La desocupación avanza en la Argentina y ya no es solo un dato aislado. En el primer trimestre de 2025 la tasa subió al 7,9%, con 335 mil nuevos desocupados y subocupados. Desde la asunción de Javier Milei, el aumento roza el medio millón y más de 4 millones de personas trabajan menos de lo que querrían o directamente no tienen empleo.
Los especialistas advierten que la industria y la construcción, motores históricos del trabajo, atraviesan una crisis que solo produce inserciones precarias e informales, mientras la llamada economía de refugio muestra signos de agotamiento. El empleo formal privado permanece prácticamente paralizado y muchos trabajadores ya necesitan combinar dos o más ocupaciones para llegar a fin de mes.
Ahora bien, esos datos responden a la pregunta por el “cuánto aumentó el desempleo”, pero no necesariamente tocan lo esencial. ¿Será esa la pregunta correcta, o estaremos mirando hacia el lugar equivocado? ¿Por qué al elegir ciertos gobiernos, generalmente de derecha, el desempleo tiende a crecer y las tasas de pobreza a acompañarlo? ¿Por qué lo primero que se resiente siempre es el salario del trabajador? ¿Y si la pregunta por el “cuánto”, es decir, la búsqueda obsesiva del dato, no fuera más que el registro de un síntoma, dejando en la sombra la causa más profunda: la racionalización misma del desempleo? Si es así, entonces el desempleo no es un accidente sino una función. Y la pregunta que sigue es inevitable: ¿cuál es esa función?
Esto no les gusta a los autoritarios
El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Cuándo miramos más de cerca, el desempleo no aparece como un error un mal cálculo económico, sino que pareciera ser una especie de pieza clave de su engranaje. El autor de Vigilar y Castigar Michelle Foucault lo anticipó hace cincuenta años: el capitalismo no vive solo de la acumulación de capital, sino de la acumulación de hombres: “La acumulación de hombres, su distribución, la racionalización de sus semejanzas somáticas y de la fuerza de que son portadores, tenía como objetivo hacerlos utilizables… y no para utilizarlos a todos, sino para no tener que hacerlo” (“El poder psiquiátrico”).
No es que falten puestos de trabajo, es que el sistema necesita que sobren cuerpos. ¿Para qué?»
Exacto la acumulación de hombres lo que busca es una masa de individuos disponibles que puedan ser empleados para lo que se requiera a un bajo costo. Con lo cual, el desempleo no es, una falla producto de vaya uno a saber qué error político: es la creación de reservas de fuerzas de trabajo, de cuerpos, a costo de hambre.
Es decir, no es que falten puestos de trabajo, es que el sistema necesita que sobren cuerpos. ¿Para qué? Por eso es importante cambiar la pregunta de “cuánto subió el desempleo” a “a cuál es la función o funciones del mismo”. Para ir clarificando la cuestión podemos identificar por lo menos cuatro funciones del desempleo como táctica política y económica.
Primero, para disciplinar. La existencia de una masa de desocupados funciona como un látigo invisible sobre quienes todavía conservan su empleo. Los discursos más comunes son: “no podés faltar”, “no podés pedir aumento”, “hay diez esperando tu lugar”. El miedo a quedar afuera es más eficaz que cualquier represión: no hace falta palo ni cárcel, alcanza con la amenaza constante y latente, silenciosa y solapada de exclusión.
En segundo lugar, el desempleo cumple una función regulatoria. Permite ajustar el costo de la mano de obra hacia abajo y, con ello, ampliar la rentabilidad del capital. Cuanto más grande la reserva de desocupados, más fácil es presionar salarios y beneficios.
Pero la regulación no es solo salarial: el desempleo amplía la brecha de clases porque habilita una migración constante de capital desde los sectores más pobres hacia los más ricos. Los desocupados gastan lo poco que tienen en sobrevivir, sin posibilidad de ahorro ni acumulación, mientras que la reducción de costos laborales se traduce en ganancias empresariales cada vez más concentradas. En vez de redistribución, hay un drenaje de recursos: un flujo que vacía los bolsillos de abajo y llena las cuentas de arriba. El desempleo no solo disciplina al trabajador: reordena la economía para que el dinero circule siempre en la misma dirección, de las mayorías hacia las minorías.
En tercer lugar, cumple una función productiva de subjetivación. Quien queda afuera no desaparece, es empujado al autoempleo. Y lo que se presenta como “emprender” rara vez es autonomía real: suele ser autoexplotación. El trabajador ya no responde a un jefe externo, pero se convierte en su propio capataz, sin horarios, siempre disponible, con la culpa de no producir lo suficiente.
El emprendedorismo aparece como promesa de libertad, pero en realidad es otra modalidad del mismo engranaje. La precariedad se transforma en mandato subjetivo. La casa siempre gana, el casino del capital nunca pierde.
Mantener una masa de excluidos resulta útil por varias razones»
Por último, el desempleo cumple una función política de primer orden. No es solo un efecto colateral de las crisis o de las malas gestiones, sino un recurso deliberadamente administrado por los gobiernos y las élites económicas. Cada vez que se anuncia la necesidad de “eliminar planes” o de “liberar el mercado laboral”, el efecto real es expandir la reserva de desocupados y reforzar la disciplina del resto. El desempleo se convierte, entonces, en política antes que en problema: una herramienta de gobierno.
Mantener una masa de excluidos resulta útil por varias razones. En primer lugar, porque disciplina al conjunto: el miedo a perder lo poco que se tiene funciona como el mejor garante de obediencia. En segundo lugar, porque permite naturalizar la precariedad: si hay desocupación “estructural”, si siempre hay más gente buscando trabajo que puestos disponibles, la flexibilización y la pérdida de derechos laborales aparecen como inevitables. En tercer lugar, porque el desempleo habilita un discurso moralizante: se construye la figura del “planero” como chivo expiatorio, se divide a los trabajadores entre “merecedores” e “improductivos” y se desplaza la discusión de lo económico a lo moral, culpabilizando al pobre por su condición.
En ese movimiento, el desempleo no solo regula salarios ni fabrica subjetividades dóciles: también refuerza un orden social y político en el que los de arriba conservan privilegios mientras los de abajo se fragmentan y enfrentan entre sí.
La función política del desempleo es, en última instancia, sostener el statu quo: consolidar un modelo de gobernabilidad basado en la escasez artificial y en la administración calculada del miedo.
La sofisticación actual lleva estas funciones más lejos. Ya no hace falta fábrica ni cuartel: basta con un celular en el bolsillo. Plataformas como Uber o Rappi convierten a los trabajadores en piezas de un algoritmo, siempre vigilados, siempre disponibles. La acumulación de hombres devino acumulación de datos: cada movimiento registrado, cada segundo convertido en ganancia.
Lo que Foucault describía medio siglo atrás es hoy parte del paisaje argentino. Un mercado laboral precarizado, vigilado, sostenido en la amenaza permanente de la exclusión. Y la paradoja es feroz: en nombre de la modernización y la eficiencia, lo que se profundiza no es el progreso, sino la docilidad, la desocupación como método, la resignación como norma.