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sábado, noviembre 8, 2025

El Evangelismo y sus Confesiones derivadas: caballo de Troya de EE.UU. en América Latina

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¿Es el auge del evangelismo en Brasil y América Latina un fenómeno puramente religioso? ¿Tras la fachada espiritual de las nuevas confesionalidades que llegan desde el Norte, ¿se esconde una maquinaria de influencia geopolítica impulsada desde Estados Unidos? En forma de una estrategia de control social, despolitización y alineación ideológica que sirve a los intereses del gran Hegemón del Norte. Fe, poder y neocolonialismo en el patio trasero.

A la par que se responde a estas preguntas, no se cuestiona aquí la fe sincera de millones de creyentes o de “mensajeros de la fe” que, desde su espiritualidad, trabajan por el bienestar de sus comunidades y su propio crecimiento espiritual, en común con “sus Comunidades”. Pero cuando la fe deja de ser un refugio para el alma y se convierte en un arma política, o es instrumentalizada para otros fines, cuando la plegaria y el sermón responden a fines de manipulación psicosocial, estamos ante otra cosa muy distinta.

El evangelismo y sus derivadas: el caballo de Troya de Estados Unidos en América Latina

Brasil no es solo el gigante de América Latina por su tamaño, población o riquezas naturales. Es, sobre todo, el nudo geopolítico que históricamente ha despertado el interés de Estados Unidos para mantener su influencia en la región. ¿La herramienta más eficaz en las últimas décadas? El evangelismo conservador, un movimiento que, lejos de ser espontáneo o meramente religioso, ha sido alentado, financiado y dirigido desde el Norte como un mecanismo de control social y alineación política.

La relación de Washington con América Latina ha estado marcada por lo que figuras como Henry Kissinger, John Kerry o Marco Rubio han definido sin tapujos: el “patio trasero”. Kissinger, arquitecto de una diplomacia intervencionista, no solo minimizó la importancia de la región —“nunca pasa nada importante allí”—, sino que impulsó golpes de Estado y dictaduras que aseguraran la sumisión al poder estadounidense. Esa misma lógica se mantiene hoy, aunque con métodos más sutiles: la fe como arma de penetración cultural.

Desde principios del siglo XX, y con mayor fuerza durante la Guerra Fría, Estados Unidos exportó a América Latina un modelo de evangelismo que replicaba el de sus megacorporaciones religiosas. Iglesias como la IURD o las Asambleas de Dios no solo importaron doctrinas, sino también una estructura organizativa diseñada para contrarrestar el avance del catolicismo social, la teología de la liberación y cualquier movimiento popular que cuestionara el statu quo. Desde las diversas agencias de inteligencia, como la CIA u otras, y grupos de presión ideológicos o think tanks conservadores, se financiaron estas redes y su extensión, transformando templos en no solo en plataformas de propaganda anticomunista y pro-capitalista en un principio, sino ya mas en la actualidad en correas de transmisión de los intereses geopolítica estadounidenses desde Méjico a la Patagonia.

Del púlpito al hemiciclo: la intromisión política confesional

Una vez consolidada la estructura social de estos grupos, con su red de fieles que se reúnen cada domingo, y sus actividades de proselitismo entre semana (para extender la “buena nueva” y crecer en acólitos), el siguiente paso es la acción política directa. Lo que podría ser legítimo si se limitara a la defensa de valores morales y si estos estuvieran alineados con lo que en 2025 es la prédica ética y de conducta sin violencia hacia el prójimo, la empatía, solidaridad, el consuelo al que sufre de un duelo, situar al individuo ante la finitud de la vida y darle un propósito más elevado, y todo lo característico en positivo de la confesionalidad de la mayoría de los credos actual. Pero estas redes evangélicas y otras, se convierte en una intromisión totalmente impropia cuando operan como brazo electoral desde lógicas de las élites locales o bien correas de transmisión y acción socio-política desde intereses extranjeros. Desde el púlpito, o a través de canales laterales como medios de comunicación propios y redes sociales, los líderes evangélicos no solo predican, sino que hacen campaña.

Es común ver a pastores promoviendo abiertamente a candidatos alineados con Washington o, por el contrario, ejerciendo una oposición férrea a cualquier gobierno que defienda la soberanía nacional o políticas progresistas. Esta injerencia, que a menudo cuenta con conexiones semi-directas con agencias de inteligencia estadounidenses, va más allá del lobby legítimo: es una forma de suplantación de la voluntad popular, donde la fe se instrumentaliza para dirigir el voto.

Un claro ejemplo son las frecuentes prédicas en posicionamiento alineado con las posiciones del evangelismo estadunidense (y de otras confesiones extendidas en Latinoamérica pero con su origen en EE:UU.) a favor del gobierno de Israel, presentando el conflicto palestino-israelí como una «guerra santa» o blanqueando las acciones de su ejército. Si se tratara solo de reconocer las raíces judías del cristianismo o de buscar inspiración en las antiguas Escrituras que son la base de Judaísmo, sería comprensible. Son un culto joven y sería lo normal esa inspiración o buscar con visión actual, las raíces. Pero no: se actúa como agentes políticos, no como guías espirituales. Esta postura, que replica exactamente la política exterior de EE.UU. y de la ultraderecha israelí, revela hasta qué punto el discurso religioso está secuestrado por una agenda geopolítica.

El discurso evangélico predominante pone su énfasis en la teología de la prosperidad, la sumisión a la autoridad y la moralización de los conflictos sociales, además de posicionarse en contra de evoluciones de la sociedad mundial en temas como el aborto (como Derecho legal de la mujer a disponer de su cuerpo y proyecto de vida), o el divorcio.

Aunque más allá de ello, desde el púlpito, esta red de influencia no se limita a la geopolítica. Ejerce una intromisión impropia en la vida civil, promoviendo activamente esa agenda moral conservadora fundamentalista estadounidense tan groseramente manifiesta en la vida política de la Administración Trump (y en esto podría retrocederse hasta los tiempo de Henry Kissinger), que tiene entre sus blancos principales a la comunidad LGBTIQ+.

Bajo una retórica de ‘pánico moral’, se presenta a este colectivo como una amenaza para la familia tradicional, buscando revertir sus avances legales y sociales. Esta postura no es espontánea: como se evidencia claramente en su acción social, replica modelos de la derecha religiosa estadounidense y sirve como una cortina de humo eficaz para desviar la atención de problemas estructurales endémicos en Latinoamérica: la desigualdad económica y la verdadera soberanía nacional, ambas sistemáticamente saboteadas.

Este déficit no es nuevo. Ya Simón Bolívar, en el ocaso de su vida y tras el fracaso de su sueño unionista en el Congreso de Panamá, vislumbró con amarga lucidez la nueva amenaza. En una carta profética a su amigo el coronel Patricio Campbell, se lamentó: “¿Cuánto no se opondrían todos los nuevos estados americanos, y los Estados Unidos que parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la Libertad?”. Su intuición se cumplió con creces. A la sombra de la Doctrina Monroe, el historial de intervenciones estadounidenses es abrumador: más de 150 acciones de diverso grado, desde la operación político-militar que creó Panamá para controlar el canal, hasta golpes de Estado en Chile, Guatemala o Brasil, operaciones encubiertas y apoyos a dictaduras.

Este patrón de dominación se refinó en el siglo XX. Organismos financieros internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, junto a otras agencias de desarrollo de inspiración estadounidense, ampliaron la influencia del dólar y diseñaron políticas que han mantenido a la región en un esquema de desigualdad social crónica y extractivismo neocolonial. La creación de deuda externa se convirtió en el mecanismo perfecto para manipular la soberanía de las naciones y frenar su desarrollo interno autónomo.

Visto en este contexto secular, la influencia a través de los tentáculos de las diversas confesiones religiosas no católicas de inspiración anglo que vinieron del Norte no es más que el otro brazo de acción de la misma hidra. Si las intervenciones militares y económicas son las garras visibles del poder hegemónico, el evangelismo alineado es su arma cultural y disuasoria silenciosa, diseñada para conquistar desde el púlpito lo que ya no siempre se puede controlar con la punta de la lanza.

Esta “batalla espiritual” entre el bien y el mal oculta por tanto, una agenda funcional a los intereses de Washington: debilitar la capacidad crítica de las sociedades y favorecer un modelo de sumisión ideológica.

En Brasil, este fenómeno alcanza su máxima expresión. Líderes evangélicos alineados con figuras como Donald Trump o Marco Rubio han promovido abiertamente posturas anti-China, anti-BRICS y anti-PT, replicando el discurso de la ultraderecha estadounidense. La elección de Jair Bolsonaro, ampliamente respaldada por pastores con esos «vínculos transnacionales» objeto de este análisis, refleja cómo el evangelismo se ha convertido en un muro de contención frente a proyectos soberanistas y multipolares de cada Nación emancipada. No es cosa menor.

Frente a esto, la posición del presidente Lula da Silva —“Brasil no quiere emperador”, “no somos el patio trasero de nadie”— choca frontalmente con esta maquinaria bien engrasada. Su apuesta por la cooperación Sur-Sur, la desdolarización del comercio y la democratización del orden global representa justo lo que el evangelismo alineado con EE.UU. busca evitar: un Brasil soberano, integrado en los BRICS y dueño de su destino.

Por todo ello, desde 2025 la ofensiva política y diplomática de la administración Trump hacia Brasil dejó de ser sólo retórica y pasó a medidas concretas y visibles, que confirman la idea de que el evangelismo y la política exterior forman parte de un engranaje mayor de influencia.

En julio de 2025 el presidente Donald J. Trump remitió a Lula una carta pública, colgada abiertamente en redes oficiales del Ejecutivo, ¡en la que calificó el proceso judicial contra Jair Bolsonaro como “a Witch Hunt that should end IMMEDIATELY!”.  Es decir “Una persecución política, o caza de brujas, que debe acabar de una vez por todas.” Vinculándose explícitamente la adopción de aranceles como respuesta política: anunció la imposición de aranceles del 50% sobre importaciones brasileñas (véase al respecto APnews).

Ese gesto, en una mezcla coercitiva y descarada de presión económica y condena personal al proceso judicial, fue interpretado por Brasília como “chantaje inaceptable” y provocó una escalada inmediata en la retórica bilateral.

Sin embargo, lo que se describía desde EE.UU como “caza de brujas”, era un proceso judicial brasileño legítimo que no responde a ninguna persecución política, sino a hechos probados y graves atentados contra el orden democrático. Bolsonaro y varios de sus colaboradores fueron acusados de haber instigado y alentado el intento de golpe del 8 de enero de 2023, cuando miles de sus partidarios asaltaron violentamente las sedes de los tres poderes del Estado —el Palacio do Planalto, el Congreso Nacional y el Supremo Tribunal Federal— con el objetivo de desconocer los resultados electorales y forzar una intervención militar.
La investigación, dirigida por el juez Alexandre de Moraes, documentó la difusión deliberada de desinformación sobre un supuesto fraude electoral, la connivencia de mandos policiales y militares, y la participación de exministros en la financiación y logística del ataque. Por ello, el Tribunal Supremo Federal abrió causas por intento de golpe de Estado, asociación criminal y uso indebido de bienes públicos, en cumplimiento del mandato constitucional de defender la legalidad democrática frente a quienes intentaron subvertirla.

La reacción estadounidense a este normal actuar del Poder Judicial brasileño fue escalando y no se limitó a la imposición de aranceles punitivos a Brasil. La Administración estadounidense aplicó restricciones de visado y otras medidas dirigidas directamente a jueces del Supremo Tribunal Federal de Brasil.

A mayores, el Secretario de Estado Marco Rubio, ya en la cúpula del Departamento de Estado en esta etapa, anunció revocaciones de visados contra magistrados, incluido el juez Alexandre de Moraes (véase enlace tres párrafos antes) y las autoridades estadounidenses comenzaron a usar herramientas de sanciones financieras (acciones del Tesoro basadas en E.O. y el marco Global Magnitsky) contra personas asociadas al proceso. Estas medidas fueron justificadas por la Casa Blanca como respuesta a lo que calificaron de “ataques a la libertad de expresión” y “ordenes de censura” sobre plataformas estadounidenses, pero en Brasil fueron percibidas como injerencia directa en la independencia judicial.

No es la primera vez que actores políticos y administraciones estadounidenses intervinieron de forma abierta o encubierta en la política latinoamericana (la Doctrina Monroe y las numerosas intervenciones del siglo XIX y XX son un antecedente largo). Más recientemente, desde 2020 en adelante se registraron apoyos flagrantes de redes trumpistas a fuerzas afines en Brasil y la colaboración entre sectores de la derecha estadounidense y Bolsonaro fue ampliamente denunciada en 2023 por congresistas y medios, lo que preparó el terreno para la cooperación transnacional entre ultraderecha política y evangelismos aliados. Estas piezas periodísticas y reportes de 2023–2025 ayudan a trazar la continuidad entre la presión geoeconómica y la ofensiva cultural/religiosa que evidenciamos en este análisis.

Pero volviendo al evangelismo, esta y otras confesiones o redes afines no operan únicamente en las altas esferas. A nivel micro, tejen verdaderas comunidades de apoyo que proporcionan contención emocional, ayuda material y un sentido de pertenencia en contextos de precariedad y desarraigo. Ese tejido social cumple una función de refugio y de identidad, y en ello radica buena parte de su fuerza de atracción.
Sin embargo, detrás de esa solidaridad aparente se esconde una paradoja: las mismas élites que promueven este modelo utilizan la fe como un instrumento de control, secuestrando el potencial transformador de las comunidades y subordinándolas a una tutela neocolonial disfrazada de ayuda espiritual. En este esquema, la adhesión no es solo doctrinal, sino también económica y social: pertenecer significa acceder a redes de empleo, crédito, consumo y apoyo mutuo, mientras que disentir o apartarse puede equivaler a una forma de “excomunión civil”, una muerte social y económica dentro del círculo comunitario.

Como ocurre en otras estructuras de obediencia cerrada en otros países, como España. Pensemos en organizaciones como el Opus Dei o los Testigos de Jehová. En esas comunidades religiosas, quien se distancia del grupo o cuestiona la autoridad es marginado o expulsado, quedando privado del entramado de relaciones personales y recursos que antes lo sostenían. En el caso del Opus Dei, que además tienen instituciones educativas que llegan hasta el nivel Universitario, el “díscolo señalado y excluido” puede ver que deniegan todo su curriculum, sea formativo o laboral (véase al respecto el artículo del Diario El Pais).

Así, igualmente, en Latinoamérica, el poder disciplinario de estas microcomunidades refuerza el control ideológico desde la base, reproduciendo en lo cotidiano la misma lógica de dependencia y sumisión que, a gran escala, sirve a los intereses políticos y geoestratégicos del Norte.

Entonces, la pregunta respecto a todas estas nuevas confesiones que, en apenas un siglo, arrinconaron al antiguo catolicismo romano en América Latina, no es paranoica ni conspiracionista plantear todo lo visto hasta aquí, sino un análisis políticamente lúcido y de precaución para con esa soberanía del los pueblos y las naciones. Afinando más: ¿es el evangelismo, en sus múltiples variantes pentecostales, neopentecostales y carismáticas, junto a los mormones, bautistas del Sur y otras iglesias de matriz estadounidense, una herramienta blanda de dominación? Los hechos sugieren inequívocamente que sí. Y se sabe desde siempre…

Bajo el discurso de la salvación individual y la prosperidad divina, estas corrientes han tejido una red transnacional de poder espiritual y mediático, financiada y amparada por intereses políticos del Norte. Entre beneficios mutuos, influencia geopolítica para Washington, y poder, impunidad fiscal y expansión cultural para las iglesias—, se consolida un sistema de control indirecto que penetra los barrios, los parlamentos y las conciencias.

Así, lo que parecía una mera renovación religiosa se revela como un proyecto de ingeniería social, un mecanismo de domesticación moral que sustituye la antigua teología de la liberación por una teología de la sumisión. En nombre de Dios, se desactiva el pensamiento crítico; en nombre de la fe, se protege el statu quo. Y así, bajo el manto luminoso de la cruz, se sofoca —una vez más— el derecho de América Latina a pensarse y gobernarse por sí misma. Incluso en lo más íntimo, como el plano espiritual de cada uno.

En un mundo que avanza hacia la multipolaridad, la batalla por el alma de Brasil se libra también en los púlpitos. Aunque nos hemos detenido mucho en este país, por ser el caso más visible y extendido, no olvidemos que el fenómeno abarca a toda América Latina, donde el evangelismo alineado con intereses del Norte se expande sobre el vacío dejado por la vieja hegemonía católica.

Mientras estas iglesias (nos referimos sólo a las que han hecho de la fe un evidente instrumento del poder y así se hubiera constatado) sigan ganando terreno, la sombra del este nuevo colonialismo que ya es centenario, ahora revestido de fe, continuará extendiéndose sobre el continente.

¿Por qué es necesario señalarlo —o al menos dudar de ello— en esta etapa de la historia? La respuesta es sencilla: la fe ha sido weaponized, o convertida en arma y herramienta psicosocial. No para “salvar almas”, ni para facilitar la emancipación o el crecimiento espiritual interior, ni siquiera para acercar a quienes sinceramente buscan a Dios; sino para someter, no para liberar, sino para domesticar.
Y así, bajo la apariencia de redención, América Latina vuelve a ser un campo de misión: no de almas perdidas, sino de soberanías en disputa, manejadas con la sutileza de las redes de arañas y los dispositivos del poder imperial 2.0. Porque su acción y su prédica no se limitan al púlpito: también circulan en plataformas digitales y algoritmos dirigistas, multiplicando su alcance y su control sobre comunidades enteras.

Redacción

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