A dos años del inicio del gobierno de Santiago Peña, Paraguay enfrenta un escenario complejo donde la respuesta política a una economía debilitada se traduce en un giro claro hacia la securitización del Estado. En un contexto marcado por el aumento del costo de vida y la profundización de la desigualdad, el país avanza hacia un modelo de control social inspirado en la experiencia salvadoreña, mientras refuerza sus vínculos en materia de seguridad con Estados Unidos.
Según datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística (INE), la pobreza monetaria en Paraguay se redujo al 20,1% en 2024, dos puntos porcentuales menos que el año anterior. Sin embargo, esta aparente mejora no se traduce en una mejora real de las condiciones de vida. La Encuesta Permanente de Hogares Continua (EPHC) reveló un incremento del 9% en el costo de la canasta básica de alimentos y de más del 5% en la canasta de consumo, tanto en áreas urbanas como rurales. La inflación afecta con fuerza a sectores populares, y el poder adquisitivo de las y los trabajadores sigue deteriorándose.
A esto se suma un dato alarmante: el ingreso promedio del 10% más rico del país es casi 19 veces superior al del 10% más pobre, una muestra clara de que la desigualdad social persiste como un rasgo estructural del modelo económico paraguayo.
En paralelo, el país ha visto cuadruplicada su deuda pública en los últimos gobiernos, mientras se impulsan reformas orientadas por organismos como el Fondo Monetario Internacional (FMI), entre ellas el uso de fondos previsionales y la flexibilización de derechos laborales.
Ante este panorama, el gobierno ha optado por una estrategia centrada en el fortalecimiento del aparato de seguridad y el control del territorio. En pocas semanas, se han multiplicado los anuncios e iniciativas que apuntan a una mayor militarización y alineamiento con Estados Unidos.
Entre las medidas destacadas se encuentra la declaración del Cartel de los Soles como organización terrorista, en sintonía con Washington y Quito, lo que implica una toma de postura clara en la geopolítica regional. También se anunció la instalación en Asunción de una unidad entrenada por el FBI, con foco en la zona de la Triple Frontera, bajo el argumento de combatir al crimen organizado. Esta acción marca un aumento de la presencia directa de agentes extranjeros en el país.
En la misma línea, el pasado 14 de agosto el gobierno firmó un Memorándum de Entendimiento con los Departamentos de Estado y Seguridad Nacional de EE.UU., que abarca cooperación en seguridad, migración y comercio. Paralelamente, el ministro de Justicia, Gerald Campos, defendió en el Congreso un proyecto para construir una megacárcel con capacidad para más de cinco mil internos, inspirada en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) de El Salvador.
Esta propuesta, basada en el modelo del presidente Nayib Bukele, se presenta como una respuesta contundente a la criminalidad, pero ha sido duramente criticada por organizaciones de derechos humanos que advierten sobre los riesgos de la militarización del sistema penitenciario y la erosión de garantías constitucionales.
La securitización no es una novedad en Paraguay. Desde inicios del siglo XXI, el país ha construido una estrecha relación con EE.UU. en materia de seguridad. La creación de la Unidad de Investigación Sensible, bajo la órbita de la DEA, y la posterior formación de la Fuerza de Tarea Conjunta (FTC) en 2013, consolidaron un esquema en el que las Fuerzas Armadas cumplen funciones de seguridad interna, algo prohibido por la Constitución nacional.
Este patrón se ha mantenido y reforzado con el tiempo. El reciente “Operativo Umbral”, que implicó el traslado de 783 personas privadas de libertad y la militarización de los centros penitenciarios, confirma que la lógica de excepción se consolida como norma. La narrativa oficial insiste en la necesidad de respuestas firmes frente al crimen, pero en la práctica se avanza hacia un Estado con menor tolerancia a las disidencias y mayores niveles de intervención extranjera.
Mientras el gobierno prioriza recursos para seguridad y represión, los sectores productivos enfrentan serias dificultades. Gremios como la Federación de Micro, Pequeñas y Medianas Empresas (Fedemipymes) señalan que apenas el 1% de las firmas logra beneficiarse del contexto económico actual. El resto sufre caída del consumo, aumento de los costos y un escenario incierto. El énfasis estatal en la securitización contrasta con la falta de políticas de desarrollo inclusivo y de redistribución de la riqueza.
La gran pregunta es si la sociedad paraguaya aceptará esta nueva normalidad, o si será capaz de construir un camino alternativo basado en la justicia social, la equidad y la soberanía.
Fuente: Nodal AL.