Construyendo ideas
La historia demuestra que los países se sostienen no sólo por sus gobernantes, sino también por sus ciudadanos.
En Guatemala todos tenemos una opinión. Sobre la política, la economía, la justicia y hasta sobre la vida en comunidad. Sin embargo, la mayoría de esas opiniones nunca salen de la mesa de la casa, del chat de confianza o de la plática en el trabajo. Callamos más de lo que decimos. Y ese silencio, aunque parezca una decisión prudente, en realidad nos debilita como ciudadanos y como nación.
Callamos más de lo que decimos.
Luego de haber estado platicando con los jóvenes de último año del colegio Valle Verde Carretera, surge esta inquietud: ¿por qué guardamos silencio aun cuando sabemos que lo correcto sería hablar? Esa pregunta, planteada por adolescentes a punto de graduarse, refleja un sentir profundo de nuestra sociedad. Los jóvenes lo perciben y lo cuestionan; los adultos, en cambio, muchas veces preferimos callar.
No es difícil entender por qué sucede. El miedo se ha convertido en una norma social. Se teme opinar sobre la justicia, porque puede traer consecuencias. Se teme cuestionar a las instituciones recaudadoras, porque puede significar problemas. Se teme exigir a las autoridades de seguridad, y el ciudadano concluye que es mejor callar.
Esta semana lo vimos en dos hechos relevantes. Por un lado, el Ministerio Público fue cuestionado públicamente durante la discusión de su presupuesto, un acto que reflejó lo que muchos ciudadanos comentan en privado: dudas sobre su desempeño y prioridades. Por otro lado, el presidente decidió vetar el decreto 07-2025. Esa decisión fue un alto necesario, porque el decreto representaba un riesgo de corrupción y respondía más a intereses particulares que al bien común. En la práctica, era un cheque en blanco para obras sin control. El veto fue, entonces, un mensaje importante: no todo se negocia, y los recursos públicos deben manejarse con transparencia.
El problema es que cuando el silencio se convierte en costumbre, las instituciones pierden el respaldo social que necesitan para funcionar. No hay democracia sólida si los ciudadanos se resignan a no participar. Tampoco hay seguridad si la gente prefiere no denunciar. Ni justicia si los guatemaltecos consideran que es inútil hablar. La autocensura alimenta la desconfianza, y la desconfianza alimenta la indiferencia.
Es cierto que el país no necesita más confrontación. Tampoco gritos ni insultos. Pero sí necesita voces responsables que se atrevan a decir lo que muchos sienten: que estamos cansados de la corrupción, de la impunidad, de los choques políticos que parecen no tener fin, y de que las soluciones tarden demasiado en llegar. Guatemala no puede salir adelante si su ciudadanía se refugia en el silencio y deja que otros decidan por ella.
Desde una visión conservadora, lo institucional es clave. No podemos darnos el lujo de debilitar más al Congreso, al Ejecutivo, al Ministerio Público o a la Policía. Necesitamos que funcionen, y para eso deben ser objeto de crítica, pero también de apoyo. Exigir resultados no es destruir; es fortalecer. Señalar los errores no es atacar; es contribuir a que se corrijan. Y participar activamente, aunque sea incómodo, es el mejor antídoto contra el miedo.
La historia demuestra que los países se sostienen no sólo por sus gobernantes, sino también por sus ciudadanos. El silencio, por más comprensible que sea, no nos dará mejores instituciones ni mejores resultados. Guatemala requiere menos apatía y más compromiso. No necesitamos más voces estridentes, pero sí más ciudadanos que hablen con serenidad, con firmeza y con convicción.
El silencio puede parecer un refugio seguro. Pero a la larga se convierte en un peso que nos atrapa como sociedad. Si queremos un país distinto, debemos atrevernos a decir lo que pensamos, con responsabilidad. Porque lo que hoy callamos será, sin duda, la crisis que mañana lamentaremos.