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miércoles, agosto 20, 2025

Infancias sitiadas: comen, respiran y viven con plaguicidas

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[AUTLÁN, CIUDAD DE MÉXICO, SciDev.Net] Muchas mujeres de las zonas agrícolas del Valle de Autlán, en Jalisco, México, han visto a sus hijos volver del campo con irritaciones, dolor de cabeza, náuseas y vómitos por el uso de plaguicidas, una “costumbre” que ocurre en toda América Latina sin que haya medidas para evitarlo.

“Después de rociar, mi hijo [de 16 años] llegó con dolor de cabeza y vómito (…) cuando rocía, nomás usa un paliacate [una mascarilla casera de tela] para la nariz y la boca”, cuenta Lidia Morales, una mujer indígena de Guerrero que se mudó a la localidad agrícola de El Mentidero, en Autlán, hace casi una década para que su familia tuviera un mayor ingreso por trabajar en el campo.

Jalisco es promovido como el ‘gigante agroalimentario de México’ por ser líder en la producción de cultivos como aguacate, caña de azúcar, frambuesas y zarzamoras. Pero también lidera otro rubro: intoxicaciones con plaguicidas. Según datos de la Secretaría de Salud, en 2024 hubo 72 casos y hasta abril de este año había 62.

Rodolfo González Figueroa, agroecólogo y promotor de procesos agroecológicos de la zona, dice que son muchas más. Él calcula que más del 70 por ciento de los casos no llegan al médico. “Si fueran registradas, la cifra sería abrumadora”, señala.

Pero en el El Mentidero, como en muchas otras zonas agrícolas, viven trabajadores informales sin seguridad social, por lo tanto las intoxicaciones se tratan en casa. Las mujeres ya están acostumbradas a usar leche o limón para calmar los síntomas.

“Se les baja la intoxicación, y al siguiente día están de nuevo en el campo trabajando y fumigando”, dice Alma Cisneros, otra madre de familia de El Mentidero. Su marido falleció hace unas semanas por una intoxicación relacionada con el uso de Lannate, un potente insecticida que mata larvas e insectos chupadores de cultivos.

Lo que pasa en El Mentidero sucede en muchas zonas rurales de la región, donde adolescentes, niños y niñas están expuestos diariamente a pesticidas, incluso altamente peligrosos, ya sea porque trabajan, viven o estudian cerca de donde se fumiga o porque están en contacto con estos residuos en su propia casa, cuando comen, beben o juegan.

Los pesticidas forman parte de la vida diaria de las infancias rurales desde muy tierna edad porque conviven con ellos en el hogar o viven cerca de donde se fumiga. Crédito de la imagen: Aleida Rueda.

“No hay a dónde escapar, los estudios muestran que hay rastros de plaguicidas en todo su entorno”, dice a SciDev.Net Cecilia Gargano, especialista en conflictos socioambientales e investigadora de la Universidad Nacional de San Martín, en Argentina.

A pesar de que no hay cifras oficiales sobre la cantidad de menores expuestos a plaguicidas, se estima que pueden ser millones por el número de niños y adolescentes que trabajan en el campo.

“Ni siquiera hay equipos de protección diseñado para niños porque no se supone que deben estar trabajando. Entonces, si se lo llegan a poner, no es de su tamaño, les incomoda y no los está protegiendo. Eso también favorece que ellos reciban más de estas dosis de plaguicidas”

Paulina Farías, investigadora en la Dirección de Salud Ambiental en el Instituto Nacional de Salud Pública (INSP) en México.

En su informe 2024, la Organización Mundial del Trabajo (OIT) muestra que en América Latina y el Caribe hay 7.3 millones de infantes y adolescentes entre 5 y 17 años que trabajan, y de ellos el 46 por ciento lo hace en actividades agrícolas, que la misma OIT califica como peligrosas, en parte, por el uso de sustancias tóxicas.

La participación de niños y jóvenes en el trabajo agrícola no es algo nuevo. Pero lo que algunos especialistas consideran revelador, y preocupante, es que los riesgos que enfrentan las infancias a causa de pesticidas y herbicidas es una crisis de salud pública que “estamos ignorando colectivamente”.

Así lo describe un grupo de investigadores de Brasil, Costa Rica, Chile y México, en un artículo de discusión publicado el 15 de agosto en la edición impresa de la revista Science of the Total Environment.

En el artículo, el grupo advierte que hay decenas de estudios en la región que muestran asociaciones entre la exposición de menores de edad a plaguicidas y efectos adversos que van desde daños neurológicos y cognitivos hasta problemas respiratorios, alergias, leucemia y alteraciones hormonales y sexuales, entre otros.

Sin embargo, a pesar de la evidencia científica, los autores reclaman que es un tema desatendido en las agendas de salud laboral y salud materno-infantil, y que esa invisibilidad retrasa las respuestas políticas y socava las evaluaciones de riesgos, las intervenciones eficaces, la atención sanitaria y la vigilancia.

“Ningún actor lo va a resolver solo”, dice a SciDev.Net Rafael Buralli, investigador de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Sao Paulo, en Brasil y autor principal del artículo.

“Por eso hacemos un llamado a la acción para que todos (gobiernos, academia, empresas, trabajadores y profesionales de la salud) asuman su responsabilidad y evitemos que más niños se expongan a sustancias tóxicas”, dice Buralli.

Lidia Morales vive en un albergue en El Mentidero, en Autlán, y ha visto a su hijo intoxicarse cuando fumiga. Crédito de la imagen: Aleida Rueda.

Asociaciones

De acuerdo con reportes de la Organización Mundial de la Salud (OMS), los niños corren un riesgo especial cuando están expuestos a los plaguicidas altamente peligrosos debido en parte a su propio comportamiento (por ejemplo, por el hábito de llevarse las manos a la boca) y por su mayor ingesta en relación con su peso corporal.

“Un niño respira más veces que un adulto, consume más agua y más alimentos en proporción a su peso que un adulto”, dice a SciDev.Net Humberto González, investigador del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS Occidente), en Jalisco.

Por estar en etapas de desarrollo, sus tejidos y órganos pueden tener daños estructurales a veces permanentes. Además, sus cuerpos son menos capaces de metabolizar y eliminar toxinas, lo que lleva a una dosis interna proporcionalmente mayor que en los adultos.

Sin embargo, en términos de evidencia científica, uno de los grandes retos para evaluar riesgos por plaguicidas es lo complejo de establecer relaciones causales.

“Quienes hacemos epidemiología hablamos de asociaciones, no de causalidad, porque no hay un solo factor de riesgo y porque no podemos hacer pruebas con seres humanos, hacemos observaciones”, dice a SciDev.Net la médica Paulina Farías, investigadora en la Dirección de Salud Ambiental en el Instituto Nacional de Salud Pública (INSP) en México.

Hay asociaciones que se conocen mejor que otras. Farías califica como “contundente” la evidencia de la exposición de mujeres embarazadas a insecticidas organoclorados (con enlaces de fósforo y carbono) y alteraciones en la forma y movilidad de los espermatozoides en los bebés de sexo masculino, así como efectos antiandrogénicos en sus genitales.

Julia Blanco, también investigadora del INSP, ha aportado evidencia sobre los efectos que tiene la exposición a pesticidas (permetrina, metamidofos, metilparatión, atrazina, 2,4-D, clorpirifos, mancozeb, picloram, entre otros) de padres y madres tres meses antes y un mes después de la gestación.

Y ha encontrado una asociación con un mayor riesgo de que sus hijos nazcan con malformaciones congénitas como la anencefalia, que es básicamente la ausencia de cerebro.

Blanco explica que lo más contundente es la evidencia sobre plaguicidas altamente tóxicos a corto plazo, que producen un envenenamiento agudo en pocas horas y que pueden conducir inclusive a la muerte. “Entre menos cantidad se requiere para producir un efecto tóxico, más peligroso es”, dice.

Farías insiste en que aunque hay diferentes grados de evidencia, “en general se sabe ya que los plaguicidas son muy neurotóxicos, dañan el sistema nervioso central”.

Y hay un aspecto central sobre las infancias: entre más exposición tengan en etapas más tempranas de su desarrollo, más efectos tendrán en etapas posteriores.

Así lo explica la profesora asociada del programa de epidemiología de la Escuela de Salud Pública de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, María Teresa Muñoz Quezada, sobre estudios en los que se analizó la exposición de niños al plaguicida clorpirifos en distintos momentos de su vida.

“Los niños que estuvieron expuestos en una etapa prenatal no sólo tenían un rendimiento neurocognitivo más bajo que quienes no lo estuvieron, sino que la sustancia blanca de su cerebro era más delgada”, explica. Esto significa que hay una menor densidad de mielina, una sustancia esencial para que el sistema nervioso funcione correctamente.

También en Costa Rica se han hecho estudios longitudinales desde que las mujeres están embarazadas hasta que los niños nacen y crecen. Berna van Wendel, catedrática del Instituto Regional de Estudios y Sustancias Tóxicas de la Universidad Nacional de Costa Rica, ha reportado síntomas de hipotiroidismo en las embarazadas expuestas al clorpirifos.

Además “los niños y niñas nacieron más pequeños, más livianos y con una circunferencia cefálica más pequeña respecto a niños no expuestos. Cuando cumplieron un año también vimos alteraciones en su desarrollo motor, cognitivo, socioemocional”, dice la investigadora.

Julia Blanco advierte que aunque a nivel epidemiológico no se tenga evidencia de causa-efecto, algo sí está claro: “si hay sospechas fundamentadas para establecer que un plaguicida puede ser tóxico, reproductivo o potencialmente cancerígeno, hay que guiarnos por el principio precautorio, dejar de usarlo y buscar alternativas”.

Muchos niños y adolescentes que trabajan en el campo, usan plaguicidas sin el equipo adecuado, porque no hay equipo diseñado para ellos. Crédito de la imagen: Abdul Batin/Pexels.

En todos lados

En distintos países las infancias de zonas rurales suelen estar expuestas a plaguicidas todo el tiempo y por diferentes vías. Una razón es porque empiezan a trabajar en el campo desde muy pequeños debido a que sus padres no tienen con quién dejarlos o porque tienen que contribuir con la familia.

Mariana Butinof, médica, especialista en salud comunitaria y profesora de la Universidad de Córdoba, en Argentina, dice que desde el punto de vista occidental puede ser reprochable que los niños trabajen, “pero la lógica de muchas comunidades es educar a los niños en la cultura del trabajo. Desde pequeños aprenden a trabajar y a ayudar a su familia”.

Al estar dentro o cerca de los campos, los niños están expuestos a fumigaciones con equipos individuales de autopropulsión, avionetas o drones, y sin ningún tipo de protección.

“Ni siquiera hay equipos de protección diseñado para niños porque no se supone que deben estar trabajando. Entonces, si se lo llegan a poner, no es de su tamaño, les incomoda y no los está protegiendo. Eso también favorece que ellos reciban más de estas dosis de plaguicidas”, dice la investigadora Paula Farías.

Pero no tienen que estar en las zonas fumigadas para estar en contacto con agroquímicos, pueden estar expuestos por la deriva, que es cuando el plaguicida es transportado por la lluvia, el viento o el polvo en suspensión, lejos del sitio donde fue aplicado.

Varios estudios reportan residuos de partículas en el agua o los alimentos que se cosechan. En un libro sobre los efectos del glifosato, publicado en México hace unas semanas, se menciona un riesgo 4 veces más alto en estudios con niños que comían manzanas y pepinos con mayor frecuencia que quienes no lo hacían.

Además de los alimentos, se han encontrado residuos en la indumentaria que usan sus padres para trabajar. “No hay una división entre el espacio de trabajo y el espacio de vida cotidiana. Los plaguicidas entran y salen del hogar permanentemente a través de las botas, la ropa, los alimentos que se cosechan”, dice Butinof.

“A veces las prendas de trabajo se lavan junto con el resto de la ropa de la familia y todo eso va generando exposición del grupo familiar”, añade la investigadora.

En algunos hogares de El Mentidero hay botes a medio usar de glifosato y otros insecticidas. Rodolfo González dice que no es raro que las personas guarden los pesticidas en sus casas o que usen los botes vacíos como botellas de agua.

Esta disponibilidad no sólo aumenta la vulnerabilidad de la población infantil, sino la posibilidad de que las personas, incluidas menores de edad, las usen para intoxicarse de manera voluntaria.

“Se estima que entre el 15 por ciento y el 20 por ciento de todos los suicidios en el mundo se deben a la intoxicación voluntaria con plaguicidas, y es probable que la cifra sea inferior a la real debido al estigma asociado al suicidio”, dice la OMS en un reporte de 2024.

Herbicidas como Faena (glifosato) están en las casas al alcance de los niños. Crédito de la imagen: Aleida Rueda.

El colonialismo químico

Una solución para disminuir los riesgos a la salud infantil y adulta por plaguicidas parecería simple: prohibir el uso de Plaguicidas Altamente Peligrosos (PAP), pero lograrlo es complejo debido, en parte, a un asunto que algunos especialistas describen como colonialismo químico.

“Significa que los países pobres usamos químicos que están prohibidos en los países ricos. Por ejemplo, hay químicos que son producidos en Suiza, pero no se pueden consumir ahí así que los envían a Brasil y nosotros los consumimos a saco”, dice Buralli.

Hay reportes sobre este colonialismo. De acuerdo con la Red de Acción contra los Pesticidas (PAN) Alemania, hay empresas europeas que participan en la exportación anual de miles de toneladas de plaguicidas clasificados como prohibidos o no autorizados en la Unión Europea, como la atrazina, el diafentiuron, el metidation, el paraquat y el profenofos.

Están prohibidos pero “las empresas son libres de producir estos peligrosos plaguicidas en la UE para exportarlos a otros países con regulaciones más débiles, poniendo en riesgo la salud de las personas y el medio ambiente allí”, dice PAN Alemania.

Como resultado, en América Latina hay cientos de estas sustancias tóxicas. Tan sólo en México, hace unos días la Red de Acción sobre Plaguicidas y Alternativas (RAPAM) A.C., publicó un informe que revela que de los 210 PAP autorizados en el país, 171 están prohibidos en otros países con efectos tóxicos a corto y largo plazo en la salud y el ambiente.

Algunos ejemplos son los herbicidas 2,4-D, diuron, fluazifop, glufosinato de amonio, glifosato y paraquat; los insecticidas clorpirifos, cipermetrina, fipronil, imidacloprid, malatión, metomilo y tiametoxam; y los fungicidas clorotalonil, compuestos de cobre, mancozeb, metalaxil, tebuconazol y tiofanato de metilo.

“¿Por qué se siguen usando?”, pregunta Fernando Bejarano, director de la RAPAM, en la presentación del informe. “Todo esto es herencia de la revolución verde, donde el modelo a seguir era la agricultura estadounidense y se pensaba que era imposible producir plaguicidas sin venenos”.

De acuerdo con Rodolfo González, el uso extensivo de los plaguicidas responde a un modelo que privilegia la productividad y la comercialización, y en el que los gobiernos y los ejidatarios conciben el éxito en función de lo mucho que venden.

“Es esa decrépita idea del campo de vanguardia, de infraestructura, de tecnología, de monocultivo, que invisibiliza la diversidad, las semillas nativas, la salud y la agricultura original”, señala.

Pero Bejarano es contundente: “Ahora sabemos que estar dependiendo de plaguicidas altamente peligrosos no es sustentable (…) y que los costos los pagamos nosotros en sufrimiento, afectaciones a la salud y al medio ambiente”.

Prohibir los PAP es necesario, pero no es suficiente. Chile es uno de los países con más regulación y sin embargo muchos plaguicidas prohibidos se siguen usando. “Se prohíbe un plaguicida, pero las empresas empiezan a venderlos más baratos hasta terminar con el stock, entonces la gente consume más esos que otros”, explica Muñoz Quezada.

Detonantes de cambio

Saraí Cisneros, ama de casa, recuerda el momento en el que las intoxicaciones por plaguicidas dejaron de normalizarse en El Mentidero. “Ahí, al lado de la telesecundaria, había una parcela de jitomate y pepino, y rociaban con herbicidas fuertes justo a la hora en que los niños estaban en clases”, comenta.

Fue en 2019 cuando los escolares empezaron a quejarse de olores intensos, y luego de dolores de cabeza, náuseas y mareos. Así que las madres se movilizaron, presentaron una denuncia ante las autoridades municipales y empezaron a colaborar con Humberto González y otros investigadores del CIESAS para que analizaran la orina de sus hijos.

“Las mujeres han jugado un rol protagónico en los conflictos socioambientales, en la visibilización de la situación del grupo familiar y particularmente de los daños a las infancias. No sólo las madres, sino también las maestras rurales”.

Cecilia Gargano, especialista en conflictos socioambientales e investigadora de la Universidad Nacional de San Martín, Argentina

González ya había analizado muestras de más de 200 niños de kinder y primaria de El Mentidero y había encontrado hasta 8 plaguicidas en su orina. En esta nueva muestra, de 81 escolares de la secundaria, reportó que el 100 por ciento de los niños tenían glifosato y 2,4-D.

A partir de ese momento, hubo un cambio. En 2021 se obtuvo un contrato de comodato (o préstamo) a tres años para llevar a cabo un proyecto de reconfiguración agroecológica y convertir la parcela en un espacio pedagógico demostrativo.

Durante 3 años (de 2022 a 2024) se dejó de fumigar la parcela, se abandonó el enfoque productivo y los niños empezaron a producir alimentos sin plaguicidas, aprendieron de hortalizas orgánicas y biofertilizantes. “Los niños se convirtieron en un factor de cambio”, cuenta, emocionado, Rodolfo González.

Niños y niñas de El Mentidero, en Jalisco, aprenden agroecología en su parcela escolar. Crédito de la imagen: Proyecto RAAS.

No es un caso aislado. Gargano ha documentado un común denominador en muchos conflictos socioambientales de la región: cuando lo que está en juego es la salud de los niños, las mujeres y las escuelas propician cambios, aprendizaje y transformación.

“Las mujeres han jugado un rol protagónico en los conflictos socioambientales, en la visibilización de la situación del grupo familiar y particularmente de los daños a las infancias. No sólo las madres, sino también las maestras rurales”, dice la investigadora.

En las zonas rurales de la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, las fumigaciones cerca de escuelas propiciaron que decenas de docentes crearan la Red Federal de Docentes por la Vida para impedir las fumigaciones cerca de las escuelas.

Cuando sucede una fumigación cerca de alguna escuela, las docentes interrumpen las clases, llaman a los padres para que vayan por los niños y toman fotos para denunciarlo.

Pero “al día siguiente tenemos que volver a la escuela, y tenemos que enfrentarnos a respirar ese aire contaminado y a estar en ese patio”, cuenta en un video de la Red la profesora Marcela Murguía, de la escuela Nº 10 de la localidad de Alta Vista, en la provincia de Buenos Aires.

Y es que prácticamente en ningún país de la región hay leyes estrictas que prohíban o pongan límites de distancia a las fumigaciones cerca de las escuelas.

“Se pueden encontrar disposiciones provinciales, municipales, ordenanzas, pero no son uniformes, pueden ir desde los 50 hasta los 1500 metros, pero no hay consecuencias para quien no las cumpla”, dice Gargano.

En Chile, Muñoz Quezada ha hecho intervenciones educativas con padres y niños de escuelas rurales para evaluar hasta qué punto una mayor percepción del riesgo puede conducir a una disminución de plaguicidas en su cuerpo.

Su conclusión es que estas intervenciones no funcionan si los niños siguen expuestos a un ambiente lleno de plaguicidas. “Nos dimos cuenta que el cambio no es responsabilidad de la familia ni del colegio ni del niño, sino del Estado; tener políticas de justicia ambiental para evitar que haya zonas de sacrificios rurales”.

Rodolfo González cree que la agroecología es una vía para lograrlo, siempre y cuando las mujeres sean quienes decidan sobre la tierra. “Hay que feminizar el campo. Donde hay una mujer trabajando hay una agricultura distinta, diversa, enfocada en la salud antes que en los negocios”.

Lo dice mientras ve lo que queda de la parcela escolar que él ayudó a construir. El proyecto terminó hace unos meses y en unas semanas volverá a ser “productiva” y, en consecuencia, fumigada cerca de la escuela.

No puede evitar su frustración. “Mientras que se siga apostando por la máxima producción y el máximo rendimiento, en lugar de apostarle a la salud de los niños, la conservación, la diversidad y la familia, esto está perdido”.

Este artículo fue producido por la edición de América Latina y el Caribe de SciDev.Net.

Redacción

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