En Argentina, los barrabravas dejaron de ser solo hinchas para convertirse en un engranaje oscuro del poder político.
Este, claramente, es un fenómeno que debería avergonzarnos como sociedad.
Su alianza con la política no tiene un «momento cero» preciso, pero la dictadura militar (1976-1983) marcó un antes y un después.
El régimen los usó como perros de presa para silenciar disidencias en las tribunas, mientras la AFA de Julio Grondona les daba alas a cambio de control.
Desde entonces, el fútbol dejó de ser un juego y las barras, un negocio con sangre.
Con la democracia, lejos de desarmarse, este pacto se perfeccionó. Los 90 los vieron mutar en punteros políticos que movían masas para intendentes y gobernadores.
El kirchnerismo los elevó a su máxima expresión con Hinchadas Unidas Argentinas (2009), una fachada para financiar lealtades con plata del Estado.
Hoy, ningún gobierno se salva: del macrismo al mileísmo, las barras son el comodín de la represión o la protesta, según convenga.
Controlan territorios, trapitos, entradas y hasta narcos, siempre con un guiño del poder que les asegura impunidad.
Es una hipocresía nacional. Celebramos el fútbol como identidad, pero callamos ante estos mercenarios que lo prostituyen. Mientras los clubes se desangran y las tribunas se tiñen de violencia, los políticos y dirigentes se lavan las manos, cómplices de un sistema que premia al matón antes que al hincha.
Desmantelar este entramado no es solo cuestión de leyes: exige que dejemos de mirar al costado y asumamos que, en esta cancha, todos estamos perdiendo.