Hace de esto mucho -demasiado- tiempo. Yo habré tenido diecinueve años y daba los primeros pasos en el periodismo. No me gustaba cómo escribía, lo sentía correcto, sí, pero con poca gracia, sin ritmo o cadencia propia, sin algo que me diferenciara. Parecían crónicas de manual: todo bien, pero olvidables. Por esa misma época había empezado a ir a un (buen) psicólogo y recuerdo haber comentado este tema. ¿Faltaba talento? ¿Cuál era la diferencia entre un texto decoroso y algo singular, bello?
Su respuesta, a la que todavía hoy acudo de tanto en tanto, obvió cualquier comentario respecto de la escritura. El problema no era una herramienta del lenguaje o literaria. El problema era yo. “A medida que te sientas más libre, que estés más seguro, que no quieras seguir un modelo sino crear el tuyo propio, tu lenguaje va a cambiar”, me dijo. No con esas palabras -hoy no puedo reproducirlas igual- pero ese era el sentido. Menos corsés, más expresividad. Ahí radicaba el misterio, de haberlo.
Claro que uno no se desestructura de un día para otro. Pero, patente, a medida que me alejaba de la adolescencia y empezaba a asentarme con voz propia, la escritura fluía más libre. Y aprendí que la palabra volar no era sólo un vocablo técnico para elevarse por el aire sino algo humano que implica atreverse a desafiar lo establecido. Eso se traduce en la expresión, uno se anima a crear su propio lenguaje.
Pasaron los años y me pidieron a mí -no en lógica terapia, claro, sino como periodista- consejos sobre cómo sumarle encanto y personalidad a un texto. Es lo que se ha dado por llamar talleres o clínicas. Lo primero que intento transmitir es cómo enriquecer la mirada, darse cuenta de todo lo que está frente a nosotros pero no vemos. Y ponerlo en palabras ya no como nosotros sino como otro: si sos joven, como anciano; si sos mujer, como varón; si sos rico, como pobre. Hay que aprender a jugar en la vida y eso se traduce en pensarse distinto, en despojarnos de las trazas de apresto que a veces se nos pegan en la piel.
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