En 1964, la historiadora australiana Sheila Fitzpatrick, por entonces una alumna de posgrado en la Universidad de Oxford, consiguió una beca que le permitiría instalarse en Moscú y consultar archivos hasta ese momento poco explorados para completar su tesis. En plena Guerra Fría, los estudiantes extranjeros en la Unión Soviética eran vistos como potenciales espías y celosamente vigilados por la KGB.
Sheila Fitzpatrick junto al río Moscova en el invierno de 1969. Al fondo se ve la plaza Smolenskaya.“Una puede tomarle el gusto al peligro. Les pasa a los espías y también a los periodistas; pero no es lo que se espera de un historiador”, escribe Fitzpatrick en Una espía en los archivos soviéticos (Siglo XXI), sus memorias acerca de aquellos años, en las que cuenta sus primeros pasos en la profesión, atravesados por la sospecha y las dudas propias de una mujer joven.
Fitzpatrick nació en Australia y es una destacada historiadora de la Unión Soviética. Fue docente en las universidades de Chicago, de Sídney y Católica de Australia. Su enfoque desde la historia social y cultural la convirtió en una de las fundadoras de una corriente revisionista que analizó las formas de movilidad ascendente dentro del contexto soviético, en contraposición con una visión que veía al estado como monolítico y como único agente de cambio. Su obra La vida cotidiana durante el estalinismo, entre otras, dio cuenta de esa mirada.
Luego de graduarse en su país natal, continuó su formación en Oxford, en el college St. Anthony’s bajo el ala del académico Max Hayward. Fitzpatrick narra haberse sentido a disgusto en su estadía allí. Reniega del ambiente esnob y, a su criterio, poco riguroso en el trabajo con las fuentes primarias.
Su método predilecto
En cambio, en sus memorias, Fitzpatrick aplica su método predilecto: escribe basándose en su memoria, pero sobre todo, en sus diarios y las cartas que envió en sus épocas de estudiante a su madre, a sus amigos moscovitas, a sus novios de aquel entonces.
En su narración, su yo del presente interroga a su yo del pasado, se analiza a sí misma con la distancia de los años, completa los silencios de la autocensura o se sorprende por la osadía de algunos de los contenidos de esas misivas que, según era consciente entonces, podían ser revisadas por el gobierno.
Su libro, aunque indudablemente personal, se vuelve también documento para la historia social que responde a una pregunta paraguas: ¿cómo era ser una investigadora académica, mujer y extranjera de un país capitalista, en los años en los que Brezhnev estaba al mando de la URSS? El de Fitzpatrick es un relato polifacético: erudito por el tema de su investigación (comentado con el mismo entusiasmo que cuando era una joven enfrascada en los archivos) y rico en detalles del cotidiano, contados con mirada de cronista.
Fitzpatrick había ido a Moscú con la idea de completar su tesis sobre Anatoli Lunacharski, un dramaturgo y crítico literario que estuvo a cargo del Comisariado del Pueblo de Educación (Narkomprós) durante el primer gobierno bolchevique.
Mientras relata sus peripecias para conseguir permisos para acceder a los archivos necesarios, sus avances y las mutaciones en su forma de encarar la investigación, Fitzpatrick también cuenta cómo era su vida diaria, desde cómo aprendió a entender las calles de Moscú, cómo conseguía comida y ropa o cómo eran las bibliotecas que visitaba, hasta las cuestiones más complejas de inteligencia, entre las que se incluyen encuentros con agentes encubiertos y las estrategias de la KGB para tender “trampas” a los estudiantes de intercambio.
La historiadora australiana Sheila Fitzpatrick.El clima de paranoia, típico de la época, no estaba injustificado. Durante una segunda estadía en el país, un periódico la acusó de ser una espía, aunque la denuncia no terminó impidiendo su trabajo. “Desde luego, reconozco en mí algunas características del ‘estilo espía’; en primer lugar, mi intención de averiguarlo todo sobre la historia soviética, incluido aquello que los soviéticos querían mantener oculto. Si un espía es un camaleón que domina dos idiomas y en definitiva no sabe a quién es leal, entonces eso encaja conmigo”, asegura Fitzpatrick.
Los dos idiomas, el mundo académico de Oxford y el de la intelectualidad soviética, tenían sus propias reglas y una desconfianza mutua. Como estudiante extranjera, todo su trabajo adquiría cierta óptica de tráfico de información, de mensajes cruzados entre las fuentes y los distintos públicos. Fitzpatrick quería tanto desafiar la tradición del college St. Anthony’s como seguir siendo una profesional objetiva, aunque eso le costara decepcionar algunas aspiraciones de sus informantes que querían dar sus propios mensajes a través de ella. Se acostumbró a sentir Moscú como un hogar, a la vez que no planeó nunca irse a vivir allí de forma permanente.
Demasiado extranjera
Si Lunacharski, su objeto de estudio, había sido demasiado intelectual para los bolcheviques y demasiado revolucionario para los intelectuales liberales, Fitzpatrick se cuenta a sí misma como demasiado extranjera para los soviéticos (aunque intentara denodadamente asimilarse), pero no lo suficientemente anticomunista para sus tutores ingleses.
Tal como una espía, Fitzpatrick cambió su nacionalidad y su nombre (se casó con un novio británico para poder viajar y tomó su apellido en algunos papeles). Así como una infiltrada que ya no puede volver atrás, se distanció de su tutor académico ruso y se convirtió en amiga de dos de sus informantes: Irina e Ígor.
Sheila Fitzpatrick con Igor Sats en su estudio de Moscú, hacia 1969.Irina era la hija adoptiva de Lunacharski y una férrea guardiana de su legado. Ígor, también emparentado a través de su hermana, era un intelectual bolchevique que despreciaba a los burócratas en las cúpulas de poder. Cuando la joven historiadora lo conoció, él tenía unos 65 años y oficiaba de editor de Novy Mir, una revista crítica de la política soviética. Amante frustrado y padre simbólico, ese vínculo se vuelve el corazón emotivo del libro.
Una espía en los archivos soviéticos es, al mismo tiempo, un riguroso retrato de la Unión Soviética posestalinista y un relato íntimo de formación y crecimiento que encarna la historia en primera persona.
Una espía en los archivos soviéticos, de Sheila Fitzpatrick (Siglo XXI).





