En política, las palabras pueden ser poderosas. En la Argentina reciente, ningún término lo demuestra mejor que «la casta». Javier Milei convirtió este concepto en un emblema, un significante que logró atravesar las fronteras ideológicas y encajar en un malestar social extendido y de relativa larga data.
Hoy hablar de «la casta» se volvió parte del sentido común político. «La casta» no tiene una definición fija. No se trata de un concepto académico ni de una categoría jurídica. Funciona como un significante abierto, cuyo poder radica en su capacidad de condensar demandas, emociones y broncas diversas en una sola palabra que parece evidente o autoexplicativa, pero que, en realidad, es vacía o «flotante».
Para algunos, «la casta» son los políticos de siempre; para otros, los jueces que garantizan privilegios; para otros, los sindicalistas o los empresarios que se benefician del Estado. Cada persona «rellena» el significante con su propia experiencia de injusticia. Esta ambigüedad y pluralidad abarcativa, lejos de ser un problema, es su principal fortaleza, dado que permite que cada ciudadano proyecte su propio enojo en este término.
Como el significante no describe una realidad empírica, sino una frontera simbólica, «la casta» se convierte en un dispositivo de identificación: hay un sector que puede reconocerse como víctima de la misma, aunque el que lo enuncia también pertenezca al círculo de poder.
Funciona como estrategia performativa: al decir «yo lucho contra la casta» el líder se coloca simbólicamente en el lugar del «outsider» de la misma, incluso si objetivamente no lo es.
Pero también vuelve a encarnar el remañido «Nosotros contra ellos». Milei logró trazar el antagonismo con precisión: de un lado,»nosotros», la «gente de bien»; del otro, «ellos», una élite que se enriquece y bloquea el cambio. La potencia del significante radica en esta capacidad de dividir el mundo en dos campos claros, en los que cada persona puede ubicarse con bastante facilidad.
Los críticos señalan una paradoja: Milei se rodea de políticos tradicionales, economistas de renombre y empresarios influyentes, es decir, perfiles que encajarían en su propia definición de «casta». Sin embargo, esta contradicción no debilita el término. La explicación es simple: como dijimos anteriormente, «la casta» no describe una realidad literal, sino que funciona como una etiqueta simbólica. Milei no necesita ser coherente en sentido estricto; le basta con repetirla en discursos, gestos y consignas, para que se naturalice y pase a ser una realidad simbólica.
El proceso de repetición es clave. A fuerza de entrevistas, discursos y apariciones mediáticas, «la casta» pasó de ser un eslogan de campaña a convertirse en una categoría que circula por sí sola. Ya no hace falta que Milei la explique: la gente la entiende, la usa y la reproduce.
Cuando un término logra esa autonomía, deja de ser una mera propaganda y se convierte en sentido común.
El fenómeno, obviamente, no es exclusivo de Milei. La historia política está llena de ejemplos de significantes que se transformaron en bandera. El actual Presidente se inscribe en esta tradición, pero con un estilo propio y en un contexto de desconfianza extrema hacia la política y sus sujetos. Su éxito no radica en la originalidad del recurso, sino en su capacidad de sintonizar con el clima social de hartazgo. La oportunidad «random» de «decir lo que se quiere escuchar» en «el momento correcto».
En síntesis, «la casta» es una construcción simbólica que organiza el relato político del mileísmo. Su potencia no está en señalar con precisión a sus integrantes, sino en condensar la bronca en una etiqueta simple, repetible y contagiosa.
Javier Milei logró que este significante se convierta en el eje de su identidad política y en un arma discursiva que resiste, incluso, frente a las contradicciones más evidentes. La verdadera victoria del término no es la coherencia, sino su eficacia. En el tablero político argentino, «la casta» ya dejó de ser un eslogan de campaña para convertirse en un marco desde el cual pensar la política misma.