Cuesta de creer incluso para los que lo hemos vivido, pero hace no tantos años –o quizás ya sí, treinta años son ya muchos años– la ciudad, llegados los meses de verano, se vaciaba de gente. Autóctona, aborígenes, inmigrantes, pero incluso de turistas. Y derivado de esa ausencia de humanoides en calles y casas, las tiendas, los comercios cerraban. Es decir, sucedía con normalidad algo con lo que no podríamos convivir ahora más de dos minutos, que era no poder tener lo que quisieras cuando lo quisieras.
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