Los mandatos presidenciales de los expresidentes Mauricio Macri y Alberto Fernández se dieron en un contexto de hartazgo de la sociedad, con dirigentes venales en un país polarizado y desigual. El actual presidente Javier Milei y su pretensión de hegemonía política, es producto de esta trama política.
Los mandatos presidenciales de los expresidentes Mauricio Macri y Alberto Fernández se dieron en un contexto de hartazgo de la sociedad, con dirigentes venales en un país polarizado y desigual. El actual presidente Javier Milei y su pretensión de hegemonía política, es producto de esta trama política.
En ese contexto surgía la novedad del primer mandatario de derecha elegido por el voto, como lo fue el expresidente Mauricio Macri; luego en un experimento sin antecedentes en la política argentina, elegíamos a un presidente carente poder propio, como Alberto Fernández; y actualmente un presidente con un solo mandato de legislador.
Estos presidentes electos provenientes de ideas diferentes y recambios de gobierno en paz y de acuerdo con la ley y la constitución, hablan bien del sistema democrático argentino. Sin embargo, la democracia per se no garantiza el cumplimiento de la constitución, la defensa de los valores democráticos, ni el reparto equitativo de la riqueza.
En este sentido, en el primer año de mandato del presidente Milei con poder limitado en el parlamento, sin partido político propio, ni medios de comunicación afines, pero con una imagen de alguien que no especula y es transparente; logró modificar la ecuación de poder asentado en tres premisas: la opinión pública favorable, la baja de la inflación y la anti política. Este apoyo al gobierno y su imagen positiva, lo animan en sus pretensiones de dominar el sistema político.
Los apoyos al presidente Milei se basan en el mensaje siempre refractario a lo que el denominó – desde la campaña electoral – como «la casta», refiriéndose a los políticos y «al Estado que nos roba… soy el topo que destruye el Estado desde adentro», cuando habla del Estado. Estos términos polisémicos no son nuevos en política, el que mejor los puso en práctica fue el expresidente Carlos Menem cuando anunciaba «revolución productiva y salariazo» y seguidamente hizo lo contrario.
Los términos aludidos que tienen más de un significado y constituyen su mensaje, son muy operativos para el presidente. En consecuencia, la casta engloba a periodistas, políticos, empresarios, economistas, religiosos, artistas; y el estado incluye a organismos de derechos humanos, asistencia social, de investigación, universidades, tributarios y sigue la lista; que deben ser desguazados y minimizados.
El mensaje se personaliza encarnándose en la fuerza de un león y lo potencia junto a la motosierra. Nos avisa que él lo puede hacer, sólo debe imponerse a los malos y a estar a favor del bien. La mediatización de este mensaje lo posiciona en el mercado político con ventaja sobre la oposición política.
La vocación de poder
Ahora bien, a un año vista, el presidente controla la escena política teniendo por antagonistas a un arco opositor dividido y sin proyectos alternativos, que deja el camino expedito para avanzar en un proyecto dominante.
La gestión política en contra del sistema de un presidente sin partido, sin gobernadores afines, sin equipos para gobernar; se explica desde una vocación de poder superlativa, cuyo fin principal es denostar, por razones ideológicas, valores fundantes de la sociedad democrática, como, la justicia social, la defensa de las personas vulnerables y las minorías sexuales o el negacionismo sobre el terrorismo de estado.
La característica principal de este período político es que a la idea de imponer valores extremos – que abrevan en las creencias racistas, misóginas y supremacistas de Donald Trump, Jair Bolsonaro o Víctor Orban – se suma, el cambio del clivaje político kirchnerismo / antikichnerismo por el de mileismo/antimileismo, con la anomalía de que los antis son los exmileistas expulsados de las cercanías del poder político.
La hegemonía
El actual arco político fragmentado y deslegitimado deja el camino expedito hacia un proyecto hegemónico, que consiste en neutralizar el equilibrio inestable de distintos proyectos opuestos al gobierno (que es inherente a la democracia) para imponer uno solo.
Recordando que hegemonía significa «dirección suprema», y es el poder absoluto conferido a derivado del griego » eghesthai», que significa «ejercer de guía», «ser jefe» o «conducir», cuya superioridad radica en la eficacia moral; es decir, en la confianza de nuestra capacidad de actuar conforme a la ética y nuestro comportamiento con relación con el bien y el mal, la felicidad, el deber, y el bienestar común, animando a otros a hacerlo.
La hegemonía política que se nos propone no es evidente, está en los intersticios de la cultura. Es decir, en las creencias, los hábitos y las costumbres, que modelan y cambian valores considerados otrora, «sagrados»; tales como la tolerancia, la amistad civil, la solidaridad política; por la intolerancia, el enemigo público y el individualismo que combinados con la homofobia y la discriminación encuentran «un sentido común», expresado en lo políticamente incorrecto y el discurso del odio.
Esta pretensión de un proyecto de poder hegemónico no sólo se aprecia en la vocación del poder de un gobierno sin límites, sino en el auspicio cotidiano a la división entre buenos y malos en la práctica política.
La valentía moral
Nuestro desafío cotidiano es tener la valentía moral necesaria para traducir las decisiones morales en acciones morales, como por ejemplo cuestionar la vocación hegemónica del gobierno expresada en el discurso que vulnera valores y la distribución arbitraria de las partidas de dinero por no tener presupuesto.
En este sentido, los asalariados del sector público y privado, los jubilados y la mitad de la población que trabaja en el sector informal de la economía, fueron los perdedores del ajuste. En cambio, los sectores de la minería, la producción de gas y petróleo, el sector agropecuario o las plataformas de comercio online, son los que ganaron.
Ambos sectores conforman un país dual, que es el resultado de los sacrificios y comprensión de los que pierden, que no debe caer en saco roto por la indiferencia y desinterés de los que circunstancialmente están entre los que ganan.
En suma, todos los sectores se deberían interesar y esperar que la racionalidad política abjure de las aspiraciones hegemónicas del gobierno y las defecciones de la oposición, para que puedan empinarse sobre los desafíos por venir.
¿O hay mayor defección ética para una sociedad que, celebrando la baja de la inflación, no defienda los valores fundantes de la democracia, ni se pregunte quiénes serán los ganadores y perdedores?