Al llegar al Carmel Country Club, ese barrio cerrado de Pilar que se convirtió en epicentro del caso, se advierte la calma artificial de los countries: calles prolijas, árboles en línea, muros blancos, jardines calculados. Detrás de esa apariencia ordenada late una historia que nunca se apaga. Es la del crimen que marcó a una generación, la que hizo que los argentinos pronunciaran con naturalidad palabras como “pituto”, “encubrimiento” y “Casación” en la sobremesa de un domingo.
La casa donde vivían María Marta García Belsunce y su esposo, Carlos Carrascosa, se conserva en los archivos judiciales como un mapa de sombras. En 2002, cuando la mujer fue hallada sin vida en la bañera, se habló de accidente doméstico. Hubo llanto, misa y velorio. Pero a medida que se revisaron las pericias, esa vivienda elegante de techos altos comenzó a revelar grietas: manchas de sangre, inconsistencias, silencios. El objeto que un familiar arrojó al inodoro -esa bala envuelta en papel higiénico que pasaría a la historia como “el pituto”- cambió la versión oficial y la convirtió en un relato de crimen.
Desde entonces, la casa se transformó en escenario judicial, en escenario mediático, en escenario simbólico. Cada rincón fue peritado, fotografiado, reconstruido. Las hipótesis se multiplicaron: robo, venganza, error, complicidad. En medio de ese ruido, el lugar quedó detenido en el tiempo. Quien pasa hoy por la entrada del Carmel tal vez no imagine que detrás de esos muros aún persiste la huella de una historia que hizo tambalear a la Justicia y dividió a un país entero.
El juicio confirmado: perpetua para Pachelo

Durante años, Nicolás Pachelo fue el vecino incómodo, el que aparecía en los márgenes del expediente, el que había tenido problemas previos con varios residentes del country. Durante 2022, después de un juicio largo y mediático, fue absuelto “por el beneficio de la duda”. La noticia se sintió como un nuevo golpe para la familia García Belsunce. Sin embargo, el giro llegaría dos años más tarde: en marzo de 2024, la Cámara de Casación bonaerense revocó esa absolución y dictó prisión perpetua para Pachelo como autor del homicidio.
El fallo, de más de cien páginas, detalló que el acusado había ingresado esa tarde del 27 de octubre de 2002 a la casa con intención de robar y, al ser descubierto por María Marta, le disparó seis veces a la cabeza. Los jueces concluyeron que los rastros y los testimonios acreditaban la presencia del vecino en el lugar y calificaron la causa como “una deuda histórica con la verdad”.
Fue una condena tardía pero simbólica. Veintidós años después del crimen, el nombre de Pachelo quedó definitivamente unido al de María Marta en los registros judiciales. La casa del Carmel, mientras tanto, volvió a ocupar titulares. Las cámaras regresaron, los cronistas se instalaron frente al portón, los drones sobrevolaron el terreno. En el aire se respiraba la sensación de cierre, pero nadie hablaba de paz.
El veredicto de Casación tuvo también un efecto humano: reavivó las heridas de la familia, las contradicciones del sistema y el cansancio social frente a la impunidad. En palabras de uno de los jueces, “no hay crimen más persistente que aquel que el Estado tarda demasiado en nombrar”.
Los giros que mantuvieron vivo el caso

La historia de María Marta no resultó una más. Fue un espejo. Reflejó los privilegios de una clase social, las miserias de la Justicia, la voracidad de los medios y la fragilidad de la verdad. Lo que empezó como un supuesto accidente terminó convertido en el expediente más famoso del siglo XXI argentino.
El primer giro fue el hallazgo del “pituto” en el pozo ciego de la casa, pieza que cambió para siempre la causa. Luego vino la condena a Carlos Carrascosa, el viudo, acusado primero de homicidio y después de encubrimiento, hasta que años más tarde fue absuelto por falta de pruebas. La familia entera quedó bajo sospecha: los hermanos, los cuñados, los amigos, todos pasaron por los tribunales.
Mientras tanto, la prensa televisiva montó un escenario paralelo. Los noticieros transmitían en vivo las audiencias, los conductores de programas de la tarde analizaban con entusiasmo cada pericia, y las revistas de actualidad mezclaban fotos de juicios con notas de sociedad. El crimen de María Marta se volvió un fenómeno cultural, un objeto de consumo.
En 2020, la serie documental Carmel: ¿Quién mató a María Marta? en Netflix volvió a encender el interés popular. Las imágenes del country, los testimonios enfrentados, la música de tensión y las voces que no coincidían devolvieron el caso al centro del debate público. Veinte años después, la pregunta seguía siendo la misma: ¿Quién mató a María Marta? Pero también surgía otra, más profunda: ¿Cómo un país puede convivir tanto tiempo con la duda?
Los ecos del silencio
Hay crímenes que dejan marcas visibles y otros que dejan ecos. El de María Marta pertenece a la segunda categoría. Cada aniversario, cada fallo, cada serie revive la misma imagen: la bañera, la casa, la puerta, la lluvia de esa tarde de octubre. La casa del Carmel, aún vacía, se mantiene viva en la memoria colectiva.
John Hurtig, medio hermano de la víctima, dijo alguna vez que “cada pared de esa casa cuenta una historia distinta según quién la escuche”. Carrascosa, el viudo, repite en entrevistas que “no hay cierre posible cuando la verdad se demora tanto”. Ambos parecen coincidir en algo: el crimen no terminó con la sentencia.
La casa, ese símbolo del privilegio y del encierro, se volvió una metáfora. Fue testigo de un país que se debatía entre la incredulidad y la fascinación, entre el morbo y la necesidad de justicia. En cada ladrillo late todavía la mezcla de horror y sofisticación con la que se construyó el mito.
El Carmel sigue allí, con su laguna artificial y su campo de golf, pero el silencio ya no es el mismo. La historia de María Marta García Belsunce demostró que incluso los lugares diseñados para aislarse del mundo pueden convertirse en escenarios donde el país entero se mira a sí mismo.