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martes, marzo 4, 2025

The Cult vino, vio y venció con un show contundente y efectivo y las canciones que sabemos todos

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Duro y parejo. Palo y a la bolsa. Frases conocidas que podrían servir como síntesis del demoledor show que brindó The Cult, el primero de dos, en la noche del sábado en un Obras atestado y sudoroso. Sobre todo en la platea (anteriormente conocida como super pullman), que recibía el lado menos grato de las leyes físicas: el calor sube, el frío baja. Dato interesante: los puestos de prevención ofrecían vasitos de agua gratis para evitar la deshidratación popular. Bien ahí.

The Cult es una banda británica que comenzó a forjarse un nombre cuarenta años atrás, con la salida de su álbum Love, que mostraba la anomalía de un grupo que rockeaba más de lo debido contra la estética oscura de su tiempo, y que a la vez era demasiado místico y dark como para ser integrado a la corriente glamorosa del metal. Esta contradicción se resolvió en su siguiente disco, Electric, que profundizó su lado más rocker gracias a la visión de Rick Rubin, que los despojó de reverberancias y ecos cavernosos.

Y desde ese entonces se han quedado ahí. Sonic Temple, el álbum portador del hit Fire Woman, altamente celebrado por el público en Obras a la hora de los bises, fue como el molde en el que la banda fue encontrando su sonido definitivo. El cantante Ian Astbury y el guitarrista Billy Duffy se quedaron con la patria potestad de The Cult, y es la interacción entre ellos la que guió los pasos de la banda hasta el presente.

Sin embargo, The Cult es una banda demasiado personal para afiliarla al rubro del heavy metal, aunque visitan el terreno con frecuencia. Entraron al escenario de Obras al son de La cabalgata de las valkirias, de Richard Wagner, una cadencia sombría, más propia de una milicia comandada por Darth Vader, que de un show de hard rock. Ellos mismos vistieron de negro absoluto con Ian Astbury luciendo una pollera/pantalón y un pañuelo en el pelo que remataba en un rodete. Sobrios, solemnes en términos de rock, podría decirse.

Un hombre que cumple con su palabra

Hombre de negro. Ian Astbury, líder del grupo The Cult,
Hombre de negro. Ian Astbury, líder del grupo The Cult,

“Llegamos en muy buena forma”, le aseguró el vocalista a Clarín, algunos días atrás y cumplió con su palabra. Si bien el sonido bola no jugó a favor de la excelencia, y algún agobio de la base rítmica (tal vez por la humedad y el calor reinante), quitó un poco de nervio a la performance, Ian Astbury comandó la escena durante la hora y media de show.

Dueño de una voz muy particular que conserva bastante bien y una agilidad que sorprende para un hombre de 63 años, Astbury se llevó la marca, salvo en los solos, donde Billy Duffy tenía permitido brillar.

Ese era el momento en que el guitarrista parecía extirpar la guitarra de su anatomía, colocándola en diagonal hacia adelante, para ofrecer sus sonidos. Duffy no es un virtuoso pero sabe elegir las notas y las velocidades adecuadas a la hora de una improvisación bastante estudiada. Se nota que el grupo tiene 40 años sobre sus espaldas, lo que ayuda a brindar solidez a su desempeño.

La puesta en escena fue mínima, con un set de luces desplegado en forma horizontal que mostraban contornos hexagonales y rectangulares. El resto fue el clásico set de luces superiores, muy discretamente ubicado, y un fondo blanco que magnificaba las variaciones lumínicas. Nada de efectos especiales: en consonancia con la oferta musical, cuyo mayor atributo parece ser la intensidad.

La exactitud de tres tercios

The Cult hizo todos sus éxitos en su show en Obras. Foto: AFPThe Cult hizo todos sus éxitos en su show en Obras. Foto: AFP

El show pareció dividirse en tres tercios exactos. En el primero fueron ajustando niveles sonoros, reconociendo el terreno, dejando muy poca pausa entre tema y tema como para imponer un ritmo. Sólo Wild Flower, de Electric, se destacó entre cierta monotonía, que Ian Astbury disipaba con su carisma y sus años de escenario, que le sirvió para sortear las trampas del cable de su micrófono. Otra curiosidad: en un tiempo donde lo inalámbrico es la norma, Astbury continúa utilizando cable.

Quizás sea otro juguete, al igual que su objeto de seguridad: la pandereta. ¿Cuántas maneras existen de ejecutar un instrumento tan básico? La Inteligencia Artificial no se ha pronunciado al respecto, pero Ian Astbury las manejó todas mientras cantaba. Clarín alcanzó a contabilizar unas siete variaciones. En algún momento, cambió pandereta por maracas, pero siempre volvía a ellas.

Eran dos y quedaron bastante maltratadas porque lejos de la sobriedad inglesa de depositarlas sobre una superficie, las arrojaba hacia el suelo. Incluso una de ella fue destruida, casi al final del segundo tercio, cuando The Cult hizo una versión arrolladora de Rain, generando tal clima, que Astbury partió la pandereta en dos, y arrojó sus restos hacia un sector entre la espalda del amplificador del bajista y la hilera de luces. Un asistente le arrojó otra inmediatamente, y Astbury la atajó con la precisión de un Dibu Martínez.

Antes de caer en el sopor que genera la condensación en Obras, ya en la mitad de la presentación, The Cult supo insertar tres golpes que despertaron a una audiencia contenida que hacía pogo en piloto automático, como para no defraudar a la banda, ni dejar caer la reputación de “gran público” que se supo conseguir. Fue el momento en que tocaron Edie (Ciao Baby), una quejosa power ballad, de la que salieron con Revolution y Sweet Soul Sister, en interpretaciones vehementes, poderosas y convincentes. En este punto es donde The Cult sumó los puntos suficientes como para satisfacer a la audiencia y luego finiquitar la faena con Rain y She Sells Sanctuary.

A lo último, hicieron Brother Wolf, Sister Moon a la memoria del fallecido David Johansen, cantante de New York Dolls y para que la emotividad no se apoderara de lo que debía ser una fiesta, cerraron con Fire Woman y el esperadísimo Love Removal Machine. Ian Astbury no dejó de saltar en ningún momento, como si fuera un experimentado boxeador que sabe que el juego de piernas es vital para ganar el combate; y que hay que dosificar las energías hasta el último round para asegurar la victoria.

Lo que le faltó a The Cult en variación sonora lo compensó con la contundencia de un rock muy personal, conservador, pero con la efectividad de un recto a la mandíbula. Ese que derrumba rivales y levanta al público en un aplauso triunfal, como el que merecidamente los despidió anoche del escenario de Obras Sanitarias, que los aguardará, húmedo y silencioso, hasta la segunda de sus presentaciones, que seguramente podrían haber sido más. The Cult tiene en la Argentina un público de base, que excede la categoría del “culto”. Y esa audiencia es conocida por su fidelidad y por su energía, atributos que desafían cualquier ola de calor.

Redacción

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