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Uruguay

Pasando vergüenza

El señor, espigado, tosco, con cara de ozempic y vestido con un “chándal” deportivo de colores que agreden cualquier sentido de buen gusto, mueve las caderas con más voluntad que ritmo. Sube y baja los puñitos, y se agita como su fuera un robot teniendo un ACV. Todo al ritmo de una música tecno que “samplea” su propia voz, repitiendo una y otra vez “si paz, si paz, si paz”.

¡Y el entorno! Porque en cada puesta en escena lo acompaña una claque de alcahuetes que se miran entre sí no sabiendo si ahora tienen que bailar, saltar o aplaudir a su líder, en su descenso al bochorno estético, político, moral. Hablamos de Nicolás Maduro, el dictador venezolano que cada día se esfuerza más por parecerse a un personaje de Sacha Baron Cohen, aquel cómico que creó a Ali G, Borat, y al General Aladeen.

Mientras eso sucede en Venezuela, a miles de km, son las dos de la mañana de la fría Oslo invernal. Una multitud aguarda echando vapor por la boca, frente al Gran Hotel de la capital noruega. Y estalla en gritos y aplausos cuando una María Corina Machado, toda de negro, impecable, finalmente sale al balcón a saludar.

Es un momento histórico. Ya que la dirigente que lleva 20 años siendo la voz más recalcitrante de oposición al proceso chavista que sumió su país en la miseria y el autoritarismo, acaba de llegar para recibir el premio Nobel de la Paz. Nadie diría por su imagen, que esa mujer acaba de atravesar una epopeya, saliendo de la clandestinidad donde vive hace años, pasando de lancha en lancha en las aguas embravecidas del Caribe, hasta llegar a una isla desde donde tomó un avión a Oslo.

Luego vinieron las ceremonias, aplausos, discursos y conferencias de prensa. Las fotos con presidentes, legisladores, aristócratas y empresarios. Y los abrazos con venezolanos exiliados que cruzaron medio planeta para estar junto a quien ven como la última esperanza de que vuelva la libertad a su país. Consultada por un periodista sobre si no era una contradicción que alguien que es premiada por luchar por la paz estuviera de alguna manera pidiendo una invasión a su país, Machado contestó con su flema acostumbrada: “Mi país hace tiempo que fue invadido. Hay agentes rusos, iraníes, cubanos. Hay agentes de Hezbolá, de Hamás trabajando libremente por Venezuela”. Podría perfectamente haber agregado, “y ustedes nunca se interesaron tanto por eso”.

De vuelta en Caracas, Maduro no tuvo el mismo tino. “Hoy salió hablando inglés, llamando a que invadan Venezuela, hoy salió delinquiendo, delinquiendo y delinquiendo. Y haciendo el ridículo”,

Ridículo.

“A mí me preocupa que nos perdimos la oportunidad de declarar desierto el Nobel de la Paz. Porque fue un año complicado, ¿no?”. “Raramente hago comentarios sobre los Nobel. Me sorprendió en su momento y ya está. No se sabía ni siquiera si iba a ir (a la ceremonia), una cosa rarísima”.

Así reaccionaba el presidente uruguayo Yamandú Orsi. Y su canciller, Mario Lubetkin, alguien con enorme formación, y trascendente experiencia en los foros alimentarios internacionales, decía “antes los Nobel de la Paz ayudaban a los escenarios de paz”. “Este premio no ayudó a bajar las tensiones en la región, sino que dividió más”. Más allá de lo ridículo de este tipo de declaración de los dos referentes del país en política exterior, es relevante preguntarse qué se puede hacer frente a lo que pasa en Venezuela.

Estamos ante un país que es tal vez el más rico del continente en materia de recursos humanos y naturales. Un país que vive hace 20 años un proceso de degradación político que tuvo su pico hace menos de dos años con una estafa electoral innegable. Que ha transformado esa nación en hub para el narcotráfico y el terrorismo, que derrama en todo el continente. Que ha sometido a su gente a la miseria y a la represión salvaje, forzando a seis millones de personas a escapar. Y esto no es un invento de los medios. En Montevideo, Orsi o Lubetkin, pueden preguntarle a su próximo Uber o al que le traiga la pizza esta noche, qué pasa en Venezuela. No van a tener dos respuestas diferentes.

A nadie le gusta la violencia, ni que haya intervenciones ajenas en países soberanos. Ahora… ¿cuál es hoy la alternativa a esta situación? ¿Seguir hablando con un régimen militar enquistado en el poder? ¿Mirar para otro lado mientras una dictadura impone una decadencia forzada a un país hermano? ¿Eso es ser progresista en el siglo XXI?

Hay momentos en la historia, donde no hay sitio para lavarse las manos. Y donde hay que decidir “de qué lado de la grieta te encontrás”. Del lado de la democracia, de la libertad, del progreso. O del lado de un señor que mientras su país se hunde sin freno, baila, reprime, canta, tortura, habla con pajaritos…

Hay tibiezas que son complicidad. Hay ridículos, de los que no se vuelve.

Redacción

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