Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la alianza entre Estados Unidos y Europa ha sido la columna vertebral del orden internacional. La creación de la OTAN en 1949 cristalizó un pacto político y militar que sirvió para contener a la Unión Soviética y garantizar la paz en el Viejo Continente. Durante la Guerra Fría, esta relación no solo fue estratégica: fue también ideológica. Representaba la defensa conjunta de la democracia frente al comunismo.
Setenta y cinco años después, esa unidad transatlántica atraviesa un periodo de redefinición. El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca, con su insistente escepticismo hacia los compromisos multilaterales, ha agudizado dudas que ya venían gestándose: ¿puede Europa confiar en la protección de Washington? ¿Está dispuesta América a seguir sosteniendo la seguridad del continente europeo? Y, en sentido inverso, ¿están los europeos preparados para asumir una mayor cuota de responsabilidad en defensa y política exterior?
La OTAN a prueba
La guerra en Ucrania puso a prueba la solidez de la alianza. Por un lado, Estados Unidos fue clave en sostener a Kiev con asistencia militar y financiera. Por otro, las dudas sobre la continuidad de ese apoyo se multiplicaron con cada vaivén de la política norteamericana. La administración Trump, tanto en su primer como en su actual mandato, ha sugerido que la defensa de Europa debe ser costeada principalmente por los europeos.
Este mensaje cala en la opinión pública estadounidense, cada vez más reticente a invertir recursos en conflictos lejanos. La OTAN, que en la Guerra Fría era vista como indispensable, es ahora percibida por parte del electorado americano como una carga.
Europa responde con un discurso de autonomía estratégica. Francia y Alemania promueven desde hace años la idea de una defensa europea capaz de actuar con independencia. Sin embargo, las divisiones internas de la Unión Europea, sumadas a la disparidad de presupuestos militares, dificultan que esa aspiración se convierta en realidad.
Europa entre dos fuegos
El continente europeo enfrenta un dilema geopolítico. Por un lado, no puede prescindir de Estados Unidos como garante último de su seguridad, especialmente frente a la amenaza rusa. Por otro, tampoco puede ignorar que Washington gira cada vez más su atención hacia Asia, donde la competencia con China es prioritaria.
El resultado es una Europa obligada a rearmarse, pero sin perder el vínculo transatlántico. La duplicidad es evidente: se habla de independencia, pero se invierte en sistemas de defensa compatibles con la OTAN. Se proclama la necesidad de una política exterior común, pero se depende de las sanciones coordinadas con Washington para hacer frente a Moscú.
El factor Trump
En este tablero, la figura de Donald Trump se convierte en una variable crítica. En su primer mandato, cuestionó abiertamente el valor de la OTAN y llegó a sugerir que Estados Unidos podría no defender a un país miembro que no cumpliera con las metas de gasto militar. Hoy, en su segundo mandato, mantiene la retórica de presión, aunque con cierta pragmática flexibilidad.
Lo que resulta innegable es que su liderazgo obliga a Europa a replantearse su relación con Washington. La alianza ya no es un dogma indiscutido: es un acuerdo que debe renegociarse continuamente, sujeto a la política interna de Estados Unidos.
Consecuencias para América Latina
La relación transatlántica tiene repercusiones directas para América Latina. Durante décadas, la coordinación entre Washington y Bruselas definió posiciones comunes en materia de comercio, derechos humanos y seguridad. Esa sintonía permitió que iniciativas multilaterales contaran con un respaldo sólido.
Si la unidad trasatlántica se debilita, América Latina se encuentra ante un escenario de mayor fragmentación. Los países de la región deberán negociar por separado con Washington y con Bruselas, enfrentando posibles contradicciones entre ambos polos. Además, el vacío de liderazgo puede ser aprovechado por potencias emergentes como China, que ya incrementa su presencia económica y diplomática en el continente.
Historia y lección
La historia demuestra que las alianzas no son estáticas. El eje Washington-Londres, que en 1945 parecía indestructible, se fue transformando con los años, dando lugar a un vínculo más complejo y plural con toda Europa. Hoy, la pregunta no es si la alianza sobrevivirá, sino en qué condiciones lo hará.
Para los europeos, el desafío es doble: reforzar su capacidad de defensa y, al mismo tiempo, mantener la confianza norteamericana. Para Estados Unidos, la decisión estratégica es si seguir apostando por Europa o concentrar la mayor parte de sus recursos en Asia.
Conclusión
La unidad trasatlántica, aunque debilitada, sigue siendo el pilar central del orden internacional. Europa no está lista para caminar sola y Estados Unidos no puede permitirse una fractura total en Occidente. Sin embargo, la relación ya no es la de la posguerra: es una alianza sujeta a tensiones, presiones electorales y nuevas prioridades geopolíticas.
América Latina debe observar este proceso con atención. El futuro de la alianza entre Washington y Bruselas no solo define la seguridad de Europa, sino también el marco en el que nuestra región negocia comercio, inversiones y cooperación internacional. La pregunta, en definitiva, no es si América y Europa seguirán unidas, sino qué significa hoy estar unidos en un mundo cada vez más fragmentado.