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lunes, agosto 18, 2025

Crónicas de las lacras y miserias de Inglaterra en pleno mercantilismo, sobre todo de Londres

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por Darío Jaramillo
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Charles Dickens “fue periodista antes que novelista y permaneció sólidamente vinculado a la prensa durante toda su vida”, comienza diciendo Dolores Payás, la persona que seleccionó y tradujo esta antología de trabajos periodísticos del escritor inglés. En efecto, desde sus diecisiete años Dickens (1812-1870) comenzó como reportero y nunca más abandonó el periodismo. Además, su primer libro no fue ni novela ni cuentos, sino una compilación de materiales periodísticos. “Hablamos, pues, de un volumen ingente de artículos, reportajes y relatos breves. Textos que abordan infinidad de materias: administraciones incompetentes, leyes, política, laberintos burocráticos, pobreza, exclusión social, salud pública (…)  hay sátira y hay farsa, pequeños melodramas, estampas costumbristas, artículos de opinión, ensayos breves. Las voces literarias que nutren el corpus periodístico de Dickens conforman un coro fabuloso repleto de registros, algunas veces estentóreos y robustos, y otras, líricos y refinados; algunas veces sentimentales, moralistas y otras, humorísticos, airados y acusadores. El resultado final es de una riqueza sin parangón, fascinante y vivaz, lleno de emoción y de una comicidad descacharrante”.

El infierno. Del enorme inventario, el libro propone una selección por temas, y en cada uno de los diez temas que encuentra, hay una nota introductoria llena, por igual, de información y de entusiasmo. Comienza por dos crónicas de un tema carísimo a Dickens: desde el siglo XIV existían en Londres las workhouses (que Payás rebautiza en castellano como ‘casas de indigentes’), que, “lejos de funcionar como lugar de acogida y redención para los más necesitados, la workhouse victoriana pasó a ser, de facto, una prisión o, mejor dicho, un campo de concentración en el que el Estado confinaba a sus elementos más marginales y vulnerables. Ingresar en una workhouse era muy fácil; salir de ella resultaba bastante más difícil. Cualquier intento de fuga se penalizaba con dureza”. Para la época en que vivió Dickens había ochenta workhouses en todo Londres.

Dice Dickens que “se respiraba una atmósfera general de sumisión y abatimiento, y los rostros, a excepción de los de los niños, estaban apagados y faltos de color. Había personas de todas las edades y tipologías. Ancianos balbuceantes, de ojos legañosos, con o sin gafas, estúpidos, sordos, cojos. Viejos que parpadeaban con expresión vacua cuando algún intempestivo rayo de sol reptaba desde las losas de patio exterior hasta colarse por la puerta abierta. Otros que se protegían los ojos con las manos marchitas o se las llevaban a la oreja para oír mejor (…). Y había arpías, en sus versiones femenina y masculina, cuya expresión de perversa complacencia y regocijo resultaba más que desasosegante”.

A veces, los habitantes de aquél infierno cometían faltas con el único fin de que los trasladen a una cárcel, pues consideraban preferible la cárcel a la workhouse. Entonces, demoledor, aparece el Dickens periodista y crítico: “de modo harto subrepticio y silencioso, nuestro Gobierno actual nos ha colocado en un situación, tan absurda como peligrosa, en que cualquier canalla de conducta criminal recibe mejor trato —alojamiento más limpio e higiénico, mejores cuidados, comida de más calidad— que un pobre de vida honesta”.

La segunda crónica sobre lo mismo es una historia muy Dickens. Una noche, raro en él, sale con un amigo a caminar por Londres. “Llovía a cántaros”. Pasan por un asilo de indigentes y ven en la puerta “cinco bultos inmóviles, similares a otras tantas pilas de harapos, que se acurrucaban en el pavimento embarrado. Estaban apoyados, sobre el muro del asilo y la lluvia inmisericorde les caía encima. Nada dejaba entrever que fueran seres humanos (…). Cinco cadáveres exhumados de su tumba, atados por la nuca y los pies, y cubiertos de andrajos, hubieran tenido el mismo aspecto que estos cinco fardos de la vía pública sobre los que resbalaba el agua de la lluvia”. Se pone a averiguar. Son indigentes que están ahí, afuera, porque no hay cupo en el asilo. En otras palabras, pues, las workhouses son el infierno y, aún peor, la miseria es tal que hay gente que hace cola para entrar al infierno.

Sin compasión. Luego están las otras facetas del periodista, por ejemplo en clave humorística. Es inmisericorde cuando inventa a un político perteneciente al partido Verborrea: “es un hombre tan profundo e insondable que nadie ha conseguido saber jamás el significado preciso de sus o de su voto. (…). Cuando dice SÍ, podría muy bien ser, o más bien es casi seguro, que está diciendo que NO”.

Dickens no tiene compasión: “vivimos en una sociedad cuyo Estado deja mucho que desear (…). Sucede que los Comunes piensan en el Pueblo como una mera abstracción. Lo ven como una especie de niño crecido al que hay que engatusar y dar palmaditas en la mejilla durante la época de las elecciones, mirar con desaprobación en tiempos de exámenes, castigar de cara a la pared los domingos y sacar de paseo para que vea desfilar la carroza de la reina en días de fiesta nacional. Un colectivo sentado en el pupitre escolar para siempre jamás, sometido a la amenaza de la vara desde el lunes por la mañana hasta el sábado por la noche. Un niño levantisco que no sabe lo que quiere. A ratos hay que mimarlo y halagarlo, a ratos hay que regañarlo y castigarlo, tan pronto hay que cantarle canciones de cuna como denunciarlo a la oficina de impuestos. A veces es merecedor de besos, otras de azotes. En cualquiera de los casos, es imprescindible que siga en pañales y bajo ninguna circunstancia debe permitírsele que eche a andar por sí solo”.

Luego Dickens parece abandonar su siglo XIX y su isla, y viaja hasta este presente: “es hora de que nuestros trabajadores planten cara a los políticos. Deben negarse a ser el arma arrojadiza utilizada por los partidos y sus diversas facciones, deben rehusar convertirse en moneda de cambio que todos utilizan para sus propios fines. Ningún partido o facción política puede arrogarse el derecho de utilizar su nombre, no hasta que todas las viviendas que habitan hayan sido desinfectadas, saneadas y modernizadas como es debido. Y, por supuesto, en tanto a ellos no se les garanticen medios suficientes para que puedan vivir de modo simple y decente”.

Carlos Marx, su coetáneo, incluía a Dickens dentro de la “espléndida hermandad de escritores de ficción ingleses actuales cuyas elocuentes y vívidas páginas han expuesto ante el mundo más verdades políticas y sociales de las que jamás han sido pronunciadas por todos los políticos profesionales, propagandistas y moralistas juntos”.

En esta antología hay muchos temas, primero que todo su Londres, después su comparación con lo no-inglés y, al final, la antologista nos asoma chismosamente a los amores secretos de nuestro héroe.

PASIONES PÚBLICAS, EMOCIONES PRIVADAS, de Charles Dickens. Gatopardo, 2024. Barcelona, 420 págs.

Dickens por Sabat.jpg

Charles Dickens por Hermenegildo Sábat

Redacción

Fuente: Leer artículo original

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