Las novelas que contribuyeron al boom de la literatura latinoamericana, la reflexión permanente sobre el oficio de escritor y sus responsabilidades y el Premio Nobel de Literatura resaltan entre otros hitos en la trayectoria de Mario Vargas Llosa. Si la política pudo resultar más visible en algunos períodos de su vida, la literatura fue el recorrido constante y las dos pasiones confluyeron en una figura que el escritor peruano representó de modo ejemplar: la del intelectual dispuesto a intervenir y tomar partido en los debates de su tiempo.
Con profundo dolor, hacemos público que nuestro padre, Mario Vargas Llosa, ha fallecido hoy en Lima, rodeado de su familia y en paz. @morganavll pic.twitter.com/mkFEanxEjA
— Álvaro Vargas Llosa (@AlvaroVargasLl) April 14, 2025
Mario Vargas Llosa murió este domingo a los 89 años en Lima. En un comunicado publicado en redes sociales, su hijo Álvaro anunció: «Con profundo dolor, hacemos público que nuestro padre, Mario Vargas Llosa, ha fallecido hoy en Lima, rodeado de su familia y en paz».
Vargas Llosa fue un intelectual comprometido en los años 60 y también después de su distanciamiento de la Revolución Cubana y el marxismo. Por mucho que discutiera con Jean-Paul Sartre cultivó a su modo ideas que tenían el sello del escritor y filósofo francés: las palabras son actos, la literatura produce efectos sobre la vida. No parece casual que haya pensado en dedicarle su último ensayo, un proyecto que aparentemente no alcanzó a realizar.

Problemas sociales y desigualdades
En Francia, donde vivió durante la primera mitad de los años 60, se descubrió como escritor latinoamericano. El boom de la nueva novela, de cuya fundación participó con La ciudad y los perros (1963), puso en escena a un tipo de escritor preocupado por los problemas sociales y por las desigualdades en el continente, y también asumió ese perfil.
En sus revisiones del período, Vargas Llosa atribuyó sin embargo los posicionamientos de juventud y los de su generación a las dictaduras que gobernaban en la mayoría de los países de América Latina, y más allá de las referencias históricas encontró en las desviaciones de la democracia una especie de arquetipo, un antagonista común para el escritor y para el político: la dictadura como “el mal absoluto” y “una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar”.
Conversación en La Catedral (1969) fue según dijo el libro que más le costó escribir, pero la dificultad resultó reveladora del arte de la novela. El diálogo entre Santiago Zavala, periodista del diario La Crónica como lo fue el joven Vargas Llosa, y Ambrosio, el chofer de la familia, funciona como espina dorsal de una historia atravesada por voces múltiples.

Vargas Llosa asoció en su escritura el culto de la forma, aprendido en la lectura de William Faulkner, y un concepto del realismo derivado de Gustave Flaubert, advertido de las limitaciones del realismo latinoamericano.
En Conversación en La Catedral la dictadura de Manuel Odría en Perú no compuso un simple escenario sino otro elemento de la trama, el modo en que las perversiones del poder afectaban también la vida privada y llegaban hasta la intimidad.
El comienzo de la novela encuentra a Zavala abstraído en una pregunta que se volvió célebre: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. En Les dedico mi silencio (2023), despedida del Vargas Llosa novelista, el interrogante resuena con la misma intensidad: “¿En qué momento el país se había fracturado y roto por completo separando la sierra de la costa y a un hermano de otro hermano?”
Las preguntas de los personajes no son retóricas, porque Vargas Llosa propuso la novela como una forma de entender la realidad y en particular la historia del Perú y del continente.
En su obra la ficción aspira a un orden que condense y a la vez ilumine los elementos del tiempo en que se interna: la dictadura de Rafael Trujillo, el golpe contra Jacobo Arbenz, el intento revolucionario de Alejandro Mayta.

Por eso insistió en que el narrador era el personaje más importante, porque es la figura que construye el punto de vista, y reivindicó la libertad del escritor respecto a las versiones canónicas del relato histórico.
El escritor les debía fidelidad a las interpelaciones del presente. Su ejemplo a mano fueron en ese punto Tolstoi y La guerra y la paz. En su reflexión sobre la novela histórica, Vargas Llosa planteó que la literatura puede prescindir de la exactitud y alterar los hechos sin resignar su valor.
La ficción se introduce en los vacíos y en las controversias de la Historia y alcanza “una verdad profunda” a través del inconformismo y la rebeldía que induce en el lector al volverlo más consciente de los problemas y de las carencias del mundo.
En la novela, dijo y repitió, el tiempo transcurre como un espacio en el que se mueve el novelista y el oficio del escritor se despliega como artesanía en la unidad que finalmente compone.
El año 1971 señaló un punto de inflexión en su trayectoria, por la polémica alrededor de la autocrítica forzada del poeta Heberto Padilla en Cuba y la división que provocó entre los escritores europeos y latinoamericanos. Las rupturas suelen afirmar también continuidades.

Aguzar el espíritu crítico
Si bien Vargas Llosa rechazó la sumisión de la literatura a la política y el ideal del compromiso sartreano, sostuvo a la ficción como una forma de aguzar el espíritu crítico y un género potencialmente subversivo.
Apartado de Julio Cortázar y de Gabriel García Márquez, sus compañeros del boom, no confundió las divergencias ideológicas con el valor literario de los textos.
Desde su incorporación activa a la política, con la candidatura a la presidencia de Perú en 1990, fue un incansable apologista de la democracia liberal.
El giro se extendió a su mirada sobre los personajes históricos que le interesaron como tema de ficción y al planteo de la novela como corrección de la realidad y expresión de demonios personales. Las preguntas del escritor se volvieron indisociables de las preguntas del político y de la interpelación a la época.
En los últimos años tuvo declaraciones de apoyo a líderes de derecha y de ultraderecha. Sin embargo, Vargas Llosa profesó un liberalismo de viejo cuño que no exaltaba la centralidad del mercado y de la economía en la vida humana sino el libre juego de las ideas y los valores, y se pronunció contra los extremos en todas sus manifestaciones, “porque incluso para las buenas causas hay fanáticos”.
— Álvaro Vargas Llosa (@AlvaroVargasLl) March 29, 2025
Esa también fue una enseñanza de la literatura que postuló, aquella que vuelve más inteligentes y sensibles a los lectores y los prepara para enfrentarse con el poder.