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lunes, agosto 18, 2025

Paz y soberanía

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Cuando esta nota aparezca ya se habrá realizado el encuentro entre Donald Trump y Vladimir Putin procurando finalizar la guerra en Ucrania. Es notoria la presión internacional para que ello ocurra, especialmente por parte de Europa, pero las perspectivas no son alentadoras. La Federación Rusa exige imponer las condiciones que la llevaron a iniciar la contienda (cesión a su favor de territorios y futura neutralidad diplomática de Ucrania), mientras ésta última, insiste, con razón, en el respeto a su integridad e independencia.

Lo singular de esta situación es que se desarrolla en una época en gran medida inesperada: el tiempo de Donald Trump, un hombre empeñado en modificar la historia de la política internacional, hasta ahora vigente. Su empeño no es únicamente el de un actuar diferente, o el de violar algunos principios, cosa que episódicamente ocurría antes, como avalan dos guerras mundiales, sino cambiar los fundamentos mismo en que descansaba la convivencia internacional. Una política que de ahora en más se basará en la desaparición paulatina de las soberanías nacionales. Una violación que incluso el nazismo hitleriano procuraba disimular justificando sus agresiones en alambicados principios jurídicos y en complejos y oscuros fundamentos biológicos.

Trump manifiesta que quiere la paz pero lo hace sin la mínima consideración a las reglas de la convivencia entre pueblos y naciones y a la igualdad, siquiera formal, entre ellos. Su designio básico en política internacional radica en la primacía de su país en todos los órdenes, sin ninguna teoría que lo explique, excepto su descabellado nacionalismo de sesgos economicistas. Tal la consecuencia del “America First” con todas sus implicancias, que ya viven diferentes países, desde el hermano Brasil hasta el gigante indio, un quinto de la humanidad.

No se trata únicamente de utilizar aranceles como caramelos, violando integralmente la normativa internacional comercial, sino de irrespetar incluso el poder judicial de terceros países -algo que no puede hacer ni en el propio-, al ignorar la separación de poderes, principio esencial de la democracia liberal.

Llevó trescientos años construir un orden internacional aceptable. Del Tratado de Westfalia en 1648 a la Carta de las Naciones Unidas y, fundamentalmente a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Ese largo período exigió pacifismo, principismo, perseverancia y paciencia y por sobre todo consagrar, no sin oposiciones y debates, los fundamentos normativos del humanismo.

Hoy parecería que el Partido Republicano con Donald Trump a la cabeza desconoce tales logros e incluso su propia tradición, coautora de buena parte de los mismos. Lo siguen los bastardos satelitales de siempre. Olvidan que la primera revolución realmente liberal la consagraron los Estados Unidos; en ella se materializaron por primera vez los principios de la ilustración y se implementó la democracia como modelo político para hombres libres. Ninguno de tales avances político culturales puede ser puesto en cuestión por una contrarrevolución que intenta desconocer los lentos y costosos progresos de la humanidad. No es válido desconocer la historia reivindicando de ella el oscurantismo y el poder del más fuerte. Bueno sería lograr la paz en Ucrania, malo hacerlo a costa de su soberanía.

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Redacción

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