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lunes, octubre 20, 2025

Tahir Hamut Izgil y el drama uigur: el poeta que escapó del control total de China

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“El mundo no entiende lo que pasa en China. Ya que no vamos a ser libres de todos modos, que el mundo entero pruebe lo que es vivir subyugado”, se lamenta uno de los amigos del poeta y cineasta Tahir Hamut Izgil en una de las escenas de Vendrán a detenerme a medianoche (Libros del asteroide), un libro testimonial que relata en primera persona la persecución sufrida por el pueblo uigur en China.

Tahir Hamut Izgil es autor de Vendrán a detenerme a medianoche. Foto: gentileza Libros del asteroide.Tahir Hamut Izgil es autor de Vendrán a detenerme a medianoche. Foto: gentileza Libros del asteroide.

Los uigures son una minoría étnica mayormente musulmana que habita la región autónoma de Xinjiang, al noreste del país. Son un pueblo emparentado culturalmente con los turcos que, en el pasado, buscó su independencia. Frente al gobierno chino, su situación se asemeja a la de los tibetanos, otra minoría que es considerada como una amenaza.

Durante la década del 2000, se intensificó un proceso de discriminación que desembocó en una serie de disturbios en 2009, a partir del linchamiento a un empleado uigur de una fábrica de juguetes acusado de una supuesta violación. El Estado sofocó las protestas con represión e instauró leyes para combatir el separatismo étnico y el terrorismo.

Desde 2016 comenzó una oleada de detenciones masivas a uigures por parte del gobierno. Según un informe del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU, se han cometido serias violaciones en el contexto de la aplicación de estrategias contra el extremismo que incluyen el impedimento del libre ejercicio de la expresión cultural y religiosa hasta la tortura y la desaparición de personas.

Un relato doliente

En Vendrán a detenerme a medianoche, Izgil recrea el día a día de una vida en un ambiente crecientemente opresivo y narra cómo logró escapar del país junto a su familia hacia Estados Unidos en 2017. El de Izgil es un relato doliente, una denuncia potente teñida de la culpa y melancolía de quien se ve forzado a abandonar su tierra, dejando atrás a sus seres queridos para sobrevivir.

“La región uigur se había convertido en una gigantesca prisión blindada por las fuerzas de seguridad y dotada de un sistema de vigilancia biométrico único en la historia de la humanidad”, escribe en el prólogo el historiador Joshua Freeman.

“La represión estatal en Xinjiang se sirve de las redes sociales, convertidas en arma de guerra, de algoritmos informáticos que analizan y predicen comportamientos, y de un puñado de sistemas de vigilancia de alta tecnología, muchos de ellos diseñados en Occidente. El discurso islamófobo que ha ido cobrando fuerza en Estados Unidos ha sido clave para que China pueda justificar sus políticas en Xinjiang”, sigue Freeman, quien es además amigo del autor y traductor del libro al inglés.

En la región, el sofisticado sistema de vigilancia informática se combina con las formas antiguas de control: la presencia constante de las fuerzas del orden, la incitación a la delación entre vecinos, las leyes cambiantes que vuelven confusa la distinción entre lo permitido y lo ilícito. También, el gobierno ha desplegado estrategias de reemplazo y desplazamiento étnico, buscando marginar y debilitar los lazos entre los uigures.

Izgil sabía que estaba particularmente en riesgo por dos motivos: era un miembro activo de la intelectualidad uigur y ya había estado preso a finales de la década del 90, cuando había querido ir a estudiar al extranjero, pero lo detuvieron en la frontera, acusándolo de querer sacar del país ilegalmente documentos confidenciales. Aunque no era culpable, tuvo que pasar tres años en la cárcel y realizar trabajos forzados.

Pese a todo, la decisión de exiliarse no fue inmediata. Izgil detalla las dudas familiares, la incredulidad ante los primeros rumores de las detenciones en los llamados “centros de estudio”, un eufemismo terrorífico para llamar a las prisiones. Había, además, un obstáculo concreto que sortear si querían irse del país: tenían que tramitar sus pasaportes. Conseguirlos, para los uigures, implica un penoso proceso burocrático que tiene como primer requisito una carta de invitación de un ciudadano extranjero.

En el sótano de una comisaría

En uno de los episodios más evidentemente ominosos del libro, Izgil cuenta una visita al sótano de una comisaría en donde debieron someterse a la toma de muestras de huellas dactilares, sangre, voz y un escaneo facial. En ese mismo sótano se escuchaban gritos de los detenidos, había manchas de sangre en el piso y una celda equipada con la llamada “silla de tigre”, utilizada como elemento de tortura durante interrogatorios.

Tener un pasaporte también significaba correr un riesgo. El contacto con el exterior aparece constantemente señalado como uno de los principales factores de sospecha y persecución. Luego de 2009, se cortó en la región el acceso a internet y, cuando fue reestablecido, se bloquearon numerosos sitios extranjeros. El gobierno llegó incluso a confiscar y prohibir la venta de radios que podían captar señales de otros países. Cuando Izgil y su familia utilizaron por primera vez sus pasaportes para viajar a Europa (un viaje piloto cuando ya planeaban el exilio), el guía que los acompañaba debía retenerles el documento para evitar su fuga.

Mientras dejaban pasar el tiempo para conseguir los visados que les permitieran ir a Estados Unidos, comenzaron las detenciones masivas. Izgil describe la incertidumbre de aquellos días en los que se iba a dormir con ropas de abrigo porque se rumoreaba que la policía iba a buscar a la gente a sus casas a medianoche, sin previo aviso y sin darles tiempo a vestirse para soportar el frío de las celdas.

El pretexto de unas nuevas vacaciones familiares no iba a satisfacer a las autoridades. Por eso, debieron recurrir a una excusa sanitaria. Consiguieron, a cambio de un pago, a un médico dispuesto a certificar un falso diagnóstico de epilepsia de una de las hijas para justificar un tratamiento en el extranjero. Ese fue el pasaje de ida hacia una nueva vida.

Aunque el carácter testimonial de Vendrán a detenerme a medianoche sería suficiente para considerarlo una lectura valiosa, la mirada poética de Izgil suma otra arista. No solamente porque aparecen intercalados entre los capítulos poemas del autor, sino también porque el vínculo entre la lengua, la identidad y el totalitarismo forman parte de un eje significativo del relato. La palabra está atravesada tanto por los eufemismos empleados por el gobierno, como por la autocensura de los perseguidos, que crean códigos y se expresan a través de los silencios en un ejercicio involuntariamente poético.

Prohiban la vida cotidiana

En uno de los episodios, Izgil cuenta cómo el gobierno casi no autoriza una de las series que había filmado porque en ella los personajes se daban el saludo de la paz de los musulmanes, que había sido prohibido a mitad del rodaje para los medios audiovisuales. “Las series de televisión son una representación de la vida, narran historias. Si el Departamento de Propaganda quiere prohibir esas palabras, que dicte primero un decreto o una norma que prohíba su uso en la vida cotidiana uigur”, se defiende Izgil.

Esa norma se revocó, pero había otras. La “Lista de Nombres Prohibidos” incluía nombres propios tan comunes entre los musulmanes como Mohamed, Husein o Fatima y obligó a miles a modificar sus documentos de identidad, adoptando nombres menos “étnicos”, que no los pusieran en la mira como posibles terroristas.

El idioma uigur es minoritario y la diáspora es pequeña. Exiliarse, para el poeta, implicaba dejar atrás a los lectores, que no iban a poder recibir libros publicados en el exterior. Pero antes de eso, la represión había empezado a hacer su trabajo sobre el ánimo de Izgil. “La idea de escribir poesía me parecía absurda”, dice, en uno de los momentos de mayor angustia.

Varios años después y desde el exilio, pudo volver a escribir. Paul Celan, un poeta que Izgil admiraba, lo dijo así: “algo sobrevivió en medio de las ruinas. Algo accesible y cercano: el lenguaje”. Vendrán a detenerme a medianoche, hijo de los escombros, cuenta la situación de los uigures en China con la potencia de aquello que es universal.

Vendrán a detenerme a medianoche, de Tahir Hamut Izgil (Libros del asteroide).

Redacción

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