Cada vez es más popular la palabra “expat”, pero, por si acaso, expliquemos brevemente lo que el término define. El diminutivo de expatriado hace referencia a alguien que cambia de país para mejorar su calidad de vida. Sin embargo, a diferencia de lo que entendemos por inmigrante, un expat no emigra por necesidad. A menudo lo hace por querer vivir en una nueva cultura, por proyección profesional o, sencillamente, porque puede elegir. En el caso de Barcelona, el número de estos nuevos conciudadanos ha crecido notablemente en los últimos años. Como además sucede que acostumbran a disfrutar de mayor poder adquisitivo, se están convirtiendo en un incipiente blanco de crítica social. A veces da la sensación de que señalar a los turistas ya no da para mucho más, por lo que hay que buscar nuevos objetivos. Seguimos creyéndonos capacitados para trazar una línea imaginaria de deshumanización, al igual que pasaba con las perversas pintadas —que por cierto, se hacían en inglés— con la contraposición “Turistas, a casa. Refugiados, bienvenidos”. Como si la existencia de unos no pudiera convivir con la existencia de otros. Argumento que es inversamente idéntico al que expulsan los contrarios a la inmigración.

Miles de turistas pasean a diario por la Rambla de Barcelona en verano
Martí Gelabert
Hay realidades, más bien alertas, que estos expats ponen de manifiesto, como vivir exclusivamente en inglés sin necesitar el castellano ni el catalán. Se les acusa también de la acuciante falta de vivienda, como si solo ellos fueran culpables de todo lo que no se ha hecho en los últimos treinta años de ciudad exitosa. Y por el mismo precio, se le cuelga a este colectivo la responsabilidad de hacer visibles cambios de tendencias sociales para nada exclusivos de Barcelona. Desayunar una tostada de pan de semillas con crema de queso y aguacate (con opción extra de huevo escalfado) para muchos es absurdo. Como lo es que gente de menos de cincuenta años reivindique como hábitos de juventud los desayunos de tenedor que incluyen fricandó o cap i pota. En este sentido, al menos de momento, ningún adicto a la nostalgia ha propuesto recuperar la barrecha .
Busquemos cómo integrar ágilmente a todas las personas que llegan, más allá del nivel económico o cultural
La movilidad global es inevitable. Lo que hace ciento cincuenta años ya se hacía, pero a muy menor escala, ahora es mucho más fácil para todo el mundo. Quizá alguno de estos expats había conocido Barcelona de niño, pasando unas vacaciones con sus padres; tal vez en un adolescente viaje escolar o a través del maravilloso y europeo programa Erasmus. En cualquier caso, ya que su deseo es vivir un tiempo en nuestra ciudad, y teniendo en cuenta que para estas personas es igual de fácil estar aquí que marcharse a otro destino, aprovechemos lo que puedan aportar. Busquemos la manera de integrar ágilmente a todas las personas que llegan, más allá de su nivel económico o cultural, para hacernos más fuertes como sociedad. Del mismo modo que otros países se refuerzan con nuestros hijos, nietos y sobrinos cuando “han tenido la suerte de que los contraten en el extranjero”.