“Quizás un día me aparecen, quizás un día leen esta nota y dicen: Anda, mira”. A través de la pantalla, Xosé Manoel Núñez Seixas sonríe. Aunque la entrevista se hace vía zoom, la calidez del historiador gallego disuelve toda distancia. Nacido en Ourense en 1966 y con una importante recorrido académico, le confía a La Nación que la Argentina, y de modo muy particular Buenos Aires, son para él “una segunda casa”. Cuenta que dos hermanos de su abuelo murieron en esta ciudad a principios o mediados del siglo XX, que su abuelo primero migró a Buenos Aires y después a La Habana, Cuba, donde nació su padre. “Aunque la memoria de la emigración más viva en mi familia era la de La Habana, me enteré que mi abuelo había estado en Buenos Aires y una parte de su familia quedó allí”. Entonces, calcula, algún primo, primo segundo o primo tercero argentino tienen que estar viviendo en esta ciudad. Pese a hacer algunos intentos, nunca dio con ellos. Pero, quién sabe, tal vez lean esta entrevista…
La migración, desde ya, es unos de los temas a los que este investigador dedicó buena parte de su trayectoria. Doctor en Historia por el Instituto Universitario Europeo de Florencia y Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Santiago de Compostela, Núñez Seixas está casado con una alemana y vivió algunos años en el país de su mujer, como catedrático en la Universidad de Munich. Hoy reside en Galicia. “Siempre he tenido varios focos; uno de ellos es Alemania, otro es Italia, donde estudié mi doctorado y otro, si quieres, es la Argentina”, comenta. Recientemente estuvo en Buenos Aires, donde presentó el libro Os inmigrantes imaxinados. A identidade Galega na Arxentina (1780-1960), trabajo que promete ser publicado en español, en nuestro país. También participó en una conferencia organizada conjuntamente por la Federación de Asociaciones Gallegas de la República Argentina y la Cátedra Libre de Estudios Gallegos “Alfonso R. Castelao” (UBA).
–¿Cómo fueron los intentos para ubicar a esa familia, digamos, perdida?
–Llegué a saber que mi abuelo, Francisco Núñez Varja (Quintela de Canedo, Ourense) trabajó a principios del siglo XX en una empresa muy importante de un gallego que tenía unos grandes talleres en la calle Bernardo de Irigoyen, en una zona que, creo, en parte fue derruida cuando se hizo la Avenida 9 de julio. Se perdió el contacto con esa rama de la familia en los años 50. En alguna radio de la colectividad gallega a veces comenté quién era mi abuelo, o cómo se llamaba, por si alguien me escuchaba, pero nunca funcionó. Un historiador británico, Eric Hobsbawm, decía que la memoria familiar dura tres generaciones. Y es verdad: todos sabemos bastante sobre nuestros padres, sabemos algo de nuestros abuelos, pero la mayor parte de la gente nos pregunta por nuestros bisabuelos y o no sabemos nada o solo cosas muy genéricas. En este caso, pues es lo mismo. Y luego, como tenéis la costumbre de solo utilizar un apellido… [risas].
“Una cosa fascinante de Buenos Aires es que nunca se dio el fenómeno norteamericano de las “Little Italy”. No hubo guetos, sino zonas de preponderancia relativa»
–¿Cómo es su vínculo con la lengua gallega? Por caso, Os inmigrantes imaxinados está escrito en esa lengua.
–La hablo, la transmito, es la lengua en la que normalmente enseño aquí. Eso no quiere decir que solo escriba en gallego; escribo también en inglés y en alemán. Este libro tiene una primera versión de 2002 en gallego, una segunda versión un poco resumida en francés y ahora una versión más actualizada y completa, otra vez en gallego. Estoy intentando publicarlo en Buenos Aires en castellano. Estuve con mi editor, Javier Riera, de Biblos, donde ya publiqué un libro hace casi un cuarto de siglo (La Galicia Austral, la inmigración gallega en la Argentina), y hablamos de esa posibilidad.
-¿Sería exactamente el mismo libro?
–Sería un poco diferente. Al público argentino le tendría que explicar algunas cuestiones de la historia de Galicia; por ejemplo, que aquí los ayuntamientos no son como en Castilla, ni siquiera como en Asturias: son más pequeños y la unidad de interacción social básica de los campesinos era la parroquia. Es decir, un conjunto de aldeas alrededor de una iglesia parroquial, que además tenían una serie de trabajos comunitarios en común y que cuando la gente emigraba a Buenos Aires eran el vínculo primario de solidaridad que los unía. Por eso en Buenos Aires se crearon tantas sociedades que eran “hijos de la parroquia de…” Recaudaban fondos para enviar a su parroquia de origen; lo que funcionaba era el vínculo social primario. He hecho algunos mapas y es fascinante ver cómo gente que emigra de una misma parroquia gallega luego, en Buenos Aires, tiende a vivir en una serie de núcleos muy cercanos entre sí. Había un núcleo en San Telmo, otro en Montserrat –los barrios típicos hasta la Segunda Guerra Mundial más o menos–, pero luego tienes otro núcleo en Palermo, otro en Villa Devoto, ligado a la expansión de la ciudad, y así sucesivamente. Te das cuenta de que se conocían, vivían cerca y cuando surgía la posibilidad de comprar un lote o un terreno relativamente barato en una misma zona, allá se iban todos también. Obviamente, convivían con italianos, con “rusos”… Una cosa fascinante de Buenos Aires es que nunca se dio el fenómeno norteamericano de las “Little Italy”. No hubo guetos, sino zonas de preponderancia relativa. Pero incluso en los barrios más “gallegos” de Buenos Aires, en algún momento San Telmo o Constitución, siempre se convivía con gente de otras procedencias.
–Muchos de esos iniciales agrupamientos y los de otras regiones de España dieron lugar a instituciones que, de un modo u otro, perviven.
–El origen es la solidaridad entre ellos, los núcleos mutualistas, pero también para enviar remesas a sus lugares de origen. Hay alguna que se ha reconvertido en algo así como un club social, un club de barrio. Yo siempre pongo el caso del centro Valle Miñor, que está casi en el límite de la ciudad, hacia el oeste. Tú vas allí y hay de todo, se juega al fútbol, a un tipo de bolos que es muy particular de esa zona de origen, llamados “bolos celtas”, hacen competiciones, campeonatos internacionales con los del centro Valle Miñor de Montevideo y con los de la propia Galicia y creo que con otros que también están en Brasil. O sea, algunas de estas instituciones se han reconvertido inteligentemente. Otras sobreviven con ayuda del gobierno de Galicia porque además, claro, la generación de inmigrantes nacidos en Galicia está en vías de extinción por razones biológicas obvias. Y no todos los hijos ni hijas quieren seguir vinculados a esas instituciones. Lo curioso es que he recorrido buena parte de estos clubes e instituciones, sobre todo en mis dos primeros viajes, porque quería tener acceso a sus archivos. Cuando les preguntas a los directivos actuales cuál es el origen de esa institución, a veces no tienen idea. Y uno se va a las listas de socios y empieza a ver las redes que funcionaban y ve cómo se iba armando: presidente, vicepresidente, su mujer, el italiano que se había casado con la hija: entre todos ellos empezaban a juntar gente que conocían del trabajo, de la fábrica, del barrio, coterráneos, y así armaban una sociedad. Claro, hablamos de hace más de un siglo.
–Están los edificios de esas instituciones. Casi todos son de una arquitectura bastante reconocible, sólidos, como si hubieran sido hechos para durar en el tiempo.
–Algunos de esos edificios tenían un objetivo adicional, que era servir de fachada a la sociedad de origen. El Centro Gallego de Buenos Aires fue un hospital importantísimo que ahora está en decadencia, desgraciadamente. Pero allí, sobre la avenida Belgrano, es un edificio imponente que tenía una función: demostrar que “aquí estamos; no solo somos Manolo, el del almacén”. Y esto se ve en otras de esas sociedades también.
–¿Podemos hablar un poco de “Manolito, el gallego”? Porque “gallego” sigue siendo sinónimo de español.
–Sí, sí, lo sé. Tú sabes que San Lorenzo de Almagro es teóricamente el club de los españoles. En los años 40 había varios jugadores vascos. Venían de la selección de Euskadi, estaban exiliados. Y no creo que a los vascos les gustara que les dijeran “gallegos”… [sonríe] Aquí hay varias cosas para hablar, aunque hoy está más diluido. En la literatura del siglo XIX, o sea, en tiempos de la emancipación, los criollos empiezan a llamar “gallegos” a los españoles partidarios de los realistas. Esto se veía en los cielitos, en las coplas patrióticas. En esa época, en Buenos Aires, los gallegos de Galicia eran bastante numerosos en un rubro en el que siguieron siendo importantes, en el rubro de Manolito: los almacenes, las pulperías. Eran el peninsular, el colonizador, pero no eran el virrey; de ellos te podías reír porque eran más próximos. Aunque al mismo tiempo eran los que te fiaban… Los criollos importan un prejuicio que ya estaba extendido en la propia Corona de Castilla en el siglo XVII. Si piensas en el teatro clásico, Lope de Vega por ejemplo, también aparecen esos prejuicios contra los gallegos. Entonces, volviendo a la Argentina: los gallegos desempeñaban oficios en el sector servicios muy visibles al público: changadores, serenos, trabajadores en almacenes. No estaban en el interior, en el campo, como los vascos o los irlandeses. Y además hablaban un idioma propio que la sociedad de recepción entendía como un mal castellano. Con los vascos la percepción era distinta: hablaban una cosa rara. De los gallegos se pensaba: “claro, estos pobrecitos, como son incultos, hablan mal el castellano”. Y está efectivamente la sinécdoque a la que tú te refieres, el llamar al todo por la parte, es algo que ya está desde el principio. Hay una anécdota del general [Juan Manuel de] Rosas cuando lo va a ver un comerciante de Cádiz para hacer negocios. El general Rosas lo manda a pasar, dice, “Pasad, gallego”. El comerciante gaditano, muy educadamente, dice: “Mi general, muchas gracias que me reciba. Mire, yo soy de Cádiz”. Y Rosas le dice: “Bueno, está bien, gallego de Cádiz”.
“De los gallegos se decía a principios del siglo XX que eran brutos, que solo valían para trabajar, pero, eso sí, que eran muy trabajadores, muy pacíficos. Los gallegos hacían de eso la lectura: ‘somos honestos y trabajadores y frugales’”
–En el libro aparece un concepto interesante, el de la “comunidad imaginada”.
–Los historiadores lo retrotraemos a un libro de Benedict Anderson que se llama Comunidades imaginadas y que trata sobre la idea nacional; es decir, cómo la nación es una comunidad intersubjetiva, imaginada, pues va más allá del marco de relación física cotidiano. Nosotros podemos decir que ser argentino es tener un pasaporte, una ciudadanía, etcétera, pero si vamos más allá en la comunidad imaginada de los argentinos entran muchos más factores. O sea, una manera de situarse en el mundo, el asadito, el dulce de leche, lo que tú quieras. Las comunidades étnicas o culturales sin Estado no tienen el papel, la ciudadanía, el pasaporte; lo que les queda, obviamente, es imaginarse a sí mismas como colectivos mediante una serie de rasgos a través del tiempo, y en eso influye también como nos ven los demás.
–¿Y cómo se termina de conformar esta comunidad imaginada de gallegos en la Argentina?
–Todos somos varias cosas al mismo tiempo, ¿no? Tenemos una identidad de género, una identidad profesional, una identidad de club deportivo, de aficiones mutuas. Pero las identidades étnicas a su vez son como capas de una cebolla. Tú eres porteña, supongo. También serás de tu barrio y según la situación vas a hacer valer una identidad u otra. Si estás en China, eres latinoamericana y después argentina, y así sucesivamente. Siempre son códigos situacionales. Los gallegos hacían lo mismo. Ahora, al no tener algo que podemos llamar Estado, eran ciudadanos españoles. La gran mayoría de ellos no tenía problema con esa adscripción, pero para ellos había otra serie de rasgos que les eran mucho más importantes. El idioma, tradiciones, determinados mitos de origen. Y también pasa que una cosa es cómo nos vemos a nosotros y otra cosa es cómo nos ven los demás. Si la reacción en la imagen que los demás tienen de ti o de tu colectivo no es tan positiva como tú crees, lo que intentas es elaborar una imagen creíble de ese colectivo; es decir, tomar aquellos rasgos que te adscriben y darles la vuelta, entregarles una lectura positiva. De los gallegos se decía a principios del siglo XX que eran brutos, que solo valían para trabajar, pero, eso sí, que eran muy trabajadores, muy pacíficos. Los gallegos hacían de eso la lectura: “somos honestos y trabajadores y frugales”. Desde siempre le vamos a dar la vuelta al estereotipo como a nosotros nos convenga. Los gallegos intentaron elaborar una imagen respetable de sí mismos, sobre todo ligados a las instituciones de las que hablábamos antes.
–¿Qué pasaba con los otros colectivos migrantes?
–Hubo colectivos a los que les fue peor. Era mucho peor ser “turco”, sirio-libanés; no era mejor ser calabrés o napolitano y desde luego ser correntino, o ser de Misiones, o de Salta, era peor. Porque además ahí entraba la variable del color de la piel. Y los gallegos, en general, eran blancos, católicos, europeos. En las élites de la colectividad se insistía machaconamente: “y además somos celtas”. Un discurso para dentro de la colectividad, pero también hacia el exterior. Hay un argumento que les gustaba mucho a las élites gallegas a principios del siglo XX: “nos tienen a nosotros o tienen a los italianos y acaban todos ustedes hablando italiano, ¿qué prefieren?”
–¡Nunca se me hubiera ocurrido algo así!
–Al fin de cuentas, las élites argentinas querían que llegara una migración de altos, rubios y guapos; querían que fuesen noruegos, escoceses, daneses. Pero llegaron muy pocos, en su mayoría los de ese origen iban a Estados Unidos. Entonces acabaron aceptando a los que venían del sur de Europa. Hubo una serie de intelectuales argentinos que llegaron a esta conclusión: “bueno, son católicos, trabajadores, se integran bien porque a fin de cuentas la sociedad criolla y las sociedades del sur de Europa son bastantes similares y siguen siendo europeos…” No eran los migrantes deseados, pero tampoco eran indeseables. Indeseables eran los anarquistas; indeseables a veces eran los que tenían otro color de piel o los que no eran católicos.
“Sobre los grupos odiados, sobre los grupos inasibles, no se hacen chistes”
–¿De todos modos, podría decirse que, en términos de inclusión, la experiencia migratoria en la Argentina de fines del siglo XIX, comienzos del XX, fue exitosa?
–Absolutamente. A ver, inevitablemente cuando un grupo migratorio ingresa a un país se empiezan a activar estereotipos de defensa y la opción puede ser que ese estereotipo termine diluido en chistes o que se convierta en un argumento discriminador, persecutorio. En la Argentina, ser gallego nunca fue un impedimento para la movilidad social ascendente. Como no lo fue ser tano, ser “ruso”. La diferencia es cuando llegan grupos que se consideran inasimilables, sobre todo cuando la sociedad de recepción ya no está abierta a todos los inmigrantes. Hasta la Segunda Guerra Mundial, y más tarde también, había lugar para todos dentro del proyecto del progreso argentino. Era muy raro que a un inmigrante lo rechazasen. Si estaba sano, para dentro. Y los chistes de gallegos no es que me gusten, pero no tienen que ver con la xenofobia. Sobre los grupos odiados, sobre los grupos inasibles, no se hacen chistes. Los chistes que hay entre los votantes de, por ejemplo, Marine Le Pen en Francia, sobre los inmigrantes musulmanes y sus hijos, son directamente de mal gusto: abogan por la expulsión o a veces por el asesinato masivo, son xenófobos. No tienen nada que ver con Manolito.
“Buenos Aires fue un referente de modernidad para los gallegos, pero también para muchos italianos y centroeuropeos, yo creo que hasta entrados los años sesenta del siglo XX”
–En una entrevista que le hizo la periodista Carolina Arenes en el programa Mundo migrante de Radio Ciudad mencionó la importancia de las remesas que durante años los migrantes gallegos enviaron a España. Es una perspectiva que se nos suele escapar, ¿podría contar algo más?
–Buenos Aires fue la capital de Galicia. En los años de la Primera Guerra Mundial había en Buenos Aires más gallegos que en cualquier otra ciudad del planeta. La primera ciudad del mundo en número de personas nacidas en Galicia, no voy a entrar en la segunda o tercera generación, era Buenos Aires; la segunda ciudad era La Habana, la tercera ciudad era A Coruña y la cuarta, Montevideo. Hablo de 1914, censo de Buenos Aires. ¿Qué había en Galicia? En ese momento, una zona semiperiférica de Europa, con sus problemas hasta 1936, hasta la Guerra Civil Española: todas las iniciativas de modernidad venían de América. Venían del Río de la Plata y también en cierta medida de La Habana, Nueva York o Río de Janeiro. Pero sobre todo del Río de la Plata. En forma de remesas materiales, es decir, las familias migrantes mandaban dinero con el que sus parientes podían comprar tierras en plena propiedad, adquirir ganado, mejorar la casa, montar negocios. O remesas inmateriales: los campesinos gallegos conocían la ciudad, conocían una sociedad de servicios, la articulación de intereses propia de una sociedad moderna, ya fuesen sindicatos, ligas de comerciantes, gremios de docentes. Eso lo conocían de forma principal en Buenos Aires. Después lo aplicaban cuando volvían, porque era una migración muy de ida y vuelta. Las élites argentinas no entendían por qué inmigrantes de origen campesino, como los gallegos, se quedaban en la ciudad. “Saben cultivar la tierra y se quedan acá en la calle Suipacha a servir en un almacén”. Bueno, tenía su lógica, porque más de la mitad de esos migrantes retornaba. Y hay toda una serie de movimientos sociales políticos renovadores en la Galicia anterior a la Guerra Civil Española, el agrarismo, o sea, la lucha por la propiedad de la tierra de los campesinos y su mejor relación con el mercado, el movimiento obrero, el republicanismo, el nacionalismo gallego o galleguismo, cuyos líderes, en buena parte, venían de la experiencia migratoria. Era gente que se iba con 18 años y que en Buenos Aires, si eran un poco despiertos, iban a la universidad, empezaban a escribir en periódicos o se socializaban en los sindicatos y luego volvían y aplicaban esas experiencias. Desde Buenos Aires, como desde otras ciudades americanas, se financiaron cientos de escuelas primarias en Galicia. Estaba la idea en España de que el progreso, después de 1898, debía llegar de Europa: de París, de Londres, de Berlín. Pero en Galicia el progreso venía de América. La ciudad, para los campesinos, era Buenos Aires. También La Habana. He entrevistado, a principios de los años 90, a gente de casi cien años que me decía: “En Madrid nunca estuve. ¿Cuántas veces estuve en La Habana? Tres. Y dos en Buenos Aires”. Madrid estaba a 5 días de viaje, a principios del siglo XX. La Habana estaba a 7 días de travesía. Buenos Aires estaba a dos semanas con la introducción del vapor. Era un cálculo racional: ¿dónde estoy mejor, dónde gano más? ¿Dónde tengo amigos, vecinos, parientes que me pueden ayudar? De esto todavía hay testimonios, por ejemplo, de líderes republicanos de A Coruña que comentaban que en cuanto salían de la ciudad y se metían en el campo, veían que sus publicaciones, su propaganda, no llegaban. Pero se iban a la montaña de Lugo, lejos de la ciudad, y resultaba que había un periódico de Buenos Aires. O una revista anarquista que había traído el tío tal que había venido de vuelta del Río de la Plata. Fue un influjo muy capilar.
–Estamos tan acostumbrados a pensarnos en decadencia que resulta novedoso descubrir este tipo de intercambios.
–Buenos Aires fue un referente de modernidad para los gallegos, pero también para muchos italianos y centroeuropeos, yo creo que hasta entrados los años sesenta del siglo XX. Hay zonas de Italia septentrional, por ejemplo, donde los que podían emigrar a Suiza o Alemania, que las tenían al lado, siguieron emigrando a la Argentina hasta los años sesenta. Era el mito de Buenos Aires, que seguía estando ahí. Esto es algo que todavía algunos emigrantes me comentan. Cuando llegaban a finales de los años veinte, siendo muy jóvenes, a Buenos Aires desde sus aldeas, se encontraban con la Avenida de Mayo, el Congreso, el Teatro Colón, y se quedaban absolutamente anonadados. Todo eso hacía de Buenos Aires un referente de modernidad. No es por halagar vuestra modestia, pero esas imágenes no las tenían de Montevideo ni de Río de Janeiro. Un país, y de verdad lo digo, que ha creado el tango y ha creado a Borges, Sábato y Les Luthiers, merece todo mi respeto, más allá de Maradona, Messi o el asadito.
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