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miércoles, agosto 20, 2025

“No es Uruguay”

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Esto no es Uruguay”. Con esas palabras, breves y categóricas, los integrantes de la delegación argentina con funciones equivalentes a las de la Oficina del Comisionado de Cárceles se dirigieron a Juan Miguel Petit al salir del Comcar en 2024, dejando notar una mezcla de sorpresa y desconcierto.

La realidad penitenciaria del país es una vergüenza que se arrastra en silencio. Cuesta que logre abrirse paso en la agenda pública, como si las decenas de miles de personas directamente involucradas vivieran en un territorio invisible, fuera del mapa emocional y político del país.

La población que más crece en Uruguay es la que vive tras las rejas. En 1988 eran 2.100 personas; en 2003, 6.900; en 2013, 9.700; en 2023, 14.400; y en 2025, 16.500: una cifra comparable a la de quienes habitan en el barrio La Blanqueada o en la ciudad de Atlántida. Durante el primer semestre de 2025 fueron 960 los ingresos y 650 los egresos promedio por mes. De seguir esta trayectoria, para fines de 2030 las cárceles del país tendían que albergar a más de 20.000 personas. El actual gobierno quiere tomar cartas en el asunto. La semana pasada participamos en el ciclo Encuentros por Seguridad, convocado por el Ministerio del Interior con el propósito de sumar esfuerzos para afinar el diagnóstico y definir medidas a implementar.

Era el turno de la academia. Antes habían pasado por la mesa las cámaras empresariales, las organizaciones sociales y distintas oficinas del Estado; al día siguiente sería el turno de los partidos políticos. Éramos seis invitados: delegados de las Facultades de Derecho, Ciencias Sociales e Ingeniería de la UDELAR, junto a representantes de Siembra y de Data Uruguay.

Cuando a CERES le tocó hablar, las cárceles aparecieron como el problema más urgente en materia de seguridad pública. Sin restar importancia al preocupante avance del narcotráfico y el ciberdelito, la prioridad estuvo en lo más básico, en el terreno donde hay mayor margen de acción. Porque es Uruguay el que ha decidido que uno de cada cuarenta hombres jóvenes esté hoy encerrado en un sistema infrahumano.

En perspectiva internacional, la cifra asusta: 485 presos por cada 100.000 habitantes, una de las tasas de encarcelamiento más altas del planeta. Son muy pocos los que están arriba: El Salvador con 1.086, Cuba con 794, Ruanda con 637, EE.UU. con 531, Panamá con 530 y Turquía 486. Uruguay duplica el promedio latinoamericano (240) y más que triplica el global (145).

Uruguay recurre de forma excesiva a la prisión como respuesta al conflicto penal, dejando en un segundo plano las penas alternativas, que, bien ejecutadas, ofrecen ventajas comprobadas y contundentes. Si se observa la experiencia de países comparables, más de la mitad de las personas privadas de libertad en Uruguay podrían cumplir medidas alternativas.

Además, Uruguay trata muy mal a sus presos. La mitad de las personas privadas de libertad sobrevive a condiciones crueles, inhumanas o degradantes. Son pocos los que viven en entornos adecuados, como los que pude ver con mis propios ojos al recorrer la Unidad Punta de Rieles, construida y gestionada bajo la modalidad de participación público-privada (PPP).

Afortunadamente, bajo la misma modalidad avanzan las obras para 1.500 plazas en el Penal de Libertad y 900 en Punta de Rieles Mujeres. Los contratos PPP incluyen el mantenimiento de las instalaciones y la gestión de servicios esenciales como agua y energía, alimentación, lavandería, limpieza, control de plagas, manejo de residuos y sistemas de seguridad.

Se puede tener un sistema penitenciario digno de Uruguay. Para lograrlo, es indispensable sumar nuevas plazas y, al mismo tiempo, frenar el crecimiento desmedido del ingreso a las cárceles. Es necesario fijar una meta que permita hacer proyecciones claras. Supongamos que el objetivo fuera llegar en 2030 a 340 presos por cada 100.000 habitantes, una tasa similar a la de Costa Rica y al promedio actual de Argentina, Brasil y Chile, aunque aún lejos de los 120 que exhiben España o Portugal. Esto implicaría transformar el sistema para alojar a 11.500 personas privadas de libertad, todas en condiciones humanas.

Si se incluyen las unidades próximas a inaugurarse, el sistema penitenciario dispone de unas 10.300 plazas habitables. Considerando el deterioro habitual de las instalaciones, sería necesario construir 3.000 plazas adicionales para alcanzar la meta. De ellas, 1.000 podrían surgir de la ampliación del contrato PPP del Penal de Libertad y 2.000 de un nuevo contrato PPP en una zona aún por definir.

Al mismo tiempo, sería necesario que las medidas impulsadas por el Ministerio del Interior -mayor acceso a penas alternativas, libertades anticipadas, custodias intermitentes y redención de penas mediante actividades productivas o formativas- logren bajar en tres personas por día el ingreso total a las cárceles.

Además, para conservar las plazas en condiciones adecuadas, sería conveniente avanzar hacia una gestión privada de los servicios básicos en todas las cárceles, siguiendo el modelo establecido en los contratos PPP.

La actual administración reconoce que la situación es de emergencia. Señala la crisis estructural del sistema penitenciario como uno de los problemas centrales que limitan la capacidad del Estado para revertir las tendencias negativas de criminalidad y violencia, y plantea la necesidad de una reforma profunda. Sin embargo, han pasado cinco meses de gobierno y no se han concretado cambios. Cada minuto cuenta. Mirar de reojo a las cárceles no es de derecha ni de izquierda, es liberal. Para quienes nos identificamos con esa forma de pensar, resulta inaceptable aceptar privaciones desmedidas de la libertad.

Desde Locke hasta Mill, los grandes pensadores del liberalismo clásico defendían la proporcionalidad de los castigos, denunciaban su inhumanidad y proponían el trabajo como alternativa al encierro. Denunciaban el daño que provocan penas que destruyen la autonomía, perpetúan la pobreza y el resentimiento social.

Un legado distante en el tiempo, pero plenamente vigente en el Uruguay de hoy. La privación de libertad solo se podría justificar si evita un mal mayor. Y la cárcel, cuando no cumple esa condición, deja de ser una alternativa legítima.

Redacción

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