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jueves, septiembre 25, 2025

Estados Unidos, Venezuela y la guerra en el Caribe

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El Caribe vuelve a ser escenario de tensiones geopolíticas. Esta vez, bajo la excusa de la “guerra contra las drogas”, Washington ha decidido ir un paso más allá. En menos de dos semanas, buques estadounidenses hundieron tres embarcaciones procedentes de Venezuela en aguas internacionales, con un saldo de más de una docena de muertos. Donald Trump, envalentonado por su segundo mandato, no dudó en anunciarlo él mismo, con su característico tono beligerante: “Si están transportando drogas que pueden matar a estadounidenses, ¡los cazaremos!”.

La frase, lanzada desde su red Truth Social, funciona tanto como advertencia como justificación. Pero abre una pregunta de fondo que excede el oportunismo electoral y la retórica interna: ¿son legales estos ataques en el marco del derecho internacional?

Trump insiste en encuadrar las operaciones dentro de la lucha contra el narcotráfico y, más aún, contra el “narcoterrorismo”. Desde su llegada a la Casa Blanca en enero, declaró la emergencia nacional en la frontera con México, ordenó desplegar tropas y firmó decretos que amplían las atribuciones del Comando Sur en el Caribe. Convirtió al Tren de Aragua en “organización terrorista” y al presidente Nicolás Maduro en un “narcodictador”. De esa forma, se fabricó el marco legal doméstico para atacar.

Sin embargo, la Constitución de Estados Unidos es clara: solo el Congreso puede declarar la guerra. Aun así, tanto presidentes republicanos como demócratas han apelado a la figura de “incursiones limitadas” para lanzar operaciones militares en todo el planeta. Yemen, Somalia, Pakistán, Siria: la lista es larga. Ahora, el mar Caribe se suma como nuevo frente.

Lo novedoso en esta escalada es que no hablamos de drones contra campamentos de milicianos en desiertos lejanos, sino de buques tripulados que son hundidos en plena alta mar. La línea entre acción policial y acto de guerra se desdibuja peligrosamente.

Washington no firmó la Convención de Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar, pero siempre sostuvo que actúa “en coherencia” con ella. Esa convención prohíbe interferir con buques en aguas internacionales, salvo en casos específicos: persecución en caliente, piratería o trata de esclavos. El narcotráfico no figura allí.

Expertos en derecho internacional coinciden en que, como mínimo, Estados Unidos roza la ilegalidad. La norma exige medidas proporcionales y no letales: detener, inspeccionar, confiscar. Hundir barcos y matar tripulantes es otra cosa. El artículo 2.4 de la Carta de la ONU lo deja claro: se prohíbe el uso de la fuerza entre Estados, salvo en defensa propia. ¿Puede argumentarse legítima defensa contra un buque cargado de cocaína? Para Washington, sí. Para casi todos los demás, no.

Maduro denuncia lo que es evidente: los ataques no buscan solamente frenar cargamentos de droga. Son, en los hechos, parte de la política de cambio de régimen que Estados Unidos viene impulsando hace años en Venezuela. La “guerra contra las drogas” funciona como relato legitimador. Los carteles, en este esquema, no son meras organizaciones criminales: son enemigos existenciales de la seguridad nacional norteamericana, equivalentes a Al-Qaeda o al Estado Islámico.

El problema es que, al elevar el narcotráfico a la categoría de “terrorismo”, Washington se concede a sí mismo el derecho de usar la fuerza sin control internacional ni autorización del Consejo de Seguridad. Es la misma lógica empleada tras el 11 de septiembre, ahora reciclada en clave caribeña.

Las operaciones no son hechos aislados. Forman parte de un despliegue militar masivo. Una flotilla encabezada por el USS IwoJima, destructores, cruceros lanzamisiles, submarinos de ataque y cazas F-35 estacionados en Puerto Rico. Aviones P-8 de reconocimiento y un Boeing C-5 Galaxy completan el dispositivo.

La puesta en escena es evidente: no se trata de simples interdicciones antidroga, sino de la mayor concentración de fuerzas estadounidenses en la región desde la invasión a Panamá en 1989.

En Caracas, la respuesta fue inmediata: acusaciones de piratería moderna, violación de la soberanía y ruptura de canales de comunicación. La imagen de pescadores venezolanos detenidos durante horas por la Armada estadounidense reforzóla narrativa del chavismo: Washington actúa como gendarme colonial en aguas que no le pertenecen.

El contraste es brutal. Mientras Trump asegura que “hundir estos barcos salvó vidas estadounidenses”, los familiares de los tripulantes muertos hablan de ejecuciones extrajudiciales en altamar. Y el derecho internacional, por ahora, parece inclinarse más hacia estos últimos.

Más allá de la legalidad estricta, lo cierto es que se abre un precedente alarmante. Si Estados Unidos puede hundir barcos en aguas internacionales alegando que transportan drogas, ¿qué impediría que mañana haga lo mismo con un carguero iraní o un pesquero chino? El unilateralismo de Washington erosiona aún más el frágil entramado de normas que sostiene la convivencia internacional.

El Caribe, históricamente cruzado por guerras, intervenciones y bloqueos, vuelve a ser laboratorio de la política exterior norteamericana. Y, como tantas veces, el derecho internacional aparece más como un obstáculo a sortear que como una regla a respetar.

“Dejen de enviar drogas a Estados Unidos”, zanjó Trump ante la prensa. Pero la guerra contra el narcotráfico tiene décadas de fracasos acumulados: Colombia, México, Centroamérica. Allí donde se despliega la maquinaria militar estadounidense, el negocio no desaparece, se transforma y se multiplica.

Los ataques en aguas internacionales no resolverán la crisis del consumo interno en Estados Unidos ni desmantelarán al Tren de Aragua o al Cartel de los Soles. Apenas inauguran una nueva etapa de militarización y riesgo de confrontación abierta en la región.

Estados Unidos vuelve a demostrar que, para sostener su narrativa de seguridad nacional, está dispuesto a torcer las normas internacionales a su conveniencia. Lo preocupante es que, cada vez más, el mundo parece resignado a aceptarlo.

Redacción

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