En Lo que nos enseñan los animales sobre política (Editorial Cactus) el filósofo canadiense Brian Massumi plantea una hipótesis tan seductora como arriesgada, según sus propios términos: “Me arriesgo voluntariamente a ser acusado de antropomorfismo, en aras de seguir el rastro de lo cualitativo y lo subjetivo en la vida animal”.
De esta manera, el propósito del autor consistirá no en aplicar las reglas de la política humana para pensar la vida animal sino, por el contrario, en aproximarse hacia una política integralmente animal por fuera de los paradigmas habituales que diferencian de modo tajante entre el mundo natural y la cultura.
En este sentido, Massumi dejará en evidencia que determinados comportamientos animales no están exentos de criterios lúdicos, estéticos o creativos (como el cortejo sexual del pavo real) y que se torna imperioso pensar la “exuberancia animal” en función de criterios “culturales”. Consecuentemente, podríamos decir que el lenguaje, como expresión cultural, está presente en los animales.
Para Massumi la definición de una “política animal” requiere el esfuerzo de pensar más allá de las analogías del hombre con el resto de las especies, desplazando de la centralidad jerárquica al humano para producir un marco conceptual que no nos aparte de los animales aduciendo una autonomía, vanidad y superioridad como rasgos de nuestra especie que en rigor no poseemos.
La dimensión de lo lúdico
Un elemento crucial para concebir una política animal es la dimensión de lo lúdico; el juego será central para mostrar esta indiscernibilidad entre humanos y animales. El juego entrelaza comportamientos igualmente creativos e improductivos.
El juego en el caso de los animales, como nos dice Massumi, “vuelca esta reflexividad al gesto no verbal”. Pensemos en un gato que juega con un ovillo de lana como prueba fehaciente de esta zona compartida con los humanos bebés.
Otro elemento fundamental en esta política animal será el cuerpo. Massumi prefiere hablar del “cuerpar”, esto es, más que existir “el” cuerpo, presenciamos “una vida” tensada, estirada como una banda elástica, entre diferentes polos afectivos constantes que constituyen un acontecimiento que nos configura.
Según el filósofo canadiense, no podemos reducir el cuerpo a la corporalidad singular, en tanto que el cuerpo incluye al movimiento en el cual ésta se “supera” o se incluye, se modifica, es afectada y afecta a los otros.
Un ejemplo de ello será el “mordisco del juego” de los perros; las luchas lúdicas donde los animales fingen que muerden o atacan con sus cuerpos, es una evidencia del modo en que la corporalidad animal se deja atravesar por el afecto de la vitalidad.
Subsiguientemente, Massumi aborda la cuestión del “instinto” animal al cual califica como “simpatía” (sim: juntos y patía de pathos: ser afectado) en todos los niveles y en todas las formas. La pretendida mayor diferencia entre humanos y animales que sería lo instintivo como determinante del límite, no parece ser tal ya que la conciencia primaria no es cognitiva y representativa sino un juicio perceptual inmediato que responde al medio, y esto según Massumi, a partir de su lectura de Peirce, es común en humanos y animales.
La dimensión estetizante del animal
Por otra parte, lo instintivo no se reduce a una acción propia de una lógica biológica individual sino incluye una comunidad, una manada, un nido, que transmite de modo imitativo este accionar. Empleando el concepto de “paradigma ético-estético”, acuñado por Félix Guattari, Massumi plantea la concepción del instinto no como mero reflejo, sino por el contrario, nos da herramientas para mostrar la dimensión estetizante de cada acción animal.
Como dice Massumi: “Pensar lo humano es pensar lo animal, y pensar lo animal es pensar el instinto. ¿Por qué, entonces, la vergüenza generalizada ante el término”. La única explicación posible será cierto secretismo que desconoce la dimensión “simpática” del mismo.
Es importante marcar que, según Massumi, los animales, al carecer de una ética normativa, es decir, de una conciencia del deber expresada en un mandato o imperativo categórico, no distinguen entre lo “serio” y lo “frívolo”, o bien entre el gasto lúdico y enérgico y la acción utilitaria y rentable.
De este modo, asistimos a un paradigma ético-estético no normativo que es ciertamente divergente con la forma de pensar la moral en el campo humano. La política animal es, de esta manera, una política de los afectos y de la expresión, así como de la relación.
Para explicar la especificidad política de los animales será necesario para Massumi recurrir a la noción de “micropolítica” de Gilles Deleuze y Félix Guattari en tanto que lo micropolítico será la zona de la intensidad afectiva, cualitativa, de la vitalidad y de los movimientos permanentes de desterritorialización y descodificación.
La influencia de la filosofía de Deleuze y Guattari en el pensamiento de Massumi es significativa (el autor canadiense es especialista en la obra de la dupla filosófica francesa y tradujo Mil mesetas al inglés), al servirse de la categoría de éstos de “devenir-animal” como clave explicativa de una política de los animales.
Comenzar siempre por el “medio”
Este devenir-animal implica un comenzar siempre por el “medio”, no por el principio o el final; en otros términos, dar cuenta de un continuum propio del animal donde el instinto (el afectar y ser afectado), tal como lo definimos, es el eje ético-estético. Ejemplos del devenir-animal de Deleuze y Guattari en la literatura son rastreados por parte de Massumi, tal como el caso del devenir-cucaracha y del pueblo de ratones en Kafka o la ballena blanca en Melville.
La construcción de una política animal se torna necesaria para Massumi sobre todo porque redefine también la política humana. En este aspecto, la distinción que hace Giorgio Agamben entre zoé y bíos, por un lado, una vida puramente biológica, animal y, por el otro, una vida “cualificada” y social, específica del hombre, es la matriz que permite definir al poder soberano en el cual la presencia de una vida reducida a la pura “biología” se torna una condición necesaria para luego masacrarla.
Este marco del poder soberano es una forma de sociopatía de acuerdo a Massumi ya que funda una estructura política en la exclusión y el exterminio (de otros humanos “inferiores”, “improductivos” o de animales) mediante el establecimiento de un límite vidas “mejores” o “peores”.
La lección de la política animal a la política humana será precisamente que toda forma de Estado (no solo el fascista) estructura un régimen sociopatológico asentado en la diferencia del otro y su borradura.
Lo que nos enseñan los animales sobre política de Brian Massumi es un aporte significativo para pensar en una política humana vitalista y de los afectos, transindividual y no centrada en el sujeto sino en subjetivaciones diversas que cohabiten con otras especies.
Lo que nos enseñan los animales sobre política, de Brian Massumi (Cactus).