Celeste Cid no parece arrastrar nostalgias, sino aprendizajes. Hoy, a los 41, se muestra en el presente que necesitaba y con la certeza de que la maternidad es, quizás, el proyecto más sólido de su vida. Habla sin rodeos, con la naturalidad de quien atravesó etapas difíciles y aprendió a transformarlas en calma.
Se trata de esa calma que hoy asocia con la felicidad. No la de las fotos perfectas, sino la de los vínculos, las rutinas compartidas y el silencio de su hogar, cuando se convierte en refugio después de la exposición. “Ser madre me enseñó a pedir ayuda, a entender que no puedo con todo, y que eso también es empoderamiento”, confiesa a Revista GENTE sobre cómo la llegada de André, a sus 20 años, fruto de su relación con Emmanuel Horvilleur, y la de Antón, a sus 32, a raíz de su vínculo con Michel Noher, cambiaron su vida.
Ser madre a los 20 no fue lo mismo que a los 32. Celeste lo sabe y lo dice sin vueltas. André llegó cuando ella aún estaba en pleno ascenso televisivo, con resistencias internas y un mundo que todavía le resultaba demasiado grande. “Con André crecimos juntos”, recuerda. “Yo era muy joven, temerosa, me exigía todo el tiempo y buscaba hacerlo perfecto. Era abanderada en el colegio, demasiado autoexigente. Y esa vara también la llevé a la maternidad. A veces lloraba por sentir que no alcanzaba”, cuenta.

Doce años después, con Antón, la experiencia fue completamente distinta. Ya más madura, con más herramientas y una carrera consolidada, se encontró con otros desafíos: el mundo de las pantallas, los límites digitales y una crianza que demanda otras respuestas. “Con André mirábamos Cars una y otra vez hasta que se aprendía los diálogos. Con Antón el mundo ya era otro: videojuegos, redes, estímulos constantes. Y eso exige nuevas reglas, nuevos aprendizajes”, dice.

Entre ambas etapas hay un punto en común: la certeza de que la maternidad no se repite, se reinventa. “No hay manual, cada hijo te cambia la forma de mirar la vida. Y aunque a veces siento que sigo siendo la misma chica exigente que fui, la maternidad me enseñó a soltar. A decir ‘no puedo’, a aceptar ayuda y a entender que no se trata de poder con todo, sino de acompañar con amor”.
El peso de la exposición y la búsqueda de calma

Cid creció en los sets, frente a las luces, con millones de ojos encima. Desde Resistiré hasta sus protagónicos más recientes, vivió la exposición como una espada de doble filo.
Por un lado, el reconocimiento y el cariño del público; por el otro, las exigencias de una industria que no perdona el paso del tiempo. “A veces siento que nunca alcanza: ni ser lo suficientemente joven, ni lo suficientemente perfecta. Es un mandato que nos atraviesa a todas las mujeres”, señala.
En esa tensión entre lo público y lo íntimo, aprendió a construir refugios. Su casa, sus hijos y sus vínculos más cercanos son la trinchera donde se permite bajar la guardia. “Hoy lo que más valoro es la calma. No la euforia, no la perfección. La calma de estar con mis hijos, de cocinar aunque se me incendie la sartén, de saber que no tengo que mostrar todo en redes. Eso es felicidad para mí”.
Habla de las canas, de la mirada crítica del otro, de las redes sociales que magnifican la comparación. Y sin embargo, se planta con firmeza. “No quiero recauchutarme toda. Quiero envejecer acompañando el paso del tiempo, bancando que el cuerpo cambie. Porque si no, ¿qué queda? Yo me reconozco más ahora, a mis 40, que a mis 20. Y me gusto mucho más así”.
Una familia, nuevas formas de amor

A poco del estreno de Papá x dos, Cesleste se encontró reflexionando sobre los vínculos y las nuevas maneras de formar familia. La película, que juega con la idea de maternidades y paternidades no tradicionales, le disparó preguntas íntimas. “Invita a pensar cómo nos paramos frente a los vínculos, qué pasa cuando la vida te confronta con algo inesperado. ¿Cómo respondés? ¿Desde el mandato o desde lo que realmente querés?”, lanza.
Su presente también la atraviesa: un hijo de 21 años que estudia cine, otro de 9 que todavía vive en la etapa del juego, y una pareja que la acompaña en silencio, con cuidado mutuo. “Lo más valioso es la calma que construimos juntos. Que haya escucha, que haya respeto. A esta edad entendí que la verdadera felicidad es encontrar espacios donde uno no tenga que defenderse todo el tiempo, donde se pueda descansar en el otro”.

Habla de amor sin poses, de la importancia de pedir ayuda y de valorar las relaciones sanas. “Me llevó tiempo, pero entendí que el empoderamiento no es poder con todo sola. Es también decir: ‘Esto no puedo’ o ‘Necesito que me ayuden’. Mis hijos me enseñaron eso: que la fortaleza también está en aceptar la fragilidad. Y que la maternidad, aunque exige y desgasta, es el mayor lugar de calma que pude encontrar”.
Así y acompañada de Santi Korovsky, su pareja desde hace más de un año, se encuentra Celeste, rodeada de libros, de frases y de proyectos. Pero también con la certeza de que entre tantos estímulos, su oasis tiene que ver con la serenidad y con preservar su yo íntimo lejos de los flashes.