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sábado, marzo 1, 2025

La diplomacia de la deportación: el costo de la política de Trump

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Es fácil perderse en la metodología de la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos: una catarata de órdenes ejecutivas, directivas confusas y amenazas, muchas de ellas compartidas en redes sociales. En las primeras seis semanas de su segundo mandato, se destaca su foco en América Latina, que enfrenta un torbellino de aranceles –amenazados, postergados y sectoriales– y también propuestas hasta hace poco impensadas: expropiación territorial en Panamá y ataques militares a grupos criminales en México.

Sin embargo, el caos es deliberado; se vislumbra un método detrás de la locura. En la región se juegan tres obsesiones de Trump: combatir la influencia china en el presunto patio trasero estadounidense, reducir el tráfico de fentanilo hacia su país y bloquear la entrada de migrantes por la frontera sur.

Este último objetivo ha sido el enfoque casi exclusivo de su accionar en la región, y el eje que ordena a sus diplomáticos, quienes dejan de lado ideologías y cosmovisiones para trabajar mancomunadamente en la implementación de una novedosa arquitectura de blindaje contra la migración. Trump ofrece, en rápida sucesión, amenazas y alicientes a los países latinoamericanos a cambio de medidas migratorias. Específicamente, que reciban personas deportadas, tanto de sus propios países como de otros, quitando un obstáculo físico que enfrentan sus agentes fronterizos: falta de lugares de detención para migrantes.

Un ejemplo de esta estrategia se observa en las negociaciones del enviado especial presidencial Richard Grenell con el gobierno venezolano de Nicolás Maduro, a quien Trump intentó derrocar en su primera presidencia. Llegaron a un rápido acuerdo, el 31 de enero, para que Venezuela reciba a los migrantes rechazados en la frontera de Estados Unidos. Ya han aterrizado varios aviones con personas deportadas, incluyendo una tanda de 177 que pasó por la base naval estadounidense en Guantánamo, Cuba. A pesar de eso, esta semana Trump anunció que retiraría el permiso bajo el cual la petrolera Chevron opera en Venezuela, un salvavidas económico para el chavismo. Acusa a Maduro de lentitud con el tema deportados.

El mismo tira y afloje se evidencia en el caso de Panamá que, ante la amenaza de expropiación del homónimo canal, accedió a recibir deportados de otros países bajo el esquema de “tercer país seguro”. Esto permite a Estados Unidos deportar personas provenientes de países con los que no tiene acuerdos directos, al tiempo que lo exime de cumplir con sus propias regulaciones internacionales sobre el asilo, el cuidado de niños y las condiciones de detención.

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Una imagen ilustra la nueva diplomacia migratoria en América Latina: el frente de un hotel panameño con ventanas de cuartos en los que se alojan personas deportadas de Estados Unidos. Los migrantes detenidos en el Hotel Decapolis no eran panameños, ni siquiera latinoamericanos en su mayoría. Eran parte de un grupo de más de 300 migrantes deportados a Panamá por provenir de países como Afganistán, China, India, Irán, Pakistán, Uzbekistán y Vietnam, donde las tensas relaciones con Estados Unidos dificultan los acuerdos de deportación.

Frente a un interlocutor dispuesto a tomar medidas extremas contra quienes lo desafían, los países de la región se alinearon rápidamente. Firman acuerdos de “tercer país” para recibir deportados, quitándole el problema a Washington. Costa Rica se sumó a Panamá y recibió 165 deportados de terceros países, incluyendo 65 niños. Guatemala acordó recibir más deportados, incluidos de terceros países. Honduras actúa como punto de tránsito para deportados en ruta a Venezuela –se bajan de un avión militar estadounidense, que los transporta desde Guantánamo, y se suben a un chárter venezolano– y El Salvador redobló la apuesta ofreciendo convertirse en un “gulag” para criminales estadounidenses. El caso del presidente colombiano, Gustavo Petro, quien intentó protestar por las condiciones en las cuales deportaban a migrantes a su país y reculó ante amenazas de aranceles, sirve de condicionante. Países más poderosos como México y Brasil marcan un camino más cuidadoso, colaboran y protestan más por lo bajo.

Gustavo Petro ofreció ayuda estatal para que retornen sus compatriotas indocumentados en EEUU.

La muralla

Los acuerdos con Centroamérica, cuyos detalles se mantienen secretos, forman parte de una estrategia anti-migratoria más amplia que busca sellar la frontera, deportar masivamente a quienes viven ilegalmente en Estados Unidos y crear un clima de terror para desincentivar aspiraciones regionales para acceder al Sueño Americano. Tienen un componente real territorial, y otro más de política doméstica.

Los esfuerzos para controlar la migración no son nuevos. Tanto demócratas como republicanos han aplicado políticas de mano dura. Los gobiernos de Joe Biden y Barack Obama deportaron más personas por año que Trump en su primera presidencia, aunque esto se debe en parte al impacto del Covid-19 y también a la cantidad cambiante de personas intentando entrar a su territorio. El Gobierno de Biden mantuvo las deportaciones a Haití pese a la crisis humanitaria del país caribeño.

Pero las nuevas medidas de Trump van más allá. Destrozan la arquitectura legal de ingresos que Biden había creado para desalentar entradas irregulares –dejando a miles de personas en un limbo en México– y desconocen el derecho al asilo, una norma internacional vigente hace décadas. El líder republicano declaró que Estados Unidos sufre una “invasión” de extranjeros ilegales y prohibió solicitar asilo en la frontera sur. Militarizó la lucha contra la migración y promete redadas para deportaciones masivas.

Muchas de estas medidas ya enfrentan desafíos legales y es probable que sean derogadas. Pero las vueltas judiciales no implican un fracaso; es parte de la estrategia. Mientras los tribunales deliberan, la maquinaria anti-migratoria sigue su curso. Adam Isacson, experto en migración del Washington Office on Latin America (WOLA) explica que la estrategia se construye en capas: aunque el derecho al asilo pueda restablecerse, otras medidas seguirán obstaculizando el acceso.

La siguiente medida que se anticipa es el uso de una orden ejecutiva que limita entradas por razones de salud, la cual se utilizó durante la pandemia del Covid-19. Actualmente no hay una enfermedad en particular, y cualquier noción racista de que los inmigrantes traen enfermedades probablemente caiga judicialmente. También está el programa que obliga a las personas que buscan asilo a esperar en México. “Lo tienen armado, lo podrían empezar ahora, pero no lo están usando porque no reconocen el derecho al asilo”, cuenta Isacson.

Después, otra capa serían las redadas masivas, las cuales requieren del aumento de espacios de detención. Se trata de un proceso que está avanzando e incluye el anuncio de un nuevo centro para albergar a unas 30.000 personas en Guantánamo, la misma base naval donde se mantuvo de forma extrajudicial a personas acusadas de terrorismo. Los grupos de derechos humanos denuncian que la base naval en Cuba representa una suerte de agujero negro, y que las personas ahí detenidas no tienen acceso a abogados. Los venezolanos que estuvieron detenidos en Guantánamo en estas semanas hablan de condiciones degradantes: estuvieron aislados, sin ventanas, sometidos a revisaciones humillantes, y sin contacto con representantes legales o seres queridos. Uno cuenta que escuchaba los gritos de compañeros, que amenazaban con suicidarse.

Isacson explica que, aunque cada política desafiada es sucedida por otra, y muchas no se sostienen en el tiempo, su impacto acumulativo ha sido real y significativo en el corto plazo.

Las nuevas migraciones

En estas semanas, se dio un cambio en la ruta migratoria en las aguas caribeñas entre Panamá y Colombia, una alternativa al cruce que se realiza a través de la selva del Darién: algunos migrantes se dirigieron en otra dirección, desde la isla panameña de Gardi Sugdub hacia la Playa Miel, cerca de la frontera colombiana. Forman parte de una incipiente tendencia, todavía marginal: la migración inversa de personas que abandonan el camino y vuelven hacia sus países de origen, o por lo menos se alejan de la frontera de Estados Unidos, que se hace cada vez más impenetrable. El viaje de retorno no es menos peligroso que el de ida: hace una semana murió una niña venezolana de 8 años al naufragar la lancha que la llevaba en su camino de migración inversa.

En las imágenes del hotel de deportados en Panamá, muchos de los detenidos se cubren la cara para evitar ser identificados. Escapan de una persecución religiosa, política o criminal pero, aun así, la mitad aceptó retornar a su país de origen; los otros fueron trasladados a un campamento de refugiados al borde de la selva de Darién. Sus abogados denuncian que perdieron contacto con ellos desde que los reubicaron.

Hotel Decapolis, de Panamá.

Sin embargo, es temprano para declarar victoriosa la política de presión máxima que ejerce Trump en la región. Isacson señala el fracaso de la ultrapolémica medida de separación de familias migrantes bajo la primera presidencia de Trump, en el 2017. Las imágenes de agentes de seguridad arrancando niños de los brazos de sus padres –los menores permanecieron en Estados Unidos y sus padres fueron deportados– causó profundo rechazo y el gobierno de Trump tuvo que detener la política.

La experiencia fue una lección de los límites que puede enfrentar el actual gobierno de Trump: las imágenes de las separaciones permitieron mostrar el sufrimiento que provocó la política. “Si en unos meses todavía permanecen varias decenas de personas en San Vicente (el campo de deportados en Panamá) e insisten que los van a matar si retornan a sus países de origen, y que Estados Unidos nunca los debería haber deportado, esto tendrá peso, particularmente los casos que involucran a niños. Lo mismo sucede en Paso Canoas, donde está el campo de deportados en Costa Rica”, asegura Isacson. Estos países sostienen que las autoridades estadounidenses dijeron que los deportados no expresaron miedo de vida –“una vil mentira”, agrega Isacson–.

Entre los deportados a Venezuela, la semana pasada había por lo menos dos disidentes políticos, miembros del Ejército que rompieron con el gobierno de Maduro. Fueron detenidos al llegar. Dado que hubo un aumento de migración venezolana el año pasado, en el contexto de la represión tras las irregulares elecciones presidenciales, defensores de derechos marcan que las deportaciones afectarían a disidentes que se escaparon del gobierno chavista.

Migrantes hondureños deportados de Estados Unidos arriban en un vuelo militar a Lima.

Más allá de los derechos humanos, para realmente detener la migración, las políticas tendrían que sostenerse con máxima potencia, algo que tendría impacto económico en Estados Unidos. De no ser así, se deberían entender más como un circo político que tendría poco efecto real sobre los flujos migratorios.

Por otro lado, los resultados disuasivos en el corto plazo probablemente sean insostenibles, ya que los países centroamericanos dispuestos a tomar pequeñas cantidades de deportados como gesto político, para evitar tensiones con Trump, no tienen la capacidad de absorber grandes cantidades de personas, explica Isacson. Si miles de personas se tienen que quedar en Centro América porque no pueden volver a sus países de origen y requieren asilo, se va a generar un problema político para los gobiernos que los albergan. Al igual que las políticas arancelarias, la máxima presión tiene el riesgo de empujar a los países de la región hacia las otras potencias mundiales, particularmente China.

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Redacción

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