En seis meses, Trump ha cambiado las reglas comerciales del mundo y se dispone a sustituir la diplomacia por el halago a su persona como fórmula para tratar sobre la guerra y la paz. No es que la diplomacia estuviera exenta de hipocresías. La adulación siempre ha sido una herramienta de los dirigentes para lograr sus fines una vez apartan la otra, la fuerza. La diferencia es que solía practicarse en privado y hacia afuera se limitaba a la cortesía. A Trump le gusta que le hagan la pelota en público, en directo y sin medida ni pudor. El norteamericano detesta los asuntos enrevesados. Pensó que arreglaría lo de Ucrania con cuatro llamadas y un regateo, pero este lunes confesó que está siendo más difícil de lo que creía. Trump cedió a Putin un triunfo de imagen en Alaska, un escenario que venía a recordar que cambiar fronteras es factible. Luego dio a Zelenski garantías de seguridad para su país (y para Europa) frente a futuras aspiraciones expansionistas de Rusia. Nadie sabe cómo acabarán sus gestiones. Quizá conduzcan a la cesión de territorio a Rusia (cuánto y cuál es crucial) y al rearme de Europa para asegurar una paz frágil. Puede que EE.UU. saque provecho de la venta de armas o la explotación de tierras raras. O quizá Trump se canse del rompecabezas si no recibe el Nobel de la Paz con el que dicen que se ha encaprichado.
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