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sábado, septiembre 27, 2025

Mundos íntimos. Visité el Garrahan y, de casualidad, lo recorrí con Patch Adams, el primer médico clown. ¿Los chicos? Felices.

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Y entonces apareció un Batman en la pantalla. Era el Día de la Niñez, 20 de agosto de 2023, y en Parque de los Patricios, frente al Garrahan, había un montón de familias donando juguetes. La fila parecía interminable. Era domingo: como siempre, fui a visitar a mis viejos. Mientras comía, en la tele vi al periodista acercarle el micrófono a la gente que esperaba para donar.


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Masticaba lento, demoraba en tragar. ¿De verdad busqué el control remoto? Bueno, exagero. Igual algo empezó a incomodarme. Trataba de que ese tipo disfrazado de superhéroe no me arruinara el almuerzo. ¿Por qué nunca ponía el cuerpo como los demás? Tal vez tendría que haber dejado de comer. ¿Todo lo tenía que ver por televisión? Ese domingo, sin embargo, fue distinto. Y no porque le haya pedido a mi vieja que me diga dónde guarda —porque ella guarda todo— los juguetes de mi infancia: He-man, los ThunderCats, Playmóbil. Sino porque me vino a la memoria algo que había hecho años atrás, un mecanismo estúpido de defensa que me terminó convenciendo: no estaba tan mal quedarme sentado, con la tele encendida. ¿En serio llegué a pensar eso? Hice las cuentas, fue en 2014, el año en que Manon me dijo que necesitaba un tiempo. Era algo que se veía venir, algo que los dos, de alguna manera, fuimos empujando. Igual dolió. Y dolió mucho.

Ese mismo año de 2014 la Fundación Garrahan juntó 477 toneladas de tapitas de plástico. Tres veces más de lo necesario para romper el récord Guinness, que hasta ese entonces tenía la fundación Sanar de Colombia. O algo así. Para festejar contrataron a la orquesta Música para el alma y a un puñado de payamédicos. Invitado especial: Patch Adams. El de verdad. El médico que hacía reír a sus pacientes y que Robin Williams interpretó en la película, antes de morir. Lo recordé: lo había conocido años atrás.


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El periodista siguió recorriendo la fila en las afueras del hospital. Yo también había hecho algo, pensé. Y acto seguido, tomé un trago largo de jugo para bajar los ravioles que habían quedado allí, atorados en la vergüenza.

***

Manon no era payamédica; una vez, eso sí, hizo un taller de clown. Yo trabajaba en una oficina en microcentro cuando me dio una sorpresa. Vino a visitarme sin antes avisar. Estoy abajo decía el mensaje. Y el corazón empezó a golpearme como si quisiera salirse. Bajo, le escribí, después borré el mensaje. Me saqué la camisa de adentro del pantalón y me despeiné un poco. Que ridículo. El ascensor estaba en él décimo. Encaré para las escaleras de servicio. Por eso borré el mensaje, eran tres pisos.

Juntos. Patch Adams y Matías Thano con esos gestos que hacen reír a los chicos.Juntos. Patch Adams y Matías Thano con esos gestos que hacen reír a los chicos.

Apenas la vi me di cuenta de que algo escondía, tenía los brazos atrás. Cuando la quise saludar, de su espalda sacó un ramo de rosas.

—Te las traje porque sabía que te ibas a poner colorado —me dijo con una sonrisa y me dio un beso.

Empezamos a caminar.

—¿Qué haces por acá?

—Te vine a visitar —me dijo. Trataba de contener la risa.

—¿Qué te pasa? ¿Es por lo de las flores?

Y no pudo aguantarse, soltó una carcajada. Miro hacia atrás: un pibe muy cerca de nosotros.

—¿Quién es este pelotudo? ¿De qué carajo se ríe, Manon? ¿Lo conocés?

—Es mi sombra— me dijo.

—¿Qué?

—Mi sombra —repitió como si no la hubiera entendido— ¿Nunca te acordás de nada vos?

En 2016. Unos payasos del grupo “Alegría intensiva” en el Garrahan. Foto David FernándezEn 2016. Unos payasos del grupo “Alegría intensiva” en el Garrahan. Foto David Fernández

—¿De qué me tengo que acordar?

—Los jueves hago clown.

Le negué con la cabeza.

—Que memoria de mosquito tenés. —Me dijo— Es un ejercicio, hace quince cuadras que lo tengo atrás ¡Mirá esto!

Entonces, ella hizo unos movimientos y ese chabón los repetía. Los dos se miraron y se rieron. Me acerqué a la oreja de Manon.

—Pero yo quiero estar con vos.

—No puedo decirle que se vaya —dijo en voz alta.

Me agarró la cara con las manos y me dio otro beso. De reojo, vi como el chabón ese le estaba dando un beso al aire. Cuando Manon me miró, se le borró la sonrisa por completo. Se dio media vuelta.

—Espera, parece que todavía no entiende estas cosas —le dijo a la sombra.

Cuando Manon volvió a mirarme, ya no era la misma. Era yo el que tenía que proponer algo. Caminamos los tres en silencio.

—Los jueves hacés clown.

—Ya te dije.

De repente ella se frenó.

—Nos tenemos que ir, ponelas en agua —me dijo y me señaló las flores.

Me quedé mirándolos a ellos jugar entre la gente. Ella iba para la izquierda y la sombra la seguía, ella saltaba y la sombra también saltaba. Doblaron por la calle siguiente y desaparecieron.

Al pasar por un tacho, tiré el ramo a la basura.

***

Y me acordé de aquella tarde. No la de las flores y la sombra de Manon, sino la tarde de noviembre de 2014 en el Garrahan, cuando pasó esto que voy a intentar contar ahora. Una amiga que, sí, era payamédica, me pidió que la acompañara y le sacara unas fotos. Ni en pedo. Le dije que no quería ver a nadie. Hacía poco que me había separado. Siguió insistiendo. Le volví a decir que no. Lo que en el fondo quería era que yo cambiara esa cara de orto que venía arrastrando hacía días. Por lo menos ya no lloraba.

Fui. Y saqué tres fotos. Tres. Metida en el personaje, mi amiga agarró la cámara como si fuera un objeto extraño y se la mostró a sus compañeros payasos, que, como ella, fingieron asombro. Detrás del maquillaje noté su decepción. Siempre me doy cuenta de la cagada cuando ya está hecha. Ni siquiera la saludé. Empecé a caminar. Sabía que, si volvía a casa, terminaría tirado en la cama mirando un punto fijo o moviendo en círculos los pies.

—¿Dónde mierda está la salida?

A los costados de los pasillos se abrían las ventanas de cada habitación. No quería mirar. No mires. Imposible. Ningún cartel. Respiré hondo. No quería correr. Sentí como si una mano me apretara la garganta. Olor a lavandina. Doblé por un pasillo y, de golpe, me choqué con un tumulto: había caminado en círculo, estaba en el mismo lugar. Me di vuelta para rajar, para encontrar de una puta vez ese cartel de salida, cuando escuché un chistido. Supe al instante que era para mí. No sé por qué. Era Patch Adams. Lo que, desde lejos, yo había mirado con exagerado desinterés —mientras fingía sacar fotos— me estaba llamando.

—You, come on! Come on!

Tenía una camisa de flores y una sonrisa que desbordaba. También, un pañal gigante encima de la ropa. Solo cuando estuve cerca entendí, por sus gestos: quería que entrara al pañal junto a él. Con tantos payasos alrededor, ¿por qué a mí? Lo miré a los ojos y lo vi flotar, liviano, como si adentro no hubiera nada. Como si no tuviera ego. ¿Qué otra cosa podía hacer? Entré. El pañal era tan grande que cabíamos en piernas distintas.

—Te está pidiendo que vayas con él —me dijo alguien que no recuerdo.

Y empezamos a caminar por los pasillos. Patch Adams estaba loco. Entramos a un par de habitaciones y entonces, el milagro. En el cuerpo. Sentí como de poco yo me iba desprendiendo, tal vez por un rato, de esos días de desesperación y angustia, en los que había perdido el gusto por el juego. Sacaba un pañuelo, estornudaba, miraba los mocos con asco. Y ellos se reían. Me tropezaba, me agarraba el dedo chiquito del pie. Y ellos se reían. Con un estetoscopio invisible escuchaba cosas que me asustaban. Y ellos no paraban de reírse.

¿Qué me costaba sacar fotos? Si, después no me resultó tan difícil enseñarle a Patch Adams a bailar cumbia. Y el tipo lo hacía. Siempre sonreía. Yo también. Se armó una caravana, todos detrás nuestro, y mi amiga, que estaba cerca, no lo podía creer. Ella fue quien me sacó esta foto. Foto que encontré ese mismo domingo, mientras hurgaba en los cajones del modular de la casa de mis viejos, después de que Batman me hiciera recordar que una vez bailé dentro de un pañal gigante. Y que nada de todo eso me dio ni siquiera un poco de vergüenza. Y, sobre todo, que, aún en las tristezas, el otro puede no ser un extraño.

***

Epílogo

Instrucciones para a(r)mar

Ella se levantó de la cama. Todavía era de noche. Encendió la luz de golpe y salió del cuarto. ¿Cómo va a hacer eso sin avisar? ¿Para qué prende la luz? Ni siquiera tuvo cuidado al abrir la caja de herramientas, ahí, en la cocina, debajo de la mesada ¿Qué quiere a esta hora, y con mis cosas?

Volvió con un destornillador en la mano. Se sentó de este lado de la cama —quiero decir, de mi lado—. Y sin decirme una palabra, empezó a desarmarme.

—¿Qué hacés?

No me contestó. Tampoco me miraba. Pensé en gritar, en pedir ayuda. No pude. No puedo. De algún modo, hubo algo de todo eso que empezó a gustarme. Agradable.

Ella seguía tan concentrada que cerré los ojos para no molestarla.

Al rato, cuando el silencio me pesó, abrí los ojos despacio. Ella estaba de pie, al borde del llanto. Miré a mí alrededor: yo estaba desparramado por todas partes.

Se dio media vuelta.

—¡Espera! -grité, con la voz quebrada.

No sé qué cara le habré puesto, pero se inclinó y dejó el destornillador cerca de mi mano izquierda.

—Toma, volvé a armarte —me dijo— pero tené cuidado… no vayas a armarte igual.

Redacción

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