Cuando la corporación farmacéutica danesa Novo Nordisk quiso probar si el ingrediente principal de Ozempic -su popular fármaco para bajar de peso y tratar la diabetes- también podía tratar enfermedades hepáticas, necesitó primero la aprobación de un panel de ética para garantizar la seguridad de quienes aceptaran colaborar voluntariamente en la prueba en Estados Unidos.
Esos paneles, denominados juntas de revisión institucional, tienen la facultad de rechazar ensayos clínicos o de ordenar modificaciones si el universo de participantes afronta riesgos poco razonables. Se supone que son organismos de control independientes, un contrapeso a las grandes firmas farmacéuticas y a investigadores excesivamente entusiastas.
Pero Novo no debió aventurarse mucho al contratar un panel de ética para su ensayo sobre afecciones hepáticas en mayo de 2024: eligió a WCG Clinical, junta de revisión que parcialmente pertenece a su propia compañía matriz, según descubrió The New York Times.
Novo se niega a hablar de las juntas de revisión que selecciona; sus nombres se borran de una base de datos federal en línea, ya que tal información se considera confidencial. Sin embargo, documentos obtenidos por The New York Times revelan que el estudio hepático no fue una excepción: en los seis años transcurridos desde que la compañía matriz invirtió en el panel controlado por capital privado, Novo seleccionó a WCG para revisar al menos 46 de sus pruebas, aumento considerable con respecto a los años anteriores.
La mayoría de esos ensayos surgió de intentos de Novo por encontrar nuevos usos (y mercados) para la semaglutida, ingrediente principal de Ozempic, Wegovy y Rybelsus, los medicamentos más vendidos de la compañía para diabetes y obesidad.

Lo ocurrido durante esas revisiones sigue siendo confidencial; permanece oculto tras las puertas cerradas del panel de ética. Pero los vínculos financieros entre la empresa farmacéutica y su panel de ética ponen de relieve cómo los inversores de capital privado (los accionistas de las empresas) están transformando este rincón oscuro pero vital de la atención médica estadounidense, a lo que se suman las dudas que esto suscita sobre la independencia y el rigor de los paneles.
Los primeros paneles de ética, creados en respuesta a escándalos de pruebas farmacológicas en las décadas de 1960 y 1970, eran organizaciones sin fines de lucro con base en universidades y hospitales. Pero en los últimos años la inversión en ellos de capitales privados los ha reconfigurado cada vez más como emprendimientos con fines de lucro.
A las compañías farmacéuticas que compiten para desarrollar el próximo éxito de ventas, el capital privado les promete evaluaciones más rápidas y eficientes. Al mismo tiempo, la propiedad de una empresa por parte de capitales privados ha impulsado la expansión de las funciones de las juntas de supervisión mucho más allá de su función original.
Tanto WCG como su principal competidor, Advarra, firma también controlada por capital privado, tienen estrechas relaciones corporativas con las corporaciones farmacéuticas. Ambas sociedades se han convertido en parte de empresas multifacéticas que les venden a las compañías farmacéuticas una amplia gama de servicios de análisis de fármacos, difuminando la línea entre el revisor y el evaluado, lo que genera posibles conflictos de intereses que amenazan la misión de las juntas de revisión, según una investigación del Times.
Afirman los críticos de la industria farmacológica que cualquier debilitamiento de la supervisión que llevan a cabo los paneles de ética es hoy particularmente peligroso, en medio de una desconfianza generalizada hacia la investigación científica y del recorte por parte de la administración Trump del principal organismo de control farmacéutico del gobierno, la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, de acuerdo con sus siglas en inglés).

“Parece que no hay mucho que proteja robustamente a quienes desean participar en las investigaciones”, opina Jill A. Fisher, profesora del Centro de Bioética de la Universidad de Carolina del Norte. Ella y una proporción considerable de gente experta en este ámbito temen que el resultado sea menos protección para las personas que participan en los ensayos y para el público en general.
En entrevistas al respecto, especialistas de destacada actuación en el campo de la bioética expresaron su preocupación al enterarse de que WCG había aprobado ensayos clínicos para una de sus empresas dueñas, relación no informada con anterioridad, por otro lado. «Suena a conflicto de intereses grave», observa Sarah Babb, profesora de la universidad jesuita Boston College, de Massachussetts, que ha estudiado la evolución de las juntas de revisión.
Hoy, más de la mitad de los ensayos clínicos de medicamentos en EE.UU. son evaluados por paneles con fines de lucro. WCG y Advarra representaron la totalidad de los mismos, salvo una pequeña fracción, según un informe de 2023 de la Government Accountability Office (equivalente a la Auditoría General de la Nación en Argentina).
El dominio creciente del capital privado en los paneles de evaluación es solo una faceta de su poderoso papel en la atención médica. Con respaldo de capital privado, WCG y Advarra han adquirido empresas competidoras, así como firmas que ofrecen diversos servicios a compañías farmacéuticas que realizan ensayos clínicos, todo con escasa supervisión gubernamental y transparencia, de acuerdo a registros corporativos internos, informes gubernamentales y entrevistas con especialistas en bioética y en testeo de fármacos y con personal exempleado de juntas de revisión.
Los registros muestran que actualmente WCG obtiene más ingresos por ayudar a las compañías farmacéuticas a realizar ensayos (incluidos el diseño mismo de los ensayos y la búsqueda de voluntarios) que por supervisarlos en beneficio de esos pacientes.
WCG rechazó el pedido de entrevistas y de responder preguntas sobre el tema por correo electrónico. Por medio de un comunicado, su directora de marketing, Carmin Gade, declaró que la política de la empresa prohibía comentar asuntos relacionados con los clientes y detalles específicos de sus ensayos farmacológicos, así como asuntos internos de la entidad. Sin embargo, en una presentación de 2021 ante la SEC (Comisión de Bolsa y Valores), la empresa niega que haya conflicto de intereses y afirma que sus intereses comerciales son independientes de sus evaluaciones éticas y de protección.
Advarra también declinó las solicitudes de entrevistas, pero declaró que mantiene sólidas medidas de seguridad y políticas internas para garantizar la independencia de su Junta de Revisión Institucional. Aseguró igualmente que en la gran mayoría de los protocolos que revisó había recomendado cambios.
La presión para que las revisiones fueran más rápidas no provenía solo de las farmacéuticas sino también de grupos de defensa de pacientes que buscaban aprobaciones más rápidas para nuevos tratamientos. Pero la promesa de rapidez conllevaba ciertos riesgos. Varios ex empleados de Advarra aseguraron que la compañía había impuesto cuotas diarias de revisión de los formularios de consentimiento informado para la población voluntaria de los ensayos.
“Si te centrás únicamente en el tiempo de respuesta, eso no te dice nada sobre la calidad”, explica Holly Fernández Lynch, abogada y estudiosa de bioética de la Universidad de Pensilvania. “Eso impide que la gente diga ‘Un momento, tenemos que hacer una pausa’”, agrega. “‘¿Es correcto así?’”.
La aprobación de un protocolo de pruebas mal elaborado podría provocar que toda una cantidad de pacientes tome un medicamento con efectos secundarios inexplorados. En cualquier caso, un panel de ética es, en gran medida, una caja negra que no presenta una forma efectiva de juzgar la calidad de las revisiones individuales, ni si éstas pudieran verse comprometidas por intereses corporativos interrelacionados.

Más aún, la supervisión federal de las juntas de revisión institucional (IRB, por sus siglas en inglés) es fragmentaria y se limita a efectuar desde poca a ninguna evaluación sobre si las juntas realmente realizan revisiones rigurosas. La industria farmacéutica, en cambio, ha optado por la autorregulación.
“Nuestro sistema se basa en la suposición de que la gente va a seguir las reglas”, advierte la señora Fernández Lynch. “No hay nada en las regulaciones que prohíba establecer una cuota, por ejemplo. No hay nada en las regulaciones que ilustre acerca de cómo deben ser las deliberaciones sobre alta calidad.”
Repetidamente distintos organismos de control federales han solicitado reformas de la situación enfatizando la importancia de la independencia de las entidades actuantes. “Ya advertimos que la eficacia de estas juntas estaba en peligro”, escribió el inspector general del Departamento de Salud y Servicios Humanos de EE.UU. en 2000. “Se han implementado pocas de las reformas que recomendamos.”
Dos décadas después, en la prestigiosa publicación especializada Annals of Internal Medicine escribieron especialistas que el modelo de capital privado era “particularmente susceptible de enfoques que podrían socavar la misión ética de las IRB”.
Nacimiento de una industria
Un informe de 1966 publicado en The New England Journal of Medicine conmocionó al mundo científico.
Se había sometido a pruebas, a veces letales, a participantes de 22 ensayos clínicos sin su consentimiento. Se había inyectado a pacientes células cancerosas vivas. Se habían realizado experimentos en bebés de menos de 48 horas de vida.
Estas revelaciones dieron principio a un debate sobre la ética de la investigación médica que se intensificaría en 1972 tras las noticias acerca del estudio Tuskegee, en el que el grupo investigador hizo un seguimiento de hombres negros con sífilis sin ofrecerles penicilina para tratarla. Dos años más tarde, el Congreso de EE.UU. aprobó la Ley Nacional de Investigación, que exigía intervención de las juntas de revisión institucional en los ensayos farmacológicos financiados con fondos federales.
Los paneles debían ser independientes, con al menos cinco integrantes en una combinación de especialistas en ciencias y personas no científicas. Debían revisar los protocolos del ensayo y evaluar si los beneficios potenciales del fármaco superaban cualquier riesgo razonable para el grupo de participantes. Además, tenían que asegurarse de que los formularios de consentimiento entregados a cada participante detallaran claramente los riesgos. La Administración de Alimentos y Medicamentos examinaría después los resultados del ensayo y determinaría si el fármaco podía comercializarse.
Los comités de revisión ética se incubaron en universidades, hospitales y escuelas de medicina donde se presionaba al voluntariado académico para incorporarse al servicio con pocos incentivos, a fin de que revisaran estudios rápidamente. Y en un principio esos entornos académicos se mantuvieron como sede principal.
Pero en Olympia, estado de Washington, se plantarían las semillas de un nuevo sistema a través de la doctora Angela Bowen, endocrinóloga e investigadora que formó el primer comité de ética independiente, Western Institutional Review Board (Junta de Revisión Institucional Occidental). Bowen estableció un modelo de pago por servicio y empleó a profesionales de medicina, abogacía y más especialistas locales para supervisar investigaciones en seres humanos.
A medida que la industria farmacéutica iba expandiéndose con nuevos descubrimientos y mayor competencia, los productores de remedios fueron buscando plazos de entrega más rápidos. Los paneles de ética comerciales estaban dispuestos a complacerlos.
A medida que las juntas de revisión con fines de lucro crecían, otro tanto ocurría con la preocupación de que pudieran inclinarse a sacrificar la protección de la comunidad de pacientes a cambio de mayores ganancias. Estas preocupaciones alcanzaron su punto álgido con el escándalo del antibiótico experimental Ketek.
La FDA aprobó Ketek en 2004 y dos años después comenzaron a llegar informes de insuficiencia hepática y muertes relacionadas con el fármaco. Recién entonces se supo que la aprobación de la FDA se había producido a pesar de los informes de investigación fraudulenta y las preocupaciones internas del organismo en relación con la seguridad del remedio.
El Congreso investigó y no solo la FDA fue blanco de las críticas. También lo fue un comité de ética con fines de lucro, Copernicus, que posteriormente formaría parte de WCG.
En una audiencia de 2008 la directora ejecutiva de Copernicus, Sharon Hill Price, reconoció que la empresa no había informado nada a la FDA tras recibir 83 notificaciones por infracciones del protocolo de pruebas. «De modo que las infracciones del protocolo, aparte de la cantidad, ¿no fueron alarmantes para su organización, para Copernicus?», le preguntó el demócrata Bart Stupak, diputado por Michigan.
“En ese momento no”, respondió la señora Price. “No”.
(El fabricante de Ketek, Sanofi, cesó la producción en 2016).
El doctor David B. Ross, que evaluaba medicamentos nuevos para la FDA, dio a conocer una evaluación severa de las revisiones éticas. “El sistema nacional de juntas de revisión institucional (IRB) está quebrado”, testimonió.
Ingresa el capital privado
Como junta de revisión independiente más antigua y grande, Western atrajo la atención de inversores de capital privado que expandían su presencia en el sector de la salud. En 2007, Boston Ventures adquirió la empresa de la doctora Bowen y su reputación.
Rápidamente Boston Ventures contrató como director ejecutivo al doctor Stephen Rosenfeld, veterano de los Institutos Nacionales de Salud de EE.UU..
«Realmente pensé que podíamos convertirlo en algo extraordinario», manifestó Rosenfeld.
Al año siguiente, el doctor John Ennever, ex director médico de la oficina de ensayos clínicos del centro médico de la Universidad de Columbia, se incorporó a la empresa como vicepresidente de asuntos médicos.
Como corresponde a una firma de capital privado, Boston Ventures quería que Western creciera, y eso supuso un cambio cultural, según recordaron ambos hombres.
Rosenfeld contó que le pidieron que se encargara del marketing y dejara algunas decisiones operativas a otras personas. Según él, eso era incompatible con sus responsabilidades de director ejecutivo. «Había una situación de tensión entre cómo puede funcionar una empresa cuando es propiedad de alguien que la fundó para servir a un propósito y cuando es propiedad de una compañía de capital privado», explicó. Después de dos años, le pidieron que se fuera.
Cuando otra firma de capital privado, Arsenal Partners, compró Western en 2012, «lo primero que hicieron fue despedir al 30% del personal», destacó el doctor Ennever.
Del mismo modo reemplazaron a toda la gente externa del panel de revisión con personal de Western, al decir del doctor Ennever. Con capital privado, agregó el médico, «todo lo que se puede hacer para mejorar los resultados, se hace, y creo que eso lleva a revisiones menos rigurosas«. Ennever también se fue de la empresa.
Boston Ventures y Arsenal declinaron hacer comentarios.
Ese mismo año, Arsenal adquirió Copernicus, que había capeado la controversia de Ketek, y la fusionó con Western para formar el Grupo Western-Copernicus (WCG).
WCG inició velozmente una oleada de compras y adquirió 31 empresas que reclutan personas dispuestas a someterse a investigación y planifican estudios farmacológicos, capacitan a investigadores de ensayos clínicos y ofrecen consultoría de gestión, monitoreo de datos e imágenes médicas. WCG adquirió además juntas de revisión de la competencia.
El grupo WCG se describe a menudo como «servidor de la humanidad». En sus materiales promocionales destaca las ventajas de trabajar con ambas veredas de la calle: «Ubicados estratégicamente en el centro del ecosistema de ensayos clínicos, actuamos como punto de conexión clave entre nuestros diversos clientes».
(También hay conflictos de intereses en el ámbito académico, donde a veces las universidades se benefician a raíz de medicamentos desarrollados por sus profesores).
WCG no identifica a sus clientes, pero afirma que recurre a «declaraciones apropiadas» para afrontar posibles conflictos.
No obstante, en su presentación de 2021 ante la SEC, WCG advirtió que otros sectores podrían tener una visión diferente: “Las autoridades gubernamentales o reguladoras podrían aseverar que la combinación de estos servicios para un cliente compromete la integridad de las decisiones de la Junta de Revisión Institucional (IRB) o los datos o análisis generados durante cualquier ensayo”.
WCG, Novo y Ozempic
Novo Nordisk se conoció durante décadas por fabricar insulina para tratar la diabetes. Posteriormente, en la década de 2010, desarrolló la semaglutida, inicialmente comercializada como Ozempic, fármaco inyectable que induce al cuerpo a producir su propia insulina y, al mismo tiempo, sacia el apetito.
Ozempic salió a la venta a finales de 2017 y se convirtió en un punto de referencia cultural promocionado por celebridades e influencers como remedio milagroso que te cambia la vida, impulsado mediante un generoso presupuesto publicitario que, hasta hace poco, hizo de Novo la empresa más rentable de Europa. Posteriormente Novo utilizó la semaglutida para fabricar Wegovy, un medicamento específico para la obesidad, y Rybelsus, una píldora para la diabetes.
A fines de 2019 Novo Holdings, la empresa matriz de Novo, se unió a Arsenal y a otra firma de capital privado para recapitalizar WCG con anterioridad a una oferta pública de acciones. (La oferta nunca se llevó a cabo.) Dos directivos de Novo Holdings ocuparían puestos en el consejo de administración de WCG; el ex director ejecutivo de WCG se uniría al consejo asesor de Novo.
Entre el momento en que se constituyó en 2012 y finales de 2019, a WCG se le encargó 17 veces la revisión de ensayos clínicos intervencionales de medicamentos para Novo, según registros obtenidos mediante una solicitud basada en el derecho de acceso a información pública. Esta cifra se disparó a 46 ensayos clínicos en los años transcurridos desde que la empresa matriz de la farmacéutica invirtió en WCG.
Los ensayos examinaron el efecto de la semaglutida sobre la obesidad, la diabetes y ciertos tipos de enfermedades hepáticas y renales; la droga resultó eficaz en dichos tratamientos y en la reducción del riesgo de enfermedades cardiovasculares.
Evaluar estos protocolos de prueba no fue asunto fácil. Las ratas de laboratorio presentaron cáncer tras recibir el medicamento y, aunque la FDA lo aprobó, el producto debe llevar una advertencia en un recuadro que indica el nivel más elevado de riesgo. No han surgido evidencias que vinculen la semaglutida con el cáncer en humanos.
Más de 2.300 demandas federales acusan a Novo Nordisk de no advertir adecuadamente al paciente acerca de posibles daños del fármaco tales como parálisis intestinal, lesiones de la vesícula biliar y obstrucciones intestinales. “Tenemos serias dudas sobre lo que se evaluó durante los ensayos clínicos”, declaró Jonathan Orent, abogado codirector de esas demandas.
La compañía farmacéutica ha negado las acusaciones
Novo Nordisk declinó cualquier entrevista para este artículo e igualmente para responder preguntas escritas. Sin embargo, en un comunicado la portavoz Liz Skrbkova declaró: “Esperamos que todos nuestros socios, incluido WCG Clinical, cumplan con los estrictos estándares regulatorios y éticos en consonancia con nuestro inquebrantable compromiso con la seguridad del paciente, la integridad de los datos y la transparencia”.
Advarra también fue motivo de transformación y anunció que podía proporcionar “una solución integral para gestionar todos los aspectos de un ensayo clínico”.
Blackstone, la firma de capital privado más grande del mundo, estaba al tanto de todo esto. En 2018 adquirió la empresa Clarus, que financiaba ensayos de medicamentos experimentales.
Cuatro años después, Blackstone y otro fondo anunciaron que habían realizado “una inversión mayoritaria” en Advarra, sentando así las bases para posibles conflictos de intereses como los de WCG. El análisis de datos federales realizado por The New York Times reveló que Advarra fue contratada para revisar los ensayos de por lo menos 10 medicamentos de la cartera de la empresa Clarus de Blackstone. (En un comunicado, Blackstone afirmó que no tomaba decisiones operativas para esas compañías farmacéuticas. Por separado, Advarra sostuvo que Blackstone “nunca ha tratado de influir en la revisión de un ensayo clínico.”)
Dentro de las juntas de revisión institucional
La razón por la que las compañías farmacéuticas han recurrido progresivamente a paneles de ética comercial es la rapidez. En lugar de esperar un mes o más a que una universidad u hospital entregue una evaluación, un comité comercial puede tardar una semana. Con los capitales privados, la exigencia de rapidez no hizo sino aumentar.
“Y muy, muy rara vez hacen preguntas”, enfatiza Lisa Shea, ex gerente de una empresa que provee ayuda en investigaciones para compañías farmacéuticas y de dispositivos médicos.
La señora Shea afirma haber trabajado en entre 80 y 100 ensayos clínicos de la industria farmacológica. «Los protocolos no están redactados con total exactitud ni siquiera cuando se trata del protocolo final.»
Tampoco ocurre eso con todos los formularios de consentimiento, elemento vital de las revisiones de protocolos. «Con demasiada frecuencia parecen estar concebidos principalmente para proteger los intereses legales de las instituciones que realizan las investigaciones», escribieron tres investigadores en 2017 en The New England Journal of Medicine.
Al ser entrevistadas, cuatro personas ex empleadas de Advarra se refirieron a la presión para procesar con mayor rapidez los formularios de consentimiento. Tres de ellas hablaron de cuotas para procesarlos.
Si no se cumple con las cuotas, se recibe una advertencia, precisó Alana Levy, ex editora de desarrollo de formularios de consentimiento. «Podías recibir una bonificación si superabas cierta cantidad», agregó.
Otro ex editor de formularios de consentimiento describió un tablero indicador que mostraba el tiempo que el personal tardaba en editar cada formulario.
En su comunicado, Advarra expresó que no imponía cuotas ni otorgaba bonificaciones en función de la cantidad ni de la velocidad.
Una investigación del Times del año pasado expuso las consecuencias de un ensayo clínico que Advarra aprobó. Entre el universo de participantes del ensayo se encontraban 274 personas cuyos tests genéticos habían demostrado predisposición a sufrir lesiones cerebrales si tomaban el fármaco, pero el protocolo estipulaba que nadie de esa población de pacientes debía conocer los resultados de dichos tests. Dos personas voluntarias de alto riesgo fallecieron y más de 100 tuvieron hemorragias o inflamación cerebral.
Advarra declaró en un comunicado que el protocolo había sido aprobado también por comités de ética fuera de Estados Unidos.
En WCG, la presión para maximizar las ganancias contribuyó a que hubiera discordias internas, según ex integrantes del personal de la empresa. Al testificar en un juicio laboral de 2024, el ex vicepresidente de WCG, Michael Demo, afirmó que un ejecutivo llevó a personal mal calificado a la trastienda de un restaurante local Cracker Barrel para «gritarles a un volumen apropiado».
En el mismo juicio, otra ex empleada, Ericka Atkinson, recordó que «la moral era terrible». Para calmar las aguas, indicó esta mujer, WCG convocó a una reunión de alta dirección en 2024 en Princeton, Nueva Jersey, con la asistencia de un grupo consultor dirigido por el general retirado del ejército Stanley A. McChrystal.
Restablecer el orden en WCG resultó algo altamente esquivo. La señora Atkinson, que asistió a aquella sesión, cuenta que terminó convirtiéndose en un puñado de grupitos que se atacaban entre sí. «La reunión en sí fue tóxica», redondeó. Ella también abandonó WCG.
The New York Times. Especial
Traducción: Román García Azcárate