Aunque hoy hablar de soberanía puede resultar algo delirante, porque a partir de la dictadura, todos los gobiernos hasta hoy la renunciaron en múltiples contratos y acuerdos que firmaron, creo necesario insistir en que es algo fundamental en la vida de la Patria.
La defensa de la soberanía nacional no es un concepto abstracto en nuestra historia: es un principio fundacional, una práctica política concreta y, durante buena parte del siglo XIX, una verdadera obsesión estratégica. No está de más recordar que entre sus máximos exponentes debemos recordar a Don Juan Manuel de Rosas, quien, más allá de las múltiples controversias que aún hoy rodean su figura, encarnó como pocos la decisión de impedir que las potencias de la época fijaran el rumbo político y económico del Río de la Plata y se enfrentó a ellos con decisión. Rosas resulta un mal ejemplo para las concepciones del actual gobierno y todos los vasallos que lo siguen, y sigue siendo una muestra de dignidad, que mostró que nadie podía atropellar nuestra soberanía.
Su actitud durante el bloqueo anglo-francés (1845–1850) es quizás el ejemplo más elocuente: dos imperios globales intentaron imponer condiciones comerciales, redefinir jurisdicciones fluviales y quebrar la autoridad argentina en la cuenca del Plata. Rosas no sólo se negó a aceptar esas imposiciones, sino que organizó una resistencia militar, diplomática y simbólica que terminó forzando a ambas potencias a reconocer la soberanía argentina sobre sus ríos interiores. Aquel episodio consolidó una tradición histórica que, con matices, atravesaría buena parte del siglo XX: el principio de no intervención, la defensa de las decisiones nacionales y la negativa a aceptar imposiciones externas en materia económica, militar o política.
Esta tradición no fue excepcional; fue parte constitutiva de la identidad nacional de nuestro país, más allá de algunas defecciones circunstanciales, la idea de que la Argentina debía decidir su rumbo sin tutelas externas se mantuvo como un hilo conductor. Incluso gobiernos con orientaciones divergentes coincidieron en preservar una política exterior relativamente autónoma, basada en el derecho internacional, la autodeterminación y la resolución pacífica de controversias. A partir de la dictadura todo cambió, y comenzamos a transitar un rumbo distinto, donde comenzaría a abandonarse ese viejo concepto de la soberanía, para relativizarla, y obedecer los lineamientos que surgieron a partir del Convenio de Washington de 1965.
El principio de soberanía que viene desde lejos nada tiene que ver con la política exterior de los Estados Unidos, cuyo historial está marcado por una sistemática falta de respeto hacia la soberanía de otros pueblos, y es oportuno mencionar unos pocos ejemplos:
• México (1846–1848): invasión territorial y desmembramiento de más de la mitad del territorio mexicano.
• Panamá (1903): separación forzosa de Colombia con intervención militar directa para asegurar intereses estratégicos sobre el canal.
• Guatemala (1954): derrocamiento del gobierno democrático de Árbenz mediante la CIA.
• República Dominicana (1965): invasión para impedir un retorno constitucional.
• Irak (2003): guerra basada en argumentos falsos, con devastación regional perdurable.
• Decenas de intervenciones encubiertas en América Latina, Medio Oriente, Asia y África.
Esta trayectoria que resumidamente mostramos revela un patrón estructural: Estados Unidos no ha reconocido la soberanía ajena cuando ésta contradecía sus intereses económicos, geopolíticos o militares. El “principio de no intervención”, para Washington, ha sido más un recurso retórico que una norma de conducta. Es así que durante décadas llevaron adelante criterios intervencionistas, sin que la existencia de un orden jurídico internacional limitara sus concepciones.
Ellas tuvieron comienzo, desde la época en que John Quincy Adams sostuvo que «el mundo debe familiarizarse con la idea de considerar al continente americano como nuestro dominio natural» y que expuso sin eufemismos Eliu Root, que fuera secretario de Estado de los Estados Unidos y prominente figura política de su país, al decir: «Nuestra misión manifiesta de controladores de los destinos de toda América es un hecho tan inevitable y lógico, que se ha llegado hasta discutir las medidas de que nos valdremos para llegar a esa finalidad. Pero nadie duda de nuestra misión y de nuestro propósito de cumplirla o, lo que es más significativo, de nuestro poder para realizarla. En la segunda mitad del siglo XX, los que estudien el mapa se sorprenderán mucho de que hayamos esperado tanto para redondear las fronteras naturales de nuestro territorio hasta llegar al Canal de Panamá, y del otro lado, hasta el continente meridional […]. Con los latinoamericanos, nada existe, ni podemos tener nada en común, si exceptuamos la buena voluntad que mutuamente nos profesamos; pero por grandes que sean esos buenos deseos, no bastan para llenar el abismo que nos separa […]. Si acaso fuera posible que las nacionalidades latinoamericanas comprendieran el
En este contexto histórico, la política exterior impulsada por Javier Milei representa una ruptura abrupta con la tradición argentina. Su alineamiento acrítico, incondicional y subordinado hacia Estados Unidos —presentado como una “alianza estratégica” pero sin condiciones reales de reciprocidad— implica un abandono de los fundamentos que guiaron durante dos siglos la inserción internacional del país.
La aceptación sin cuestionamientos de marcos regulatorios, directrices financieras y posicionamientos geopolíticos diseñados en Washington no sólo contradice la historia diplomática argentina: contradice también el principio básico de toda nación moderna, que es decidir su destino según sus propias necesidades de desarrollo, no según las exigencias de una potencia externa. Mientras el país acumula costos económicos y diplomáticos, Estados Unidos no ofrece concesiones equivalentes: ni apertura comercial, ni cooperación tecnológica estratégica, ni apoyo concreto a la industrialización. La relación se estructura, como tantas veces en la región, bajo un esquema asimétrico donde uno manda y el otro acata.
La historia argentina ofrece ejemplos luminosos de resistencia —como Rosas frente a los imperios europeos— y también episodios de sometimiento. Pero pocas veces la claudicación fue tan explícita, tan celebrada por sus propios ejecutores y tan alejada del interés nacional como en la política exterior actual.
Allí donde antes hubo dignidad soberana, hoy hay una renuncia voluntaria que ignora la experiencia histórica, diluye la autonomía y nos devuelve a un lugar periférico que generaciones enteras se esforzaron por superar.



