en 1999). Tuve después noticias de que había sido ordenado sacerdote en una diócesis de Bolivia. Y después rumores de lo que había sucedido allí”.
Acá es cuando la historia se oscurece.
El “padrecito”.
Tapacarí significa “nido de hombres”. Es una provincia pequeña, antigua, cercana a Cochabamba; una zona alta y árida que reúne a unos 23.000 habitantes, campesinos quechuas y aymaras que cultivan la tierra y crían ganado. De cada dos personas, una es pobre. Las calles son de piedra y tierra; las casas, de barro y madera. Llegar es complicado: es un camino largo y espinoso. Si las lluvias son fuertes, el pueblo entero queda aislado. Por geografía y economía podría decirse que Tapacarí ha vivido, en buena medida, de espaldas al mundo.

Foto: Erick Ortega.
A esa tierra llegó Sant’Anna en 2005. Tenía 36 años, melena rubia, barba castaña, ojos claros, buena altura y habilidades futbolísticas. Lo llamaban el “padrecito”. Dirigía el ala masculina del internado Ángel Gelmi, que en ese momento albergaba a 72 varones —de un total de 125 alumnos, incluyendo a las niñas— de entre 8 y 17 años. Aún hoy este centro religioso educa y también alberga a algunos de los niños más humildes de la zona y de otras comunidades lejanas, confirma el alcalde tapacareño Bernardo Mamani.
Ortega, el periodista que en 2023 golpeó a la puerta del excura en Salto, visitó el pueblo y entrevistó a quien fuera su intendente. El hombre le dijo que el padrecito también oficiaba misas en el templo, que andaba acompañado de un perro, siempre tomando mate, rodeado de un grupito de chicos: “Estaban en todos lados juntos”, le contó.
Tenía una buena vida.
De vuelta en Salto en 2025, le pregunto a Sant’Anna por qué fue a Bolivia.
—Yo… porque…
Duda. Pareciera que quiere responder, contarlo todo, pero se contiene.
—¿Sabés qué? Yo prefiero no hablar nada de mí.
En noviembre de 2007, cuando el caso ocupó la primera plana de la prensa de Bolivia y repicó en los medios locales, los chicos del Maturana se hablaron entre sí, se preguntaban si habían tenido suerte —“si habría hecho una especie de testeo con nosotros”—, mientras que los antiguos compañeros de seminario empezaron a reconstruir el rompecabezas de Juanjo, preguntándose cómo es que había terminado ordenándose cura en Bolivia.
Recordaron que les hablaba de un estilo de vida consagrada entre los pobres, que les había mencionado a Los hermanitos de Jesús (también conocido como Los Hermanitos del Evangelio), un grupo europeo instalado en Bolivia que insertaba a sus sacerdotes en comunidades marginales.
“Por eso él fue a Cochabamba. Pero por razones que desconocemos no ingresó a ese grupo, sí lo hizo al clero secular”, averiguaron. El arzobispo de Cochabamba era monseñor Tito Solari, un misionero italiano de la orden salesiana.
Salesiano: como aspiraba Juanjo.
Aquel noviembre fatídico, fue Solari el que dio la brutal noticia en conferencia de prensa. Sant’Anna ya había escapado. “Con profundo dolor, tengo que comunicar que uno de nuestros sacerdotes ha cometido abusos deshonestos contra menores albergados en uno de nuestros internados”, dijo. Pidió perdón. Prometió colaborar en la investigación penal. Brindar un acompañamiento psicológico a las víctimas. Y tramitar la expulsión de Sant’Anna de la Iglesia Católica, que se concretaría —recién— en 2011.

Foto: Erick Ortega.
El periodista boliviano Erick Ortega Pérez sigue el caso del ex sacerdote uruguayo prófugo de la justicia de su país desde el 2008. En 2023 obtuvo un fondo para ampliar su investigación. Se dirigió a Tapacarí, una provincia pobre y aislada de Cochabamba. Allí entrevistó a autoridades locales e intentó localizar a las víctimas. No encontró ni a una: “Es una espina que me quedó”, reconoce. Gentilmente, compartió para este informe algunas de las fotografías que tomó. El trabajo le valió el Premio Nacional de Periodismo en Bolivia.
Solari, ahora retirado, fue una figura carismática dentro de la comunidad católica de Bolivia. Según se sabe, lidió con dos casos de pederastía en su diócesis. En 2007, Sant’Anna, y dos años después, José Mamani Ochoa, queabusó de 17 niños de un internado. Al ser descubierto, la Iglesia lo trasladó, pero él secuestró a sus víctimas y continuó abusándolas hasta ser detenido en 2010. Fue tal el impacto que sufrió Solari, que habría escrito una nota al Vaticano dando aviso al Papa de que no soportaría un tercer suceso.
“Era un sacerdote muy, muy querido. Él era como la representación de la bondad en la tierra, pero para los periodistas era inaccesible cuando se le preguntaba por este tipo de cosas”, dice Ortega.
Recuerda que en la conferencia del caso Sant’Anna, Solari no admitió preguntas. Asegura que dio mal el nombre del cura. Y que se negó a entregar la fotografía del sacerdote fugitivo.
A partir de este momento, lo que sigue en un embrollo de acusaciones cruzadas entre la iglesia, el organismo que debía inspeccionar el hogar, la Policía y la Fiscalía. Reclamos de falta de colaboración, de demoras injustificadas, de encubrimiento; un intrincado proceso que fue intensamente seguido por la prensa hasta que empezó a apagarse hacia 2010, cuando lejos del desastre que armó Sant’Anna empezó a convertirse en una sombra.
Los abusos del cura.
“Invitaba a niños y a adolescentes de entre seis y 18 años de un internado rural a ver videos en su cuarto, luego los encerraba con llave y los sometía a diversos tipos de vejámenes sexuales, desde la masturbación hasta el sexo anal, según testimonios de los agredidos”, publicó en mayo de 2008 el diario Opinión. Por esos días, los medios difundían durísimos fragmentos de los relatos de las víctimas, que extraían de los decretos judiciales que le exigían a Sant’Anna volver a Bolivia y presentarse ante la Justicia, constituir defensa dentro del proceso penal que la Fiscalía de Quillacollo había abierto en su contra, bajo riesgo de ser declarado “rebelde” y juzgado en ausencia.
Sant’Anna no hizo caso.
Ocho meses después de la denuncia en su contra por los delitos de violación, violación inconsistente y abuso deshonesto, un juzgado de Bolivia lo declaró rebelde de la Justicia. Interpol ya había hallado al cura prófugo en Salto, y para junio de 2008 la prensa publicaba que el juzgado “había dado luz verde para su aprehensión”, que sería ejecutada por Interpol.
Pero Sant’Anna seguía libre.
En 2010, La República publicó que “hasta ahora no ha podido ser detenido debido a dificultades económicas, pues se requería que un equipo de investigadores de Bolivia viajara hasta Uruguay”.
Nada cambió.
En 2023, el periodista Ortega intentó conseguir una prueba de esa orden. “Me dijeron que Interpol había activado una orden de aprehensión contra el sacerdote, pero nunca me la mostraron”, cuenta.

Foto: M. Rocha.
Para este informe, El País buscó dilucidar qué tipo de pedido recibió la sede local de Interpol. Sin embargo, el hermetismo en torno al caso se extendió hasta este territorio. A pesar de que van a cumplirse 18 años de la denuncia, el Ministerio del Interior se negó a responder el pedido de acceso a la información argumentando que se trata de información reservada. Y, además, decidió reservarla por otros 15 años más.
En la base de datos de Interpol, por lo menos ahora, Sant’Anna no aparece entre los buscados.
De vuelta en Salto, le pregunto si no cree que sería mejor enfrentar de una vez por todas a la Justicia.
—Yo no voy a decir nada de mí ahora.
—Pero usted reconoció que cometió esos delitos a otros periodistas que vinieron, el primero en 2010…
—Bueno, no fue tan así tampoco. Pero después que leí lo que él publicó, me recontra calenté porque no fue tal cual lo que yo le dije…
—¿Entonces no los admite?
—Prefiero no decir ningún comentario.
—Lo denunciaron por abusar de 30 niños.
—…
—Y que después, huyó.
—Sí, pero yo no voy a decir nada.
—¿Ya lo da por superado?
—No voy a hablar de esto. Es muy difícil, es muy doloroso. Lo único que puedo decir es que es muy doloroso y sigue siendo muy doloroso. Sería volver a revolver y generar un dolor.
—¿A usted?
—A todos acá.
20 días de demora.
Hay dos versiones sobre cómo se destaparon los abusos de Sant’Anna. Las dos tienen de protagonista a una religiosa del internado que, o habría encontrado al cura “en una escena comprometedora” con uno de los internos, o habría encontrado a un adolescente llorando, que le contó los abusos que sufría por parte del padrecito.
Como sea, la mujer no calló.
Esto ocurrió en octubre de 2007, posiblemente el día 16. De inmediato se habría separado a Sant’Anna de los niños. Luego, el 21, fue informado el arzobispo, en Cochabamba. Al día siguiente, Solari citó a Sant’Anna. Y el 23 de octubre comenzó el juicio en el interior de la iglesia, que decidió suspenderlo.
Alejado del internado, Sant’Anna se alojó en una vivienda de la iglesia. Estaba “profundamente deprimido”, tanto que algunos religiosos temieron que se quitara la vida. A ellos Sant’Anna les dijo que se entregaría con la condición de que lo ayudasen a sanar de lo que consideraba “una enfermedad”, al haber sido “abusado sexualmente a los nueve años”, según publicó La Opinión.
El día 24 de octubre, el arzobispo conformó una comisión para el caso, y nombró vocero al cura Eugenio Coter, misionero de origen italiano.
Coter es ahora obispo en la zona amazónica de Bolivia y repasa para este informe que una vez recibida “la señalación” de un posible caso de abuso de menores, “por encargo del obispo” asentó una denuncia en la oficina competente de protección del menor, “para que abra investigación”. A su vez, supervisó las reuniones de la directora de la Pastoral de Hogares de la Pastoral Social con las hermanas religiosas de la zona y con los chicos, donde surgieron testimonios. También organizó la asistencia de una ONG para el seguimiento de los niños afectados.
Tal como lo plantea Coter, la iglesia actuó con celeridad. Pero lo cierto es que entre que se conoció el abuso y se dio aviso a la Policía pasaron más de 20 días. Y en el medio, el sospechoso escapó.
En el correr de esos días se supo que el Servicio de Gestión Social que debía supervisar los hogares, no lo hacía. No disponía de vehículos para llegar a las localidades más remotas, como Tapacarí. Sant’Anna operaba así en un punto ciego.

Foto: Erick Ortega.
Este organismo y la Iglesia iniciaron su investigación, reuniendo testimonios. Lo hicieron desde el 25 de octubre y el 5 de noviembre el organismo presentó la denuncia al juzgado de Quillacollo (capital de Cochabamba). El 8, la fiscal del caso junto a agentes de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen concurrieron a Tapacarí para comprobar la ausencia de Sant’Anna y recibir la declaración de dos adolescentes.
El 14 de noviembre, la Fiscalía emitió la orden de aprehensión.
Ya era demasiado tarde.
El factor tiempo es el eje de los reproches. La Iglesia y el Servicio de Gestión Social debieron haber denunciado inmediatamente ante Policía y Fiscalía, planteaban los investigadores que estaban tras Sant’Anna. “No hubo ningún hecho in fraganti, si no la Policía lo detenía y se hubiera simplificado la situación”, justificó luego Coter. Se apuntó contra el clero por haber manejado la denuncia y la investigación con hermetismo y haber cooperado “a cuenta gotas”. Se supo que la Policía ni siquiera tenía una fotografía del hombre al que estaban buscando.
“No existe colaboración de ninguna de las partes interesadas en que esto se esclarezca para dar con el paradero del sacerdote”, disparó entonces el investigador Daniel Mérida.
La Iglesia, por su parte, rechazó los rumores y todavía hoy dirige la responsabilidad a la Fiscalía: le recrimina haber fallado en su estrategia. “La Justicia boliviana inmediatamente presentada la denuncia abrió la investigación del caso, pero no encontró elementos para proceder en contra de Sant’Anna y no emitió ninguna orden judicial”, dice hoy Coter.
Unos días después, complementa esa respuesta a El País. Lo hace a través de un mensajero, Andrés Eichmann, quien fue portavoz de la Conferencia Episcopal Boliviana luego del caso Sant’Anna. Coter aporta un dato significativo: en su opinión, la fiscal actuó con torpeza al concurrir a Tapacarí junto a un séquito de agentes uniformados y miembros de la prensa. “La comunidad puso un muro, cualquier cosa menos hablar. Ninguna familia quería manifestarse, temían aparecer en público, salir en los medios de comunicación, dejar imborrable en la memoria de sus vecinos un hecho así, y no presentaron denuncias”. Pasadas unas semanas, al no haber elementos, “la Fiscalía no pudo hacer nada y Sant’Anna simplemente se fue del país”.
Si tomamos como válida esta conjetura, una vez más las fechas de la huida de Sant’Anna no cierran.
Mientras tanto, en Salto, corría el comentario de que Juanjo “estaba muy mal”, “prácticamente era un indigente”. Algunos de los que estudiaron con él se pusieron en contacto, pero se negó a atenderlos. Un sacerdote de Salto también le ofreció ayuda, alguna especie de alivio psicológico, pero no hubo caso.
En la Inspectoría Salesiana, un secretario engrosó el expediente de Sant’Anna agregando recortes de prensa del caso de aquel tímido aspirante a cura.
En marzo de 2011, la Congregación para la Doctrina de la Fe decretó la dimisión ex officio de Sant’Anna. Desde el Vaticano le dieron instrucciones al obispo de Salto de la época, Pablo Galimberti, de que le comunicara la desvinculación.
Así fue.
Sant’Anna firmó la renuncia.
Y volvió a su encierro.
Reabrir el caso.
Hay una expresión en quechua que se repite en zonas rurales de Bolivia, como Tapacarí. Allí donde la piel es morena, cuando se ve a un niño blanco se le dice “es hijo de un padre”. Lo cuenta la abogada Zulma Bonifacio Zeballos, integrante del colectivo Mujeres de Fuego, en Cochabamba.
Bonifacio conoce el caso Sant’Anna porque se suele citar en las capacitaciones que reciben los operadores judiciales que se especializan en estas causas, que están hoy más vivas que nunca.
¿Sant’Anna podría ser juzgado en Uruguay?
Sant’Anna fue denunciado en 2007 en Bolivia. Nunca se concretó su extradición. Los periodistas no han tenido acceso a toda la información. Zulma Bonifacio Zeballos, abogada del colectivo Mujeres de Fuego, rastreó el expediente para este informe. Lo halló en el juzgado de Cochabamba. Al cierre de esta edición, había encontrado una solicitud de apelación presentada por la Fiscalía. Bonifacio cree que se puede pedir el desarchivo del caso. Y, ante la consulta de si Sant’Anna podría ser juzgado en Uruguay, un fiscal y un abogado especializados en delitos sexuales plantean que el artículo 10 del Código Penal lo habilitaría, aunque no sería simple: “Los delitos cometidos por un uruguayo castigado tanto por la ley extranjera como por la nacional, cuando el autor fuere habido en el territorio de la República y no fuese requerido por las autoridades del país donde cometió el delito, aplicándose en ese caso la ley más benigna”.
Antes era más frecuente ver a “los hijos de un padre”, la más contundente prueba de los malos hábitos de los misioneros extranjeros que abusaban de mujeres y niñas. Los protegía la institución pero también el silencio de las comunidades. “Muchas familias no querían hacerlo público por el qué dirán, por proteger a los niños, pero ahora existe el derecho a la privacidad y mencionar los nombres de las víctimas menores de abuso sexual es un delito”, dice la abogada.

Foto: Erick Ortega.
El sacerdote uruguayo Gabriel González, abogado de la Iglesia Católica uruguaya, plantea que Bolivia ha tenido históricamente dificultades para designar obispos bolivianos “justamente por el asunto del celibato”. “Si vos me preguntás un país en Latinoamérica en el que a los sacerdotes les cueste el celibato, yo te digo que es Bolivia”.
Es que en Bolivia confluyen una serie de factores problemáticos. Por un lado, un alto índice de abuso sexual, que ronda los 30 casos por día, de los cuales el 80% de las víctimas son menores de edad, informa Ana Paola García, directora de la ONG Casa de la Mujer. Por el otro, que ha sido un destino frecuente para sacerdotes con antecedentes de delitos sexuales. Esta ecuación cierra con la impunidad cultural que ampara a los religiosos que delinquen: “Es prácticamente imposible querer sancionar a un agresor sexual si pertenece a una cúpula religiosa, ya sea la católica, peor todavía la evangélica, peor la mormona”, dice García. “Ahí está todo un sesgo y ese sesgo es de que estos hombres son vistos como santos, de que son los llamados por Dios, los iluminados por Dios, entonces, obviamente existe mucha resistencia al momento de iniciar una investigación transparente y que recoja realmente la realidad”, plantea la activista.
Y en Bolivia, los hombres santos son más santos en las zonas rurales. Y son intocables si sus víctimas son varones, porque para ellos el tabú es mayor.
En Tapacarí, donde los delitos sexuales contra menores constituyen un problema grave —según la Defensoría de la Niñez y Adolescencia que se instaló después del caso en el internado—, no se sabe qué fue de los niños que dañó Sant’Anna. Es posible que hayan partido del pueblo. Como sea, Ortega cree que no les interesa retomar la denuncia. Su investigación tuvo repercusión a nivel nacional y sin embargo ninguno se ha puesto en contacto con él.
Tal vez no saben que el escenario algo ha cambiado y que si quisieran podrían promover el desarchivo de la causa.
Desde que El País de España publicó en 2023 los diarios del jesuita español Alfonso Pedrajas, en los que confesaba haber abusado de 85 niños en Bolivia y habérselo contado a sus superiores, que encubrieron los delitos, un torbellino ha pasado por el país andino.

Foto: AFP.
El escándalo fue tal, que investigar los casos de pederastia parecía haberse convertido en un asunto de Estado. Pero el impulso inicial fue menguando. Un aplaudido proyecto de ley para que estos delitos no prescriban se estancó, la creación de una comisión para la verdad también naufragó y son pocas las investigaciones que han avanzado tras una imponente ola de denuncias contra sacerdotes.
Pero la Conferencia Episcopal de Bolivia abrió una comisión de escucha y multiplicó sus programas de prevención. Y, algo que no es menor, por primera vez algunas víctimas se han agrupado. En los juzgados, hay abogadas que basándose en la jurisprudencia internacional consiguen que la violencia sexual sea imprescriptible, aunque es cierto que “todavía hay varios jueces que no lo toman así”, plantea García.
Es probable que ya no les sea tan fácil huir a los curas como lo era antes. Que el paso del tiempo no sea una excusa irrevocable. “Hoy se puede pedir el desarchivo del caso”, dice la abogada Bonifacio. Por lo pronto, tras la entrevista rastreó el expediente, lo encontró en el juzgado de Cochabamba y lo está estudiando. Incluso, el Código Penal uruguayo podría llegar a habilitar que Sant’Anna sea juzgado en territorio nacional.
El horizonte no muestra un cielo despejado, es cierto, pero al menos ofrece una grieta de luz sobre el oscuro pozo en el que Sant’Anna ha intentado sepultarse junto a su insoportable secreto.
Cómo se procesan las denuncias en Uruguay
El canal de denuncias vía correo electrónico o línea telefónica es manejado por la Conferencia Episcopal del Uruguay. Desde 2020 se han recibido 13 casos. “Estos mensajes señalaron situaciones bien diversas”, se informó a El País. La mayoría vinculadas a situaciones entre adultos, como la disconformidad en el trato recibido, la sospecha de abuso psicológico y denuncias de conductas impropias. Algunos de estos casos ya han sido denunciados por la vía penal. “En los casos vinculados a abusos contra menores, se han seguido los protocolos correspondientes con la Justicia”, aseguran desde la institución.
El abogado de la Iglesia Católica Uruguaya, el padre Gabriel González, explica que, a nivel interno, el caso se deriva al obispo de la diócesis afectada para que realice una investigación. En esta etapa, al denunciado se le aplican medidas cautelares. Si constituye un delito, se cierra ese proceso de investigación y con otro decreto se abre otro, formal. Se citan testigos, se le toma declaración al imputado, se instruye el proceso y se envía a Roma. “Cuando no implica menores está centralizado en Roma”, puntualiza.
Desde Roma se da instrucciones de cómo actuar y se emite una sentencia. “Actualmente todos los obispos están obligados a denunciar un abuso y los abusos de tipo carnal, sobre todo contra menores, no se perdonan. El castigo es la expulsión”, dice González. Pero el tabú subsiste, opina el sacerdote. “En las comunidades pequeñas, donde se conocen todos, sigue pesando el qué dirán”.