Raúl Alfonsín se resistió a ser reemplazado dentro de su partido e intentó sostener su liderazgo acordando “el Pacto de Olivos” y la reforma constitucional, algunas de cuyas reformas hemos sufrido y algunas sufrimos hoy en día –ampliación de la Corte de la mayoría automática, concentración del poder en el Presidente, su elección directa que minimiza su representatividad federal, etc.-. Su resistida sucesión derivó en la reelección de Menem y en la Alianza y su fracaso.
Carlos Menem intentó volver luego de haber finalizado su segundo mandato y su intento de continuar su liderazgo impidió su sucesión, al punto que Duhalde -su enemigo interno- debió recurrir a un “delfín” como Kirchner, que a la vuelta de la esquina lo desplazó frontal y totalmente.
Néstor Kirchner pensó en una sucesión eterna con su esposa y aceptó delegar su liderazgo, pero la muerte truncó esa posibilidad y derivó en el liderazgo de CFK que repite al de sus antecesores en su resistencia a perder un lugar protagónico.
Mauricio Macri, luego de su primera derrota (en 2019) contra Alberto Fernández, se ocupó de destruir las aspiraciones de Rodríguez Larreta y luego de Patricia Bullrich, por lo que el partido que fundó es hoy una lágrima que se dispersa por todos lados, mientras él procura retener algunos comiendo milanesas con Milei, quien ha sido su Némesis (o sea su enemigo mortal).
El caso de CFK es quizás el más paradigmático de esa resistencia a entregar la posta. Las sucesivas derrotas o fracasos –Scioli y Alberto Fernández- son una muestra de esa dificultad de ceder el poder, imponiendo candidatos a presidentes que sean “sus representantes”.
Hoy ya proscripta, intenta nuevamente limar al candidato natural -Axel Kicillof- disputándole su espacio de crecimiento, aun cuando antes fue su “elegido” y ha demostrado capacidad de lograr triunfos a pesar de remar contra la corriente con el gobierno nacional y los propios representantes de Cristina en su gobierno.
Algunos dicen que lo de CFK es por su situación personal-judicial, otros que es para delegar en su hijo el poder que éste está muy lejos de consolidar si no es desgastando a Kicillof cada vez que puede.
En cualquier caso, los “sucesores” han debido enfrentarse a sus líderes históricos para intentar trascenderlos con fracasos y éxitos. Parece inexorable que los liderazgos fuertes son incapaces de ayudar a sus sucesores a continuar su tarea si no es bajo su influencia, tratando de imponerles un liderazgo delegado o peor aún bicéfalo.
Javier Milei, aún hoy en su apogeo, tampoco parece ser capaz de ceder a alguno de sus adláteres que lo pueda suceder en algunos años cuando le llegue la hora, ya que bajo el influjo de su hermana ha expulsado y lo sigue haciendo a cualquiera que disienta, aún en privado con él o ella.
Quizás por eso, admiramos la sucesión ininterrumpida de presidentes en EE.UU. –donde no pueden postularse nuevamente luego de dos períodos-; de Uruguay –donde los presidentes tienen liderazgos más orgánicos-; o de Chile –donde no pueden ser reelectos en períodos consecutivos-.
El caso de Brasil y Lula da Silva va también en el mismo sentido que en Argentina, en la medida que sus “sucesores” no pudieron desprenderse de su liderazgo, aun cuando fue preso y estuvo proscripto. Por lo que hoy se plantea a los 80 años una nueva reelección, lo que habla del fracaso de su sucesión.
Ni hablar de Evo Morales en Bolivia, cuya resistencia a perder su liderazgo llevó a su movimiento a la casi desaparición por sus conflictos con su sucesor Luis Arce.
En el mundo, líderes como Putin y Xi JinPing tampoco pueden mostrar que existe una posibilidad de sucesión que no sea previsiblemente traumática, en la medida que han impuesto su reelección indefinida, pero que su naturaleza mortal se encargará de corregir.
Volviendo a las democracias liberales, y tal vez en cualquier organización en las que los liderazgos se resuelvan de ese modo, son pocos los líderes fuertes que aceptan ser sucedidos sin postularlos según sus preferencias y acepten que los mecanismos institucionales y democráticos lo resuelvan.
De ese modo vemos con frecuencia una sucesión nepotista, que con más o menos independencia prorrogan la hegemonía de un grupo familiar. Eso no es más que la negación del sistema democrático que los encumbró.
Obviamente la “portación de apellido” no necesariamente es nepotista y hay casos en los que si se da la sucesión por mérito y capacidad, aunque su sucesor familiar aproveche el capital social, político y/o de imagen, que supo acumular su predecesor.
Las restricciones a las reelecciones indefinidas, a la sucesión cruzada de cónyuges, a la elección parlamentaria de los líderes, aunque son limitaciones a la soberanía popular directa que permite a los poderes fácticos –generalmente económicos- intervenir en la elección de los nuevos líderes que se le someten, también son una forma de protección del sistema democrático que deviene de la eliminación de títulos de nobleza –hereditarios- de la Revolución Francesa.
Como conclusión, es claro que nada garantiza que los sistemas democráticos tengan herramientas suficientes para resolver la sucesión igualmente democrática de líderes fuertes, que es la base de su existencia y sostenibilidad. Por el contrario, solo las convicciones democráticas de esos líderes fuertes pueden facilitar sucesiones igualmente democráticas que los hagan sostenibles.





