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lunes, agosto 25, 2025

De la Patagonia a la cima del mundo: quién es Carlos Sandro Villafañe, el chubutense que desafió al Everest

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En Esquel, las montañas son una presencia que acompaña cada día: están ahí, recortadas contra el cielo, acumulando aura de belleza. Carlos Sandro Villafañe (47) creció mirándolas. En ese paisaje aprendió pronto que el frío no se combate, se acepta; y que el viento, por más feroz que sople, no derriba a quien tiene raíces fuertes.

Carlos nació en Trelew, pero su memoria más profunda está en el barrio Don Bosco de Esquel, lugar en el que pasó toda su vida. La postal que recuerda tiene calles de tierra y juegos en la vereda, en ese entonces, estar en movimiento parecía ser la única manera de pelearle al aburrimiento.

«No podía estar en la casa – dice – andaba todo el tiempo deambulando, yendo a los ríos, a las lagunas y a los cerros». Aquel niño, como muchos otros de la época, a veces no cenaba para ir a deslizarse en la nieve y, en el verano, jugaba en el barrio hasta que el sol caía.

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“Siempre me apasionaron las montañas. Ya de chico soñaba con estar ahí arriba”, expresa a ADNSUR mientras hurga en sus recuerdos y en su voz vibra el color de una infancia libre y salvaje, moldeada por el viento patagónico.

El barrio Don Bosco de Esquel.

PRIMERA CUMBRE Y LA LECCIÓN DE LA MONTAÑA

El primer gran ascenso de su vida no fue una epopeya planificada, sino la aventura de un adolescente de barrio, en una localidad patagónica. Tenía 15 años cuando, con amigos, subió el Cerro 21 de Esquel, cuya cumbre está a 2.082 metros sobre el nivel del mar. Lo hicieron sin nada, «a la que te criaste», con un calzado urbano y sin una gota de agua.

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«Uno cuando es chico se arriesga de más y asume peligros innecesarios», dice hoy, con la voz de la experiencia. Aquella subida fue la lección que lo ancló a la prudencia: “Desde ese día, nunca más subí una montaña sin estar preparado”, remarca.

Luego llegaron más experiencias y más cumbres. Pero hay una montaña que tiene algo especial.

El Cerro 21 de Esquel, cuya cumbre está a 2082 metros sobre el nivel del mar.

El Lanín, ubicado en Neuquén a 3.776 metros sobre el nivel del mar, es un volcán sagrado para los mapuches, y se convirtió en su santuario personal. «Es una de las cumbres que más me gusta, desde arriba se ven muchos volcanes de Chile. Es espectacular», describe con reverencia.

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«Para mí es uno de los cerros más lindos de la zona». Allí, en la cima del mundo, sintió la conexión profunda con la tierra, la vibración ancestral de la Patagonia. En una travesía, fue testigo de un espectáculo único, la fuerza primordial de la naturaleza se presentó ante sus ojos: «Vimos, desde la cumbre, al volcán Villarrica en erupción, tirando lava. Vimos como fluía un río chiquitito de color naranja y rojo intenso. Fue increíble», recuerda Carlos.

Para Carlos, el Lanín, se convirtió en su santuario personal.

RAÍCES

Carlos es el más grande de tres hermanos, y creció al abrigo de un típico hogar patagónico. «Mi mamá es joven, tiene 63 años», dice con una sonrisa, aunque la sombra de una pérdida se cruza en sus recuerdos: «Desafortunadamente, mi padre falleció hace tres años».

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Pero la ausencia física no logró silenciar el eco de su presencia. «Él siempre me acompañaba, siempre estaba en todo lo que yo hacía. Fue una pérdida muy grande que tuve». Su padre, era oriundo de Río Pico, trabajó como empleado provincial y se convirtió en el faro que guió sus pasos.

«En todo lo que hice después, en todas las actividades de riesgo, incluido el ascenso al Himalaya, siempre lo tuve más que presente». Su legado, un impulso invisible, es una fuerza que lo empuja a seguir adelante. «Yo corría una carrera, hacía algo, y seguro que en algún momento del trayecto lo encontraba él y a mi mamá. En todos los momentos siempre estuvieron y me acompañaron».

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Ese legado paterno encontró continuidad en su propia familia, que lo sostiene en cada desafío nuevo que encara.

Hoy, Carlos vive en Bariloche con Mirta, su compañera de hace más de 26 años, y sus dos hijos. Con ella comparte carreras, travesías, días de esquí, natación en aguas abiertas. Sus hijos, ya grandes, le dejaron más tiempo libre para esa vida en movimiento que parece no agotarlo nunca. “Tengo el pilar fundamental que es mi familia. Gracias a Dios”, remarca.

EL EJÉRCITO: ENTRE CUMBRES, ESFUERZO Y DISCIPLINA 

El Ejército apareció temprano en su vida, casi como un acto de rebeldía adolescente. En cuarto año del secundario decidió, sin avisar, que quería independencia. Se presentó solo, llenó los papeles, y cuando su madre se enteró ya estaba adentro. Ingresó al Regimiento de Caballería Ligero III, en Esquel. Después viajó a Campo de Mayo, en Buenos Aires, y, más tarde, lo solicitaron en su ciudad natal.

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Ya como suboficial eligió la montaña: Bariloche lo recibió con cursos de andinismo y escenarios que iban desde las agujas del Frey hasta la mole del Tronador. Allí aprendió la primera lección de altura: controlar las emociones. “Muchas veces renegué por no haber podido hacer alguna cumbre, pero cuando bajás y ves la situación entendés todo”, reflexiona.

Camino al Aconcagua.

En la Escuela Militar de Montaña, perfeccionó sus habilidades en escalada técnica, participando en ascensiones cada vez más exigentes. Aprendió a leer las señales del tiempo, a confiar en sus compañeros y a controlarse en situaciones extremas. «Se aprende de todo, hay que controlar las emociones porque son ambientes complejos», asegura Carlos.

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Su cuerpo se fue adaptando al esfuerzo, su mente a la disciplina, y su alma al frío de las altas cumbres cordilleranas. Tiempo después, cuando transitaba sus 30 años, los desafíos se incrementaron y llegó el Cerro Tupungato y el Aconcagua. Ahí todo cambió: “son exigencias mucho más complejas: el oxígeno ya es diferente, la presión es diferente, las condiciones climáticas, todo, es fuerte”, remarca.

El campamento en el Aconcagua

Pero las experiencias de montañas no siempre dan satisfacción, en ocasiones llegan para dejar algún aprendizaje. A veces piden rescates, duelos, silencios. Villafañe sabe de esto porque participó de varios operativos: un hombre que murió de un paro cardíaco en el cerro Frey, una joven arrastrada por una avalancha en el Cerro López, un pistero experimentado que perdió la vida en Bariloche. “Es muy difícil y triste. Esas cosas te marcan.”

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UNA NOTICIA QUE CAMBIÓ SU DESTINO 

El punto de inflexión de su vida llegó en junio de 2024, cuando recibió una noticia inesperada. Se estaba conformando un grupo para una expedición al Himalaya, gracias a un acuerdo bilateral entre Argentina e India. Un currículum adjunto pedía, como mínimo, haber escalado una cumbre superior a los 5.000 metros. Carlos ya había estado en varias.

En la cumbre

Se postuló de inmediato. La selección fue rigurosa: 41 aspirantes se presentaron en Puente del Inca, Mendoza, y comenzaron con «estudios médicos y comprobaciones físicas» en cerros periféricos. «Fueron cuatro cerros que trabajamos», explica, para ir aclimatando hasta superar los 5.000 metros. A finales de diciembre, la patrulla de 14 integrantes quedó consolidada, con Carlos como parte de los ocho titulares, el único argentino de Chubut.

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Era parte, nada más y nada menos, que de la primera expedición argentina de montaña al Himalaya. “Fue como tocar el cielo con las manos. De Esquel al Himalaya… suena imposible, pero ahí estábamos”, dice.

Villafañe habla con calma. Su tono oscila entre el orgullo y la modestia, como si la hazaña le perteneciera a muchos y no a él solo. “Representar al Ejército y al país en esa misión fue lo más grande que me tocó vivir”, resume.

Lo cuenta ahora con serenidad, pero – como lo va a relatar en la segunda parte de esta crónica – en aquellas alturas hubo miedos, agotamiento, noches sin respiro. Y hubo, también, un momento bisagra que pudo significar el final.

Sigue en la segunda Parte…

Redacción

Fuente: Leer artículo original

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