No sé con exactitud cuándo empezó; lo que sí sé es que la Argentina vive inmersa en una fractura política, social y cultural que no ha hecho más que profundizarse con el correr de los años. Tiendo a pensar que la crisis del 2001 fue una de las causas principales: no solo dejó millones de argentinos en la pobreza y un Estado en bancarrota, sino que también instaló un quiebre de confianza hacia la dirigencia y las instituciones.
Con el tiempo, esa fractura se convirtió en un campo de batalla permanente, donde las posiciones extremas no solo dominan la política, sino que también se filtran en los medios, en las redes y en la vida diaria. Ese clima bélico y agresivo se derrama y contagia en todas las capas de la sociedad, alimentando enfrentamientos en los lugares de trabajo, en las aulas, en las familias y hasta en la mesa de los domingos.
Las causas del fenómeno son múltiples, pero resulta imposible omitir la responsabilidad de la dirigencia política. Los líderes, llamados a ser los artífices de la unidad nacional, eligieron hacer de la confrontación su principal herramienta.
Néstor Kirchner inauguró un estilo de discurso combativo, basado en la descalificación sistemática del adversario y la apelación al miedo como recurso electoral.
Cristina Fernández profundizó esa estrategia durante sus mandatos, y hoy la agresividad alcanzó un nuevo punto de tensión con Javier Milei, cuya retórica de insultos e interpelación permanente al enemigo refuerza el círculo vicioso de la división. La consecuencia es evidente: la grieta no se atenúa, se ensancha y se expande.
En este contexto, la ciudadanía queda atrapada en un juego de opciones reducidas, obligada a elegir entre bandos que se presentan como irreconciliables. Los problemas estructurales —pobreza, inflación, empleo, educación— ceden espacio a una batalla simbólica que resuelve poco y divide mucho. El resultado es un creciente desencanto social frente a una clase política que parece más ocupada en sostener su poder que en atender las urgencias de la sociedad.
Lo más preocupante es la naturalización de la agresividad discursiva. Lo que hace unos años escandalizaba, hoy se consume con indiferencia en medios y redes sociales. Los insultos, las acusaciones de corrupción y los ataques personales se convirtieron en parte del paisaje cotidiano. Ese clima no sólo erosiona la confianza en las instituciones, sino que también alimenta el desencanto democrático.
¿Qué expectativa puede tener un ciudadano cuando quienes lo convocan a votar se comportan como enemigos irreconciliables más que como representantes de un sistema democrático?
Definitiva y absolutamente ninguna