Llamadme loco si queréis, pero al leer la noticia sobre el nuevo testbed 6G de los Países Bajos mi cabeza se encendió con una idea que podría sonar descabellada. Por algún motivo, encajó con una precisión casi incómoda, como una pieza que llevaba tiempo esperando su hueco en el rompecabezas tecnológico de América Latina. ¿Y si Uruguay hiciera lo mismo?
Los Países Bajos han lanzado el primer banco de pruebas nacional 6G de Europa. Es una infraestructura que conecta cinco laboratorios especializados en distintas ciudades para experimentar con tecnologías más allá de 5G. El proyecto, impulsado por el programa Future Network Services con financiación del fondo nacional de crecimiento, no se limita a la investigación académica. Abre las puertas a startups, pymes y universidades para desarrollar y validar casos de uso en entornos reales antes de que la tecnología llegue al mercado hacia 2030.
En Delft se estudian innovaciones inalámbricas e internet de las cosas (IoT); en La Haya, aplicaciones de salud digital y conducción remota; en Eindhoven, automatización industrial y edge computing; en Groninga, agricultura conectada con inteligencia artificial (IA) y sensores; en Amersfoort, la seguridad y el impacto social de las redes. Cada laboratorio colabora con los demás, creando un ecosistema interconectado que combina ciencia, empresa y política pública.
La idea parece sencilla y al mismo tiempo profundamente estratégica. Los Países Bajos no aspiran a fabricar antenas ni chips, sino a convertirse en un lugar donde el futuro se pueda ensayar antes de desplegarlo. El valor no está solo en la tecnología, sino en el conocimiento que se genera al usarla y compartirlo con quienes la diseñarán o la regularán. En un continente que busca su lugar en la carrera global del 6G, este enfoque les da a los neerlandeses una ventaja cualitativa. Han creado un espacio donde los errores son bienvenidos porque permiten aprender antes que los demás.
Si miramos hacia América Latina, la pregunta que me surge es: ¿Y si Uruguay hiciera lo mismo? ¿Es una idea excéntrica o un acto de optimismo sin fundamento? Pues no lo sé, pero ahí va mi propuesta. Antel tiene un historial que respalda su capacidad de liderazgo en innovación. Fue pionera en desplegar fibra óptica hasta el hogar (FTTH, por sus siglas en inglés) de manera masiva, gestiona un centro de datos de referencia regional y opera en un país con estabilidad institucional, marcos regulatorios predecibles y una cultura tecnológica madura. Uruguay podría ofrecer a la región un entorno neutral, confiable y con escala manejable para probar la próxima generación de redes.
Naturalmente, las magnitudes de inversión y el ecosistema tecnológico europeo son distintos, pero la lógica de colaboración y apertura puede adaptarse perfectamente a la escala uruguaya. En lugar de replicar la densidad tecnológica de Europa, Uruguay podría adoptar un modelo pragmático, centrado en su capacidad de conectar actores regionales y atraer cooperación internacional.
Existen precedentes en la región que muestran el camino: laboratorios experimentales de 5G en Brasil, Chile y México han permitido validar tecnologías y políticas en entornos controlados. Un testbed 6G uruguayo no competiría con ellos, sino que los complementaría al ofrecer un espacio de integración regional y aprendizaje conjunto.
Los actores para hacerlo posible están a la vista. Antel podría liderar el proyecto con apoyo de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII) y la Universidad de la República (UDELAR), que ya colabora en proyectos tecnológicos avanzados. El ecosistema académico aportaría conocimiento científico y formación, mientras que los fabricantes globales —Nokia, Ericsson, Huawei o Samsung— podrían participar como socios tecnológicos aportando equipamiento, software y coinversión, interesados en validar tecnologías 6G en un entorno controlado y políticamente estable.
Organismos multilaterales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) o la CAF podrían contribuir con financiamiento y asistencia técnica, al igual que fondos europeos de cooperación digital. La viabilidad financiera dependería menos de grandes montos y más de la coordinación inteligente de actores con objetivos complementarios.
Un proyecto de ese tipo no tendría que medirse solo en capacidad técnica o velocidad de transmisión. Su valor estaría en la construcción de conocimiento compartido, en la coordinación con organismos multilaterales y en la formación de talento que entienda las implicaciones de la próxima ola tecnológica. La función principal sería institucional y pedagógica más que competitiva. Al abrir un laboratorio donde la región pueda ensayar colectivamente su futuro digital, Uruguay podría demostrar que la innovación no siempre depende del tamaño del mercado, sino de la claridad de propósito.
No se trata de imitar a los Países Bajos, sino de reinterpretar su lógica en otro contexto. El futuro de las telecomunicaciones no se decidirá solo en laboratorios de Europa o Asia, sino también en los lugares que se atrevan a construir puentes entre la infraestructura existente y la que viene. Uruguay tiene el tamaño, la institucionalidad y la ambición técnica para hacerlo. Lo único que falta es decidir que el futuro también puede probarse en el sur.