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viernes, noviembre 14, 2025

Jacarandás: los árboles que revelan otra Ciudad

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Hay árboles que revelan una ciudad. El jacarandá es el ejemplo porteño perfecto. De pronto, entrado noviembre, Buenos Aires se viste con una delicadeza inusual, liviana y con densidad.

Porque los jacarandás no se limitan a ofrecer nubes y alfombras de flores vaporosas durante más o menos un mes. Aunque sobraría con eso.

Además, estos árboles crean postales que son emblemas de la Ciudad de Buenos Aires. Marcas preciosas de una identidad distinta a la que nos legaron el fútbol, los conventillos, el tango, los palacios, la Plaza de Mayo o el Obelisco.

No es casual que en 2025 se cumplan 10 años desde que los jacarandás fueron declarados árboles “distintivos” de Capital por su Legislatura.

Jacarandás 2024. Foto: archivoJacarandás 2024. Foto: archivo

Un ícono natural

Los jacarandás son «distintivos» porteños pero no son autóctonos. Los trajo del Norte del país el paisajista francés Carlos Thays cuando terminaba el siglo diecinueve y Buenos Aires dejaba atrás la «gran aldea» para consolidarse como metrópoli. Ya entonces ese visionario entendía que la naturaleza y lo urbano no necesariamente se excluyen: tienen que ir de la mano.

Zona Facultad de Derecho. ArchivoZona Facultad de Derecho. Archivo

Los jacarandás porteños sobrevivieron décadas para encontrar hoy su lugar entre balcones, semáforos y colectivos, como si supieran que la melancolía que honran Mi tango triste, de Troilo, o Gricel (“mi vida toda fue un engaño”), necesitaba un antídoto de un tono que no fuera del todo azul ni violeta. Tampoco celeste, como en la canción de María Elena Walsh.

Quizá el arte, además de la conciencia ecológica y la veta turística, los preservó.

Siempre digo que los jacarandás convierten rincones de la Ciudad en cuadros impresionistas. Me gusta la idea de que estos árboles, como aquellas pinturas, crean paisajes únicos, recuerdos de lo efímero. De esa forma iluminan cuánto vale la pena frenar y mirar. Que no se puede querer, y menos cuidar, lo que no se reconoce.

Además, si los dejamos, los jacarandás son mágicos. Cuando florecen, parecen escribir cartas de amor destinadas a quienes todavía caminan la Ciudad de Buenos Aires observando, arriba, alrededor, a los demás.

Racimos de ilusión

Otra cuestión es que los porteños florecemos un poco con los jacarandás. Se multiplican las fotos en las redes sociales, los paseos en torno a la ajetreada avenida Figueroa Alcorta, cierto relax bajo las ramas de Plaza San Martín. Hay ya algo de rito y algo de memoria en esto.

Será por eso que cuando los lapachos fucsias terminan de estallar -otros protagonistas de notas periodísticas de primavera, junto a los plátanos, en la mira por sus alérgenos- no tienen, al menos por ahora, el peso de los jacarandás en nuestros paisajes de sueño.

Jacarandás en Puerto Madero. Foto: archivoJacarandás en Puerto Madero. Foto: archivo

Para muchos, el esplendor de los jacarandás es señal de que el año empieza a despedirse. Y de que, por aquí y por allá, hay maravillas que duran menos que una de esas flores, ¿lila?, en el parabrisas.

Es cierto que la realidad ahorca. Pero quizá por eso mismo sean más necesarias estas pausas, a modo de batería, ilusión, descanso.

Como sea, los jacarandás invitan a disfrutar y en sus tonos parece haber algo que recuerda parte de lo que fuimos y de lo podríamos ser.

Son oxígeno. Encantadores cuadritos a cielo abierto. Alrededor de 20 mil gigantes (y no tanto) soltando racimos que vienen flotando entre generaciones de porteños, como un secreto compartido. Y, si les das la oportunidad, quién sabe qué más puedan revelar.

Redacción

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