El panorama político latinoamericano parece no dejar duda alguna: los partidos políticos se han fragmentado, la gente ha dejado de identificarse con ellos y los múltiples candidatos surgidos los utilizan como meras maquinarias electorales. Además, la oferta política se ha particularizado en torno a personas con escasa experiencia pública que construyen sus propuestas individuales con el apoyo de expertos en comunicación ajenos a visión programática alguna. En sendos asuntos el presidencialismo no es ajeno. Todo ello se ha evidenciado en los últimos años en diferentes estudios de la opinión pública latinoamericana que reflejan un claro deterioro en las valoraciones ciudadanas de las instituciones y de la propia democracia que es cada vez menos percibida como el régimen político más deseable.
Por otra parte, la sociedad líquida, en los términos definidos por Zygmunt Bauman, mostró cada vez signos más evidentes de cansancio ante la exponencial revolución digital. Byung Chul Han se ha referido a ello hace más de una década. Los canales de representación se diluyeron completamente en un escenario dominado por la inmediatez, la reflexividad, el anonimato y una falsa sensación de empoderamiento gestado por la expansión irrestricta del mundo digital. Las redes sociales configuraron la nueva estructuración del demos y facilitaron la monetarización del tiempo invertido en ellas. Un nuevo complejo industrial tecnológico se alzó enseguida.
En este marco la política en América Latina mantuvo ciertas pautas tradicionales en lo atinente a la elección de las autoridades, dando paso a la alternancia, algo que ha sucedido con gran frecuencia, con tasas de participación electoral razonables. De esta suerte, en la última década se ha producido la alternancia en todos los países con elecciones competitivas —no es el caso de Cuba, Nicaragua ni Venezuela—, y solo se han mantenido en el poder de manera continuada en Paraguay el Partido Colorado y el MAS en Bolivia, con el paréntesis habido en 2019-2020.
Pero también, en lo relativo al papel de la justicia, esta actuó por primera vez como un contrapoder, ya que nunca tantos expresidentes(as) se vieron sometidos a su imperio, con independencia de lo que se denunció de práctica de lawfare. Desde Álvaro Uribe hasta Cristina Fernández, ambos procesados, hasta los condenados Lula da Silva, Rafael Correa, Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Orlando Hernández, Tony Saca, Mauricio Funes y Ricardo Martinelli, por citar los casos de mayor impacto.
El resultado supuso una expresión de la democracia con visos de pérdida de vigor o, si se prefiere, de fatiga. Hoy este escenario se ha agudizado y corre peligro de derivar en astenia, que es el paso previo a una situación de deterioro crónico.
La reflexión sobre la caída, quiebra o muerte de la democracia está muy documentada en la literatura académica. Sin embargo, frente al legado teórico conocido, la situación actual presenta una mezcla de factores de ámbito global con otros de carácter regional. Dentro de los primeros debe considerarse el impacto ya señalado de los profundos cambios registrados en el seno de la sociedad digital. Se trata de los progresivos efectos del hundimiento de la representación, del individualismo rampante, de la desinformación masiva descontrolada, y de la economía de la atención. Aspectos novedosos ante los que las instituciones acuñadas en un formato funcional para otros tiempos navegan sin rumbo.
El segundo factor proviene del efecto demostración negativo que llega a la región del vecino del norte. El carácter atrabiliario del presidente norteamericano, la improvisación caprichosa acotada en una lógica infantil amigo-enemigo, la elevación al máximo nivel de la pulsión egotista ilimitada y la alianza con la nueva plutocracia de Silicon Valley son notas definitorias del momento actual. A ello se suma la extensión de la kakistocracia, entendida como el gobierno de los peores, que alienta a un comportamiento similar de aprendices, ya en la más alta instancia del poder, como Javier Milei, Daniel Noboa, Rodrigo Chaves y Nayib Bukele, así como anima a delfines que se miran en ese espejo para avanzar en su carrera política con el consiguiente deterioro de la democracia desde la oferta.
Los factores de carácter regional inciden en el alejamiento de la gente de la democracia, teniendo que ver con las expectativas frustradas de la gente. La resolución de sus demandas, que no son solo de los últimos tiempos, pues pueden encontrarse en las agendas de reformas estructurales establecidas desde la década de 1980, es un asunto pendiente. Aunque resulte algo añejo, esos factores giran sobre todo en torno a una institución que sigue siendo el centro del quehacer político y que tanto atrae al obseso de la motosierra: el Estado.
Buena parte de la explicación sobre la frustración de las expectativas recae en algo tan esencial para el orden político, como ya expusiera Thomas Hobbes, que es el miedo. Su versión latinoamericana se traduce en clave de inseguridad, pero no solo en el ámbito callejero, también en el orden sanitario y de la seguridad social, en el fracaso escolar, en la precariedad del empleo, con tasas de informalidad promedio del 50%. No es cuestión de estatalizar todo y de cruzar el río que lleva al Leviatán, se trata de urdir el Estado social democrático de derecho, una fórmula tan conocida que ha generado el bienestar de millones de personas y que ahora requiere una reacomodación al presente.
La astenia es el riesgo al que se abocan las democracias fatigadas actuales, pero la propia democracia tiene sus mecanismos para confrontar sus retos. El sometimiento a reglas aceptadas por la colectividad, la elección de las autoridades, el equilibrio de poderes son principios para regir la convivencia. Hay también posibilidades de que la revolución digital sea una vía para facilitar el funcionamiento de todo ello y que la inteligencia artificial sea utilizada, en tanto que bien público, alejándola del imperio de las corporaciones.